Mucho he dicho acerca de la importancia que tiene su presencia como objeto cotidiano en los espacios donde los más pequeños van creciendo y jugando, acerca de la experiencia transformadora que puede tener la lectura, esa poderosa pasividad aparente que representa el objeto capaz de botarnos adentro todos los conceptos que nos han construido y que al mismo tiempo tiene la capacidad de reconstruirnos o de hacernos sentir con intensidad y mostrarnos el mundo conocido de maneras que no hemos sido capaces de contemplar. O de la necesidad de mantener esos espacios y esos momentos en los que se lleva a cabo el necesario encuentro entre los libros y sus posibles lectores, como es el caso de la Filgua, que este año abrirá sus puertas el 11 de julio.
De lo que quizá nunca he hablado es de mi amplia, ya, y circunstancial experiencia como vendedora de literatura guatemalteca. Amplia porque este año cumplo como diez años, creo, y circunstancial porque nunca en mi vida pensé, soñé o imaginé que iba a pasar por eso. Salí de Quetzaltenango huyendo de la posibilidad de ser comerciante, como dictaba la tradición familiar, y ya en la capital resulté dejando el escritorio, la computadora, los papeles, la soledad y los lapiceros rojos para atender un stand durante una semana y media al año. A veces soy la que abre, cuando todavía nadie ha llegado y solo los guardias transitan por los pasillos, los conserjes hacen bailar a los trapeadores y los otros libreros quitan sus cortinas, encienden sus máquinas, vuelven a colocar los libros en sus estanterías, esperan. A veces soy la que cierra, aunque todavía haya curiosos merodeando por los pasillos, que ya se van quedando vacíos. El punto es que, a pesar de que debo transmutarme en vendedora, soy ante todo una lectora que se pasa los días de feria tratando de encontrar la manera de hacerse un espacio entre la interacción comercial, la redacción neurótica de facturas, el cuadrar cuentas y el tratar de dar bien los vueltos para detenerse un rato frente a las estanterías, curiosear algunos títulos, preguntar algunos precios, apuntar algunos nombres para tenerlos en cuenta durante la noche de los descuentos. Todo eso, por lo regular, en una salida hacia el baño, tomando, por supuesto, el camino más largo.
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Entonces, como siempre me ocurre en los lugares donde desearía estar haciendo otra cosa, durante las horas que paso en el stand me pongo a divagar, observo, imagino. El stand se convierte en un escaparate desde el que observo a los otros, a los lectores y a las lectoras, a los que buscan con atención, a los que insisten en los mismos estantes, a los que se detienen frente al mismo libro, lo abren, lo hojean, lo dejan, regresan. Hay algo que me hermana con esos lectores a los que no conozco. Sé que pertenecemos a la misma secta minoritaria que comulga en momentos de soledad, encierro y silencio y que se visibiliza en espacios como la feria. Sé que padecemos de dudas y temores similares, que nos hermana cierto tipo de hambre que nos lleva a escarbar entre hojas y caracteres. Sé que quizá podríamos sentarnos a platicar, que coincidiríamos en más de alguna emoción o miseria o que quizá, ya de cerca, encontraríamos comodidad en nuestros silencios llenos de ruido mental. Esa es una de todas las esperanzas que me deja la llegada de otra Filgua, la oportunidad de reconocernos, de hacer comunidad, aunque no crucemos miradas, aunque no hablemos, como sucede con la extraña compañía de ciertos gatos, cuya sola presencia a distancia en el mismo espacio nos hace sentir menos solos.
Este año tampoco me libraré de ser vendedora. Había pensado plantearle a mi jefe la posibilidad de hacer las del director del Registro de Ciudadanos del TSE para las elecciones, pero tengo cuentas por pagar y creo que es mejor no arriesgarme, así que allí andaré trabajando, leyendo por ratitos, tratando de escaparme siempre para ver libros, presentando algunas actividades, moderando otras, y ante todo observando, reconociendo rostros de lectores conocidos, descubriendo a los que llegarán quizá por primera vez con esa curiosidad silenciosa del lector. Allí andaré, pues, imaginando. Seguro nos volvemos a encontrar.
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