Los grupos de estudiantes se fueron organizando por facultad. Y como ya era tradición en la nuestra, mujeres jóvenes, pero también mayores, que nunca antes habían participado en actividades políticas públicas estaban junto a jóvenes inquietos que venían haciéndolo desde sus épocas de estudiantes de secundaria. Las voces «queremos a Robin vivo» aún sonaban en nuestros oídos. Las masivas movilizaciones de hacía 14 meses demandando su aparecimiento con vida habían dado como resultado simplemente que no se lo contara como un desaparecido más, sino como un torturado y asesinado por la dictadura militar, que sin mayor control se había impuesto en el país. Oliverio se asomó al bullicioso grupo que ya enfilaba por la sexta avenida. Un abrazo rápido y un adiós agitando la mano fue la imagen que guardamos de aquel momento. Se perdió entre los otros grupos anunciando que no haría el desfile y que tampoco estaría en el mitin final.
Pancartas, mantas y adhesivos habían sido elaborados con alegría y amplia colaboración en los corredores de la facultad. En los intervalos de clase o en períodos libres, los y las estudiantes habían colaborado animadamente en su confección. Por primera vez muchas más mujeres que hombres desfilarían bajo el lema de la facultad pronunciando palabras que aún ahora, 38 años después, suenan a subversión: justicia, libertad, democracia.
La noche anterior, Oliverio había pasado a saludar a la entusiasta muchachada que festiva elaboraba pancartas y mantas. Que su nombre encabezara la lista de amenazados de muerte por parte de los grupos paramilitares de la dictadura invitaba a tener todos los cuidados necesarios. Y así, entre bromas, sonrisas y comentarios, la referencia a esa amenaza estuvo presente. Por algunos minutos tomó asiento en una de las bancas del corredor, una próxima a la primera aula a la izquierda del acceso al edificio, y acomodándose los anteojos comentó lo vistoso que se veían los grandes claveles rojos en los extremos de una manta. Sonó el timbre de regreso a clases. El corredor quedó en silencio, pero con muchos estudiantes dedicados a concluir las pancartas. Y él, sonriente, nos estrechó la mano y nos dijo hasta luego.
Conforme avanzaba la marcha, algunos fuimos retirándonos. Programamos encontrarnos más tarde o al día siguiente en lugares diferentes. El ambiente era tenso. ¡Nadie nos había dicho que mayo llegaría hasta en octubre! Pero ni por asomo imaginábamos la cauda de dolor y rabia que luego nos invadiría.
Recién llegados a casa, los teléfonos comenzaron a sonar. Voces llorosas y angustiadas nos anunciaban su reciente asesinato. La tarde gris se había teñido de rojo.
Las sonrisas se habían transformado en lágrimas.
Al bullicio estudiantil lo silenciaban el pesar y la cólera.
Su rostro sonriente nos acompañaría desde entonces cada vez que imagináramos un país diferente.
La sensación de su cuerpo ensangrentado e inerte, tendido en la vía pública, sería desde entonces la imagen permanente de un país que se niega a condenar ese y tantos crímenes enmarañando la justicia con amparos, sillas de ruedas y camillas, negándose a construir un país próspero para todos.
Asesinado joven, se quedó en el imaginario de muchos con esa sonrisa de esperanza anidada en el rostro. Acribillado cobardemente por la espalda, nos dejó la lección de que la paz y la justicia se construyen de frente.
Aún hoy sus asesinos ocultan el rostro y sus nombres, incapaces de reivindicar ante alguien tan execrable crimen. El nombre de él, en cambio, lo repiten y reclaman muchos levantando su sonrisa como la esperanza necia y constante de quienes hoy, como ayer, ansiamos un país diferente, donde todos los niños tengan alegría y escuela y todos los jóvenes esperanzas y certezas de un futuro mejor.
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