La de Jimmy Morales, por ejemplo. Enfática, exagerada y vacía como la mirada de un maniquí.
La de Jafeth Cabrera, con su mueca tipo Jabba the Hutt.
La de Orlando Blanco, la de Javier Hernández, la tontuna de Villate, la cínica de Taracena, la marmórea de Quej, la torva de Galdámez o la del insustancial Giordano.
La perturbación de Delia Back.
El asombro impertérrito de Carlos Barreda o plañidero de Ronald Arango.
El lento entendimiento de Jr. Arzú.
Casi todas ellas, de repente, con un ensayado ademán de contrición:
—¿Y ahora qué?
—Ahora pedimos perdón, devolvemos cosas y ya.
(Es decir, dejamos todo muy limpio y listo para esperar más sangre).
Y entonces el presidente devuelve —eso dicen— el sobresueldo que le había asignado el Ejército.
Y los diputados prometen devolver las cosas al estado anterior de cosas o enmendar detalles.
Pero ni eso es posible ni es lo que queremos.
No.
No.
No.
No es lo que queremos.
Nos tienen que devolver sus escaños, nos tienen que devolver el palacio, nos tienen que entregar en las manos a nosotros la democracia.
A nosotros: a todos los que no son ustedes, los que no son los arbitrarios, los desentendidos, los niñatos.
Pero ni eso es suficiente.
Que nos devuelvan el país y el futuro: eso ansiamos.
Pero ni eso es suficiente.
Nos da igual lo que hagan ya: los queremos fuera.
No hay perdón: Iván Velásquez le dio a la amnistía un mejor nombre: «impunidad». Aquí no se perdona a nadie.
No nos importan su cara de compungidos ni su destino: debemos someterlos al ostracismo y al destierro.
Por cosas como estas, aquí no se perdona a nadie: ni a Morales ni a Williams Mansilla el aterrado ni al fantasmagórico Cabrera ni a ese centenar de intercambiables diputados, indiscernibles en su corrupción, ni a sus medios corruptos y corifeos ni a los grandes capturadores del sistema: esos usureros, esos agiotistas, esos obsolescentes señores feudales que nos hablan de emprendedurismo, innovación y hombres hechos a sí mismos.
No hay perdón posible. No son faltas. No son pequeños descuidos. No es una venialidad. Human Rights Watch dijo que es uno de los atropellos más flagrantes al Estado de derecho que hemos visto en los últimos años en la región. Las organizaciones sociales nacionales hablaron de un intento de imponer una dictadura de criminales. Otros sugirieron que nos colocaba en la senda de un golpe de Estado. No, no fue una travesura, una niñería, un despiste: fue el uso cínico y alevoso del poder para legalizar la infamia.
Sabían lo que hacían porque lo venían haciendo. Lo del miércoles solo fue su combinación más delirante.
A todos los que sellaron el acuerdo los queremos afuera. Y no solo afuera. Nos gustaría verlos quizá adentro, si es que hay motivos: tras las rejas, si es que hay —y parece haberlos— delitos y hondas infracciones constitucionales.
Dejemos a un lado las formalidades, es decir, la mascarada, las mayúsculas: Padres de la Patria, Legisladores, Representantes Popularmente Electos. Conocemos el Fraude en el que se fundan. Dejemos de fingir que creemos que son políticos: una gran mayoría son criminales, delincuentes, truhanes, rateros: arteros y fingidores. Aprueban leyes y dávidas con ese gesto del asesino que le saca filo a su cuchillo. Ellos son el naufragio de la historia.
Y nosotros no queremos naufragar con ellos.
No estamos indefensos, como dijimos una vez. Nosotros podemos oponernos.
Nosotros somos —es decir, podemos ser— el espanto del ministro (del gobernador, del dueño, del señor feudal) mientras no seamos sus cómplices.
Hay una salida constitucional a esta crisis. Debemos encontrarla entre los escombros. Y después, consensuar un país nuevo en el salón vigilado de una nueva asamblea constituyente.