«Para mis amigos todo, para mis enemigos, la ley» es una frase que, a lo largo de la historia, se ha atribuido a personajes señalados de soberbio autoritarismo. Curiosamente, la frase pone al centro no el empleo de la fuerza bruta, sino la utilización tendenciosa de «la ley» que, en sus manos, se convierte en farsa.
La soberanía de las leyes implica un principio racional de convivencia pacífica esencialmente contrario al autoritarismo, pues expresa la voluntad colectiva de llegar a un consenso para la obtención del bien común. Las ideas iluministas dieron origen a las repúblicas modernas, basadas en la limitación del poder y el respeto a los derechos ciudadanos. Bajo el fundamento constitucionalista, el poder crudo (el dictador, las armas, la riqueza) quedó sometido a la institucionalidad.
Hay que comprender que, para lograr este refinado objetivo, debe existir un acuerdo de cooperación entre los miembros de una sociedad. También la voluntad política de los detentadores del poder real, dispuestos a doblegar su capacidad de imponer sus intereses, para entregarse a la noción de que el imperio de la ley nos equipara a todos y que su aplicación será imparcial.
Debido a que las leyes no se aplican solas, sino a través de un enmarañado sistema, para lograr la ansiada imparcialidad se necesita de funcionarios independientes que no respondan a ninguna influencia o deban obediencia jerárquica en el ejercicio de sus funciones. También la seguridad de que no serán criminalizados por sus resoluciones. La independencia de los jueces y de los fiscales es una de las más importantes garantías de seguridad y bienestar para nosotros, los ciudadanos.
En medio de toda esta cascada de reflexiones aparece la figura del Fiscal General, pieza clave del sistema penal acusatorio. Dentro de un Estado de derecho, resulta ser un órgano de control fundamental en contra del abuso de poder. Todos los actos de corrupción están contemplados como delitos de persecución pública. Corresponde al Fiscal General no solamente investigarlos de forma eficiente, sino que también llevarlos a juicio. Ni duda cabe que su independencia es la esencia de su efectividad.
¿Qué pasa cuando un sistema se corrompe de manera profunda? ¿Qué pasa cuando, en lugar de buscar el imperio de la ley, se busca destronarla, recuperar ancestrales privilegios de impunidad y derruir, hasta sus cimientos, la incómoda institucionalidad que limita los excesos criminales? En este escenario, un funcionario de tal calibre, dotado de independencia, se convierte en una piedra en el zapato.
El reciente proceso de elección de fiscal general ha resultado en un escándalo. No salieron bien librados ni los comisionados, ni los postulantes acusados de tachas tan viles como el plagio de una tesis, ni la propia Corte de Constitucionalidad dada la impertinencia de un amparo donde, prácticamente, se obligó a algunos comisionados a votar en favor de Consuelo Porras. Quedamos con el sabor de haber presenciado una farsa. La abusiva imposición dentro de un proceso que solamente en apariencia podría llamarse «institucional».
Cuando la CICIG inició su último esfuerzo bajo la conducción de Iván Velásquez, los guatemaltecos fuimos testigos de la capacidad que tiene un fiscal general, acompañado de un equipo de investigación y jueces independientes, de ejercer de manera efectiva el control del poder. Y, no solamente del Estado, sino también perseguir delitos cometidos por elites económicas tales como el financiamiento electoral ilícito o la evasión de los impuestos que, históricamente, han gozado de ilimitada impunidad. A pesar de las críticas a su función, la mayoría de los casos presentados obtuvieron sentencias condenatorias basadas en el peso de las evidencias. Entonces ¿por qué resultó tan imperdonable aquel esfuerzo que, ahora, merece puntual retaliación?
La respuesta no es difícil. La pérdida de su tácita inmunidad y privilegios no fue aceptable para las élites, pues nunca, desde la fundación de la República, han estado dispuestas a someterse al imperio de la ley. De allí nuestra sempiterna fragilidad, violencia continua y números rojos en materia de desarrollo. De allí, las contradicciones que nos llevaron al conflicto armado interno por 36 años y ahora, post acuerdos de paz, a la masiva migración de miles de guatemaltecos acorralados por la ausencia del Estado y la inatrapable frustración de que Guatemala casi no puede llamarse país. De allí la existencia de una «democracia controlada» y la asfixia de las opciones políticas para hacer realidad un pacto de nación.
El camino para lograr un gobierno basado en la institucionalidad nunca es fácil y nunca está terminado. De hecho, todas las sociedades experimentan avances y retrocesos pues los actores dotados de poder nunca cesarán de atacar la institucionalidad. Y aquí llegamos al punto toral. Los actos de puntual destrucción que estamos presenciando son síntomas graves de un retroceso peligroso. Resulta muy claro que hay una ruta marcada por los actores de esta estrategia demoledora. La pregunta es ¿a dónde nos lleva?
Y, al considerar la respuesta, debemos tomar en cuenta que la eliminación de las garantías que ofrece el Estado de derecho nunca es gratuita. El precio más evidente es la ingobernabilidad. Pero, también está en juego la pérdida de credibilidad de Guatemala ante la comunidad internacional, el cierre de vitales espacios económicos y, finalmente, una inevitable guerra entre los actores del poder fáctico que, por ahora, están alineados bajo un equilibrio precario. Tarde o temprano, el pacto se romperá. Temporalmente, los actores celebran con entusiasmo el éxito que para ellos implica retomar «el control» del país por vía de la destrucción institucional, sin embargo, será uno de esos casos que la historia registra en los cuales ganar implica, necesariamente, una irreparable pérdida.