Belice: un niño muerto, una selva y una línea imaginaria.
Belice: un niño muerto, una selva y una línea imaginaria.
La muerte del menor Julio Alvarado por balas beliceñas en 2016 encendió una ola de nacionalismo y protestas en contra de Belice. Esta, al poco tiempo decayó, pero las razones detrás de esta tragedia siguen sin resolverse: el olvido por parte del Estado de Guatemala y el latifundismo obligan a miles de campesinos a arriesgar la vida en las selvas beliceñas.
El 20 de abril de 2016, tras una jornada de trabajo, Carlos Alfredo Alvarado volvía de la parcela en donde cultivaba maíz, frijol y pepitoria. Tras él, iban sus dos hijos de 11 y 13 años. La noche caía poco a poco.
“¡No se muevan!”, oyó que le gritaban. Carlos Alvarado entendió que se había topado con una patrulla beliceña.
Una balacera tupida se soltó de inmediato. Carlos recibió una herida leve en la rodilla izquierda, pero logró huir. Su hijo menor, Carlos Alberto, escapó con un perdigón en el codo. Su hijo mayor, Julio René, recibió ocho impactos en la espalda y el hombro. Murió de inmediato.
La muerte de un menor de edad guatemalteco por disparos beliceños cerca de la línea que divide a ambas naciones reavivó el eterno conflicto territorial. Hubo cruces de declaraciones indignadas entre ambos gobiernos, y el embajador de Guatemala en Belice fue llamado a consultas. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Guatemala resaltó que desde 1999, diez guatemaltecos han muerto por balas de soldados beliceños. La Organización de Estados Americanos (OEA) hizo de bombero y para apaciguar los ánimos, inició una investigación sobre lo sucedido.
El informe entregado a ambos gobiernos en septiembre de 2016 recoge las distintas versiones sobre el hecho, aunque algunos de sus puntos son discutidos por Guatemala, en particular el análisis forense de las heridas del niño fallecido.
Los testigos de ambos lados coinciden en que el hecho ocurrió en Belice. A 560 metros de la línea de adyacencia.
Desde hacía 20 años, Carlos Alvarado cultivaba una parcela cerca de San José las Flores, modesta aldea de 115 habitantes pegada a la línea divisoria. Cuando tomó posesión de ese terreno, no sabía que se encontraba en Belice. La división entre ambas naciones solo aparece en los mapas: en el terreno no hay brecha ni cercos ni mojones que la marquen. Como dicen los habitantes del lugar, es una línea imaginaria. Durante años, Belice no se preocupó por esta zona boscosa de su territorio. Las patrullas empezaron a llegar a los alrededores de San José las Flores en 2010. Varios campesinos guatemaltecos fueron entonces capturados mientras trabajaban del lado beliceño. Alvarado conocía el riesgo de toparse con el Ejército beliceño, pero la parcela era su única fuente de supervivencia.
El principal punto de divergencia en torno a la muerte de Julio René es el inicio de la balacera. Los beliceños mantienen firmemente que los campesinos dispararon primero con una escopeta. Los soldados y guardarecursos de la ONG ambientalista Friends of Conservation and Development (FCD) que formaban la patrulla respondieron a los disparos para salvar sus vidas.
Carlos Alvarado niega haber estado armado. Lo único que llevaba, dice, era el mango de un azadón terciado a la espalda.
Los investigadores de la OEA perfilan a este campesino delgado, de pelo corto y entrecano de esta manera: “Tiene un nivel de inteligencia matemática y lógica superior a lo normal. Se expresa muy correctamente y piensa y responde con rapidez a todas las preguntas (…) Es afectuoso con su familia, piensa antes de actuar y reconoce la importancia de su familia”. No es el perfil de un hombre, que, acompañado por sus hijos, se enfrentaría a tiros con las Fuerzas de Defensa de Belice.
Y este es, en efecto, su argumento: “¿Cómo va a pensar que yo, con mis dos niños, iba a enfrentarme a un grupo armado? ¡Eso no cabe en ninguna cabeza!”, expresa Alvarado a Plaza Pública.
“Que no hablen los hechores, que no hable yo. Que hablen los balazos. Los balazos están por detrás. A mi hijo por detrás. A mí, por atrás. A mi otro hijo, por el codo. Vamos huyendo. ¿Qué heridas presentan ellos que yo les hice?”.
Ningún miembro de la patrulla beliceña fue herido en esa acción.
Los investigadores de la OEA creen que unos impactos sobre unas ramas podrían ser un indicio de que los guatemaltecos dispararon. Pero extrañamente, no ahondan este tema ni sacan conclusiones claras. El saber si los guatemaltecos dispararon debería ser crucial para determinar culpabilidades y otorgar o no un resarcimiento a las víctimas.
“Mi hijo pagó lo que no debía. Mi hijo no debía nada”, dice desconsolado Carlos Alvarado. “Cuando estaba en la caja, yo le dije: ‘hijo, estas pagando lo que no debías’”.
La falta de acceso a la tierra, el olvido por parte de los gobiernos de las comunidades de la línea de adyacencia y la destrucción sistemática de los recursos naturales del lado de Guatemala pusieron todas las condiciones para que la tragedia ocurriera. Condiciones que obligan a las familias más vulnerables a jugarse la libertad y la vida al otro lado de una línea imaginaria.
El pasado 2 de agosto, el Congreso aprobó un acuerdo que permite al gobierno lanzar un referendo en el cual se le preguntará a la población sí está de acuerdo o no con que la Corte Internacional de Justicia resuelva el diferendo territorial.
Del lado de Belice
Rafael Manzanero, director de la ONG FCD, detiene el picop en medio de la carretera de terracería que cruza el parque nacional Chiquibul. Quiere mostrarnos los despojos dejados por los traficantes de madera. Se adentra en el bosque hasta encontrar los restos de una caoba de metro y medio de diámetro talado hace unos cinco o seis años. Alrededor, hay unos tablones que no lograron sacar.
Más adelante, Derrick Chan, mano derecha de Rafael Manzanero, encuentra viejas botellas de refrescos. “Guateplastic”, dice. Es así como los conservacionistas llaman a los restos de plástico que traen los guatemaltecos que se adentran en el bosque beliceño.
A pesar de estas señales de presencia humana, todo alrededor es una selva densa y húmeda. Nada indica que, a menos de dos kilómetros, justo donde empieza Guatemala, termina el bosque.
Desde 2007, FCD administra el parque nacional Chiquibul, que tiene más de 100 mil hectáreas. Su misión es proteger el bosque, y para esto cuenta con una fuerza de unas 15 personas, de las cuales 7 están armadas, y con el apoyo de las Fuerzas de Defensa de Belice. Según el informe de la OEA, las balas que mataron a Julio René Alvarado fueron disparadas por dos de los rangers de esta ONG. Como van vestidos de camuflaje son muy difíciles de distinguir de un militar.
El parque colinda con Guatemala a lo largo de 45 kilómetros, y de allí vienen las mayores amenazas al bosque. Mientras que del lado de Belice no hay poblaciones cerca del área protegida, del lado de Guatemala hay unas 20 comunidades que tradicionalmente han vivido sin tomar en cuenta la línea imaginaria. Los abundantes recursos naturales de la reserva beliceña atraen como un imán a decenas de guatemaltecos pobres que quieren aprovecharlas.
Al principio, explica Manzanero, el tráfico más importante era el xate, una pequeña palmera cuya hoja decorativa se exporta hacia Estados Unidos y Europa. Hubo años en que al parque ingresaban hasta 1,500 xateros guatemaltecos. Solo en 2007 las autoridades beliceñas decomisaron 50 caballos que eran utilizados para sacar el producto a Guatemala.
Luego del xate, FCD se enfrentó a una ola de tala de madera. Los taladores eran capaces de derribar caobas y cedros hasta 15 kilómetros dentro de Belice. Según los cálculos de la ONG, Belice perdió US$9.5 millones por este tráfico desde 2012. Según Manzanero, tanto el xate como la tala se han controlado desde hace unos años. Pero, desde entonces, ha cobrado auge una nueva actividad ilegal: la búsqueda de oro.
Los buscadores de oro guatemaltecos trabajan en la parte sur del parque nacional Chiquibul, una zona de muy difícil acceso para las autoridades beliceñas. Esta actividad deforesta y erosiona los suelos a la orilla de los ríos. Los oreros dejan además grandes cantidades de basura en sus zonas de trabajo.
Otro motivo de preocupación para FCD es la siembra de milpas por campesinos guatemaltecos. Las imágenes de Google maps muestran que, a lo largo de la línea divisoria, hay una franja de 1 a 2 kilómetros, dentro del territorio beliceño, en donde la selva da paso a cultivos. Según Manzanero, también pueden verse potreros en donde finqueros dejan pastar su ganado. Cuatro mil hectáreas de bosque se han convertido en parcelas agrícolas a lo largo de la frontera.
Para reducir estas actividades Belice ha instalado varios “puntos de conservación” a lo largo de la frontera, puestos de avanzada con presencia de militares beliceños y rangers de FCD. Pero esta presencia conlleva el riesgo de toparse con guatemaltecos, y que estos encuentros se tornen violentos. Es un temor muy presente entre los rangers de FCD encontrarse con gente armada.
Acerca de la muerte del menor, Rafael Manzanero se atiene a la versión beliceña: los campesinos dispararon primero y sus hombres respondieron para defenderse. Además recuerda que este conflicto también ha cobrado vidas beliceñas. En septiembre de 2014, el policía de turismo Danny Conorquie fue asesinado en pleno sitio arqueológico Caracol, frente a la mirada atónita de decenas de turistas. Aunque no hay pruebas de ello, las autoridades beliceñas creen que el crimen fue una venganza de xateros o madereros guatemaltecos por el decomiso, unas horas antes, de varios caballos.
Cuando un guatemalteco es capturado en el parque, es entregado a los juzgados en San Ignacio. Deben entonces pagar US$2 mil para salir. Estas multas pueden ser más altas si se comprueba que hizo destrozos en el área protegida. Si llevaba un arma o municiones, entonces puede ser condenado a más de cinco años de prisión.
Pero para Rafael Manzanero, la defensa del parque nacional Chiquibul no puede lograrse con medidas puramente represivas. “No son delincuentes, es la necesidad. La presión de ellos viene de que necesitan árboles, plantas medicinales, vida silvestre, todo lo que es natural”. Todo lo que ya no se encuentra del lado guatemalteco. Por eso, explica, FCD colabora con organizaciones guatemaltecas como la fundación Balam para sensibilizar a las comunidades guatemaltecas al respeto del medio ambiente.
La estrategia, dice, debe ser binacional, ya que el buen estado del parque beneficia a ambos países por ser esta una zona de captación de agua. El río Chiquibul nace en las montañas mayas del lado Beliceño, entra a Guatemala alimentando a los municipios de Dolores y Melchor de Mencos y vuelve a salir a Belice a la altura de Arenal.
Del lado de Guatemala
En 1995 el Estado de Guatemala creó el área protegida Montañas Mayas Chiquibul a lo largo de la línea de adyacencia, entre los municipios de Poptún, Dolores y Melchor de Mencos. Lo hizo sin tomar en cuenta que en esa zona ya existían comunidades y grandes fincas ganaderas. Si la medida buscaba proteger los restos de bosque que aún quedaban en 1995, el Consejo Nacional de Áreas Protegidas no tuvo los recursos para cumplir su objetivo. La cobertura boscosa desapareció. Hoy solo se mantienen remanentes de bosque en las laderas más empinadas o en la cima de los pequeños cerros. El resto no es más que un inmenso potrero ocupado, casi siempre de manera ilegal, por grandes finqueros.
Como en todo Petén, a lo largo de los años 1990 y 2000, las tierras se concentraron en pocas manos. Los fincas se expandieron sin mesura, dejando a los campesinos pobres que migraban desde el resto del país, porciones cada vez más reducidas de tierra orilladas a lo largo de la línea imaginaria. Muchos de ellos compraron o se apropiaron de parcelas sin saber que estaban del lado beliceño. Nadie tenía títulos de propiedad y nadie los pedía. En ese tiempo, las patrullas beliceñas eran muy raras, FCD no existía y los campesinos podían cultivar.
En 2005, la organización estadounidense Conservacy International hizo un diagnóstico del bosque Chiquibul, del lado beliceño, y determinó que era un punto de máxima biodiversidad. Empezaron entonces a fluir fondos internacionales para la conservación del área. Sobre los campesinos de la zona de adyacencia la tenaza se cerró: al este, las fuerzas de defensa beliceñas; al oeste, un interminable latifundio que les veda el acceso a la tierra.
Un informe realizado por la Asociación Balam muestra que en la zona de adyacencia solo el 40% de los habitantes tiene tierra. Pero en algunas comunidades este índice cae. En San José las Flores, solo el 26% de los habitantes tienen una parcela en donde cultivar. En Monte los Olivos, comunidad q’eqchi’, solo el 11%.
Hugo León, hombre sereno de casi 50 años, es alcalde auxiliar de San José las Flores. Llegó a la aldea hace 22 años y se posicionó en una parcela en la misma línea de adyacencia, pensando que Belice empezaba atrás de los cerros que están detrás de su terreno. Desde la muerte de Julio Alvarado, ya no se atreve a visitar sus siembras por miedo a las patrullas beliceñas que vienen cada semana. Ahora, para cultivar, tiene que rentarle un pedazo de tierra a un vecino.
Bertín Ramírez, de 34 años, es promotor agrícola de la aldea San Marcos, responsable de unos cultivos comunitarios de xate. Tras la muerte de su hermano Desdicho Ramírez por balas beliceñas, tampoco se atreve a cruzar la línea imaginaria para acceder a la parcela que cultivaba. Ahora, su única posesión son los 50 metros cuadrados en donde tiene su casa y su pequeño solar.
Las comunidades también sufren de un largo olvido por parte del Estado: falta de acceso a la salud y a la educación, carreteras en pésimas condiciones, posibilidades de empleo limitadas a algunos jornales en las fincas ganaderas. El diferendo territorial con Belice y el hecho de estar en un área protegida prohíbe a las municipalidades realizar obras en la zona de adyacencia. Para muchos habitantes, la única posibilidad de supervivencia, es la extracción de recursos naturales del lado de Belice.
A pesar de todo, algunas iniciativas buscan paliar la situación de estas comunidades y brindarles alternativas económicas que mantengan a los habitantes dentro de las fronteras nacionales. Al mando de estas iniciativas está la Mesa Intersectorial de Tierra y Ambiente que reúne a las municipalidades de la región, organizaciones civiles como Balam y la Coordinadora de Asociaciones Campesinas Agropecuarias de Petén (Coacap), e instituciones del Estado.
“Un primer trabajo es promover cultivos que fortalezcan la seguridad alimentaria. Se establecen parcelas semilleras con camote, yuca, malanga, plátano. Los campesinos ven que a los tres o cuatro meses ya tienen algo que comer”, explica Francisco Guzmán de Asociación Balam. “Luego, de la misma experiencia, surgen proyectos como siembra de café, cardamomo o cacao. Ya no van enfocados a la seguridad alimentaria, sino a establecer una base económica”, agrega.
Marvin Chacón, también de Balam, está convencido de que esta es la única vía para evitar que vuelvan a ocurrir tragedias como la de Julio Alvarado. “Hemos descubierto que, al llevar alternativas económicas a las personas, los ilícitos disminuyen. Se encariñan tanto con estas nuevas actividades, que tenemos temor de no poder sostenerlas”.
Pero en ocasiones, estos proyectos se topan con la dura realidad.
Cuando Plaza Pública visitó San José Las Flores, unos quince campesinos estaban trabajando en el vivero recién inaugurado. Sembraban semillas de cacao brindadas por Coacap en pequeñas bolsas de plástico llenas de tierra. El entusiasmo puesto en el trabajo era patente, pero también la incertidumbre del resultado. En efecto, los habitantes de la aldea no disponen de ninguna tierra en donde sembrar las plantitas cuando empiecen a crecer.
Los campesinos San José las Flores han intentado solucionar el problema, sin éxito.
“Cuando vino el embajador británico se le entregó un documento en donde se le hacía ver las necesidades de la comunidad, pero no ha habido resultado. Vino el secretario general de la OEA, pero no hemos tenido resultado”, explica Juan de los Santos Ramírez, promotor agroforestal de la comunidad.
“Yo les comenté de dos parcelas cercanas que se podían comprar. Si alguna institución nos ayudara y nos diera cinco manzanas a cada uno, sería un gran apoyo para los que hemos perdido terrenos en Belice”, añade Hugo León, alcalde auxiliar. Olvida que la aldea se encuentra en un área protegida. Cualquier compra de tierra por parte de una institución del Estado sería ilegal.
Otro caso de asistencia mal enfocada se dio en la aldea San Marcos. Cuando Jimmy Morales visitó esta comunidad de casi mil habitantes, ordenó al Ministro de Agricultura que les trajera a todos tilapias. Un proyecto de piscicultura había dado buenos resultados en otra comunidad, y el mandatario se había entusiasmado. El Ministro acató la orden presidencial sin tomar en cuenta que San Marcos padece de escasez de agua: los dos pozos apenas se dan abasto. Ahora, en cada solar de la comunidad, hay un pequeño estanque seco o a medio llenar cubierto por plástico negro. Cada semana, un picop de la municipalidad de Melchor de Mencos trae agua en toneles para llenar uno o dos estanques. Los técnicos del Ministerio de Agricultura prometieron que cuando todos estén llenos, volverán con los alevines.
Zopilotes sobre vaca muerta
Tras la muerte de Julio Alvarado se encendió en Guatemala una ola de fervor nacionalista en contra de Belice. Los 115 habitantes de San José las Flores padecieron la llegada de un cortejo de visitas oficiales: gobernadores, diputados, embajadores, representantes de la OEA, el presidente Morales junto con un sinnúmero de periodistas. Juan de los Santos recuerda ese periodo con una mezcla de sorna y decepción. “Solo venían a dar su paseada, a ganarse los viáticos, y nada pasaba. La agenda de mi celular está llena de números, pero nada. Palabras se las lleva el viento”, recuerda.
Carlos Alvarado también recuerda con desilusión esa llamarada de tusa: “Cayeron como zopilotes en vaca muerta”, dice.
La familia del niño muerto no quiso seguir viviendo en la comunidad. Alguien le prestó una casa vacía en la comunidad de San Felipe, Dolores, en donde vive en condiciones muy precarias, masticando todas las promesas no cumplidas. “Me prometieron que lo de mi hijo no quedaría impune. Me prometieron terreno, casa, trabajo, dinero, estudio para mis hijos. Nada. Si sigue así, voy a tener que migrar”, comenta Carlos Alvarado. Un mes después de esta entrevista con Plaza Pública, el Ministerio de Agricultura le concedió un contrato de un año para trabajar en un vivero forestal, lo cual ha aliviado su situación. En cuanto a la investigación de la muerte de Julio Alvarado, en un año poco se ha avanzado.
El Grupo de Apoyo Mutuo (GAM) ha intentado que el caso no caiga en el olvido, y logrado, junto con el Ombudsman de Belice, equivalente al Procurador de Derechos Humanos, presentar el caso en los juzgados. Sin embargo, Mario Polanco, director del GAM, no se hace muchas ilusiones: “en Belice, tanto en las autoridades como en las organizaciones, hay un sentimiento anti Guatemala muy fuerte”. Cuando se agote la vía judicial en Belice, el GAM intentará que se haga justicia a través del sistema Interamericano de Derechos Humanos.
La llama de indignación por la muerte de Julio Alvarado se apagó. Las comunidades de la línea de adyacencia han vuelto a sus problemas de siempre, su olvido de siempre. A pesar de las diez muertes de la línea de adyacencia, sigue habiendo campesinos y peones sin tierra dispuestos a jugar al gato y al ratón con las fuerzas beliceñas en el parque nacional Chiquibul, apostándolo todo por unos gramos de oro, un pichón de guacamaya o una cosecha de pepitoria. Todas las condiciones siguen puestas para que tragedias como la que golpeó a la familia Alvarado se repitan.
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