Como se sabe, el carpintero de Nazaret inicia el proyecto del anuncio de la buena nueva del reino de Dios solo después de una larga gimnástica de ayuno y oración en el árido estadio de la soledad y el silencio. En esta arena para atletas espirituales de alto rendimiento, el entenado de José ejercita una epojé de la fascinación de la realidad con el fin de debilitar la fuerza del fetiche del orden de las cosas y por la cual es capaz de dar con el vacío sobre el que la realidad se sostiene, ese que continuamente es reprimido por el mundo. Al quedar expuesto a la incompletud ontológica de la realidad, al hijo de María se le revela la fuente de las posibilidades existenciales, de la cual proviene también la energía no solo para martillar las imágenes del mundo, sino también para crear imágenes otras a las reales. La vocación poética de Jesús nace en el desierto.
Contemplar el fundamento nihílico de la realidad abre el terreno anímico de Jesús para que el espíritu creador de imágenes amables y amorosas haga su obra. El carpintero es convertido en poeta. Su poema es el reino de Dios. Este reino no es de este mundo, pero tampoco de algún exótico lugar en el que no hayamos estado alguna vez. «El reino de Dios se parece a…». Y de estos parecidos tenemos siempre ya alguna experiencia. Este reino es como un tesoro, una fiesta o un banquete en el que disponen también de un lugar los sin parte. Estos banquetes, seguramente, no son financiados con el dinero de la corrupción ni con el diezmo que ovala el cuerpo de los pastores que han olvidado el desierto. En ese reino, según las metáforas poéticas de Jesús, rige una atmósfera de bienestar, cordialidad y solidaridad. Esto nos permite suponer que en el desierto Jesús no ha dado con la verdad, sino con el amor, con ese exceso que agrieta la realidad y permite entonar nuestras existencias de una manera otra a la habitual. Los seguidores del poeta quedan fascinados con el evangelio de que este mundo no es el único, pero en ocasiones quedan también aturdidos por la imposibilidad de objetivar la buena nueva. Quizá en esto consista el núcleo poético del evangelio de Jesús. Nuestro mundo, cualquier mundo, es solo la fantasía comunitaria que modula nuestros estados anímicos, de suyo susceptible de transfiguración a través de gestos poéticos que en ocasiones suenan a martillazos.
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¿A qué se parece en nuestros días el poema de Jesús? El reino de Dios se parece a las atmósferas generadas por las comisiones internacionales anticorrupción que reducen el pillaje de los bienes comunitarios y abren la posibilidad de configurar relaciones sociopolíticas y económicas menos violentas. El clima atmosférico que producen estas comisiones coloca a los canallas frente al abismo constitutivo de una realidad que creen inmutable. Incapaces de ayuno y de jornadas en el desierto, los enemigos del reino de Dios expulsan a los viles refractarios del fetiche del orden imperante con la asistencia, incluso, de algunos de los institucionalizados seguidores del hijo ilegítimo de José. En otras ocasiones, el reino de Dios se parece a los colectivos que con sus luchas buscan la reducción de la violencia contra los cuerpos, los afectos y los sentires condenados a esas hogueras alimentadas con el fuego del sentido común del mundo real. El reino de Dios, a lo mejor, se parece hoy día a las ollas comunitarias que alivian el hambre producida por el involuntario ayuno al que los canallas obligan a más de la mitad de sus coterráneos.
El poema de Jesús tiene una musicalidad entonada con el diapasón del amor, la justicia y ese constitutivo vacío ontológico sobre el que yacen los pies de barro de la imagen del mundo que los canallas defienden con palo y gases lacrimógenos. El ayuno es una antropotécnica de reducción de la ingesta de las fantasías del mundo imperante que permite convertir nuestra coexistencia en un indicio de la vitalidad del poema salvífico de Jesús.
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