Depende de quién quiere escribir la historia, pero también de qué versión de la historia daremos, a quiénes escuchamos, a quiénes no queremos entender. Y a veces ni siquiera nos interesa ponernos en el lugar de los otros y reconocer que mucho se ha sufrido en esta sociedad y que la justicia tiene un papel de reparación, de reconocimiento del dolor y del delito y la autoridad para que no vuelva a pasar. La historia no es antojadiza. No es de opinión. Es de pruebas y de hechos.
Las posturas de algunos columnistas —los mismos que se quejan una y otra vez de los defensores de derechos humanos, de las resistencias que tienen el valor de decir que no están de acuerdo, de las organizaciones sociales que tienen el derecho de participar en un contexto democrático— es perturbadora, más cuando son replicadas por muchos otros ciudadanos y cuando se vuelve verdad en la sociedad. Cuestionan, además, la propia sensibilidad y la propia responsabilidad que debe tener cualquiera que habla a los otros desde los espacios de comunicación masiva. Leer expresiones como «supuestas violaciones» e «inverosímiles testimonios de mujeres indígenas», hablar de la justicia como un «circo» y el sarcasmo poco fino que utilizan estos y otros desde sus redes sociales me hacen suponer que hay una ofensiva para negar lo que pasó, que ha sido demostrado con muchas investigaciones y que ejemplifica cómo los ejércitos de todo el mundo han tratado a las mujeres como botín de guerra. Interesa que llegue el mensaje, repetido sin posibilidad de dar un respiro y sin tanto adorno: las mujeres de Sepur Zarco mienten y han mentido siempre a la par de las organizaciones nacionales e internacionales que las han acompañado desde hace años y que las han manipulado en una estrategia diabólica por lucrar y desprestigiar a los militares. No fueron violadas todas ellas. Mienten. ¿Quién mentiría sobre eso? ¿Quién mentiría por dinero e inventaría una historia tan dolorosa?
En la audiencia del viernes, estudiantes universitarios de la Landívar asistieron a la Sala de Vistas de la Corte Suprema de Justicia como una muestra colectiva de empatía y solidaridad. Uno de ellos me dice que en ese momento no entendía lo que una de las señoras decía en q’eqchi’, pero que sentía lo que le quería decir. Se preguntaban por lo que significaba estar allí sentadas y escuchar una y otra vez lo que habían vivido. Las vieron valientes porque se enfrentaban con dignidad a ser atacadas en la búsqueda honesta de la justicia. Las entendieron fuertes. Algunos de ellos les escribieron algunas palabras —que serán publicadas esta semana en Brújula—, pero son las de José Andrés las que me han interpelado tanto: «Escribir esta carta no fue fácil porque, aunque no la conozca, aunque no sienta el mismo dolor que usted y nunca comprenda en su totalidad lo que sufrió, tengo una madre, dos abuelas y una mujer muy importante en mi vida a quienes veo cada vez que escucho su historia».
Desde el 1 de febrero muchas guatemaltecas nos hemos visto identificadas en la historia de violencia que han vivido las mujeres de Sepur Zarco. Sabemos que es difícil hablar de las heridas que nunca dejarán de doler, pero la valentía de sus testimonios y su búsqueda de justicia nos animan a hablar y a estar con ellas como lo han estado tantos otros. Son ellas frente a la cantidad de insultos que reciben y también desafiando el silencio de muchos años, impuesto por una sociedad conservadora y por un Estado que se ha negado a escucharlas. Fueron víctimas de violencia y de esclavitud sexual. Fueron obligadas a cocinar y a lavar la ropa de los violadores. La justicia debe responder.
A mí me han comprometido a no dejar de escribir.
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