Para empezar, veamos cómo el autor divide a la sociedad guatemalteca: los que están a favor de la restauración del sistema corrupto y los que están a favor del reformismo inducido (¿?). Este planteamiento raya en lo superficial porque endilga, bajo esa división, la causa de todos los males del país a la corrupción e ignora por completo las condiciones económicas resultantes del sistema de producción y de empleo que ha generado una economía de subsistencia. Entender esto es ir a la raíz del problema: el sistema económico. Querer explicar la realidad de Guatemala simplificándola en dos grupos —uno procorrupción y otro anticorrupción— solo es el resultado de un análisis muy superficial, producto del intelicidio del cual buena parte de la sociedad ha sido víctima. Aquí vemos la plena manifestación de la lógica hegemónica expresada por alguien que cree estar por encima de esa lógica: simplificar complejas condiciones sociales a una lucha de bandos: buenos y malos, rojos y cremas, estás a mi favor o en mi contra.
Pero esto es solo la introducción. Si seguimos avanzando, vamos a descubrir que la sociedad guatemalteca se divide en bandos, como si de un juego infantil se tratara, de manera que se ignora la complejidad de un país con una sociedad pluricultural, multilingüe y, claro, con clases económicas y sociales que se entrelazan, rivalizan y conviven. Eso sí, aclara, con el falso moralismo religioso tan característico de la hegemonía, que en cada bando hay gente buena y mala (siguiendo con esa idea tan simplista que ya se explicó). Con esto presente, resulta contradictorio que una cabeza con esas ideas asevere que va por las reformas repitiendo las ideas y los conceptos con los que el sistema justifica las injusticias que provoca.
Ahora analicemos los cuatro grupos que definió según cómo ve las posiciones de los distintos bandos del país (cual chiviricuarta gigantesco). Al primer grupo lo define como «en contra de las reformas y a favor de la restauración». Aquí mete a la extrema derecha: Fundaterror, Fratti, Zury, Méndez Ruiz, etc. Se refiere a una posición común, la de evitar los procesos en contra de los delitos de lesa humanidad cometidos durante la guerra civil, y es en torno a esto que giran sus agendas políticas. Si analizamos, ha sido prácticamente nulo lo que han podido aportar a la discusión económica, más allá de estar a favor de lo privado sobre lo público.
Al segundo grupo lo define como «posición parcial (a favor y en contra) e indecisos». Aquí menciona al poder económico del país: Cacif, Fundesa y grupos políticos como MCN, etc. Me pregunto qué diferencia percibe él entre la posición de estos grupos y la de los anteriores. Solo una: los primeros atacan de frente las reformas y los segundos manifiestan bastante ambivalencia. Sostiene incluso que están a favor a pesar de que, si para algún bando funciona el sistema de justicia actual, es para ellos. Quizá el criterio del autor se ve limitado en este asunto porque reconoce en ellos el verdadero poder hegemónico y a quienes se deberá recurrir en el futuro para pedir dinero con el cual financiar proyectos políticos, por lo cual conviene no llamarlos por lo que son para evitar ofender. «Política» lo llamarán unos, «negocios» los otros. Lo grave de esto es que con esa clasificación no hace más que manifestar la forma como el miedo al poder lo lleva a evitar llamarlo por su nombre, por lo que resulta más cómodo quedar bien con ellos, aunque se sacrifiquen principios, al no reconocerles la responsabilidad que tienen con el presente de pobreza. La otra posibilidad es que carezca de conocimiento histórico e ignore que cuando el Cacif ha dicho que una ley debe pasar esta pasa y que cuando ha dicho que una ley no debe pasar esta no pasa. Si las reformas no están pasando, pues es porque en la práctica el Cacif no las apoya, aunque en el discurso no lo reconozca. En ambos casos regresamos a lo mismo: ser radical es ir a la raíz del problema, y la raíz del problema en Guatemala es económico y su responsabilidad recae en aquellos que han construido, dirigido y protegido un sistema económico que solo ha sabido multiplicar pobres. La nuestra es una élite dominante que ha impuesto su hegemonía por la fuerza. Referirse a ellos en la manera como lo hace sería reconocerlos como élite dirigente, pero hasta hoy esta élite ha sido incapaz de imaginarse siquiera como una élite que incluya los intereses de otros sectores para la construcción del país.
Al tercer grupo lo llama «a favor de las reformas y del reformismo inducido». Este está compuesto por partidos (algunos que se hacen llamar de izquierda y otros que lo son) y por lo que él llama «sociedad civil»: un conjunto de oenegés y uno que otro grupo de la organización popular que han participado de lejos en el apoyo a las reformas. Aquí tengo la crítica más grande al planteamiento del autor, ya que hace algo que es muy pertinente a la lógica hegemónica: apropiarse de la representación de los grandes excluidos de la historia absolutizando la representación de los movimientos indígenas y campesinos. La Marcha por el Agua es un ejemplo de movilización popular. ¿Acaso se puede ver en el horizonte la mínima posibilidad de que estos sectores que participaron en dicha marcha con una buena y fuerte organización estén batallando de la misma forma por estas reformas? No. Y es no porque regresamos a lo mismo del principio: esta no es una lucha de buenos contra malos, de procorruptos contra anticorruptos. Para los movimientos populares, la lucha está enfocada en las causas de la pobreza y de la desigualdad, no en meras manifestaciones de estas como la corrupción y el sistema de justicia incumplida. El autor, en la forma como plantea este tercer grupo, pone de manifiesto otra característica de la hegemonía: el mesianismo basado en ser blanco, urbano y estudiado, que lo lleva no solo a apropiarse de la voz de los excluidos, sino también a saber mejor que ellos lo que les conviene, de manera que, sin siquiera darse cuenta, ejerce un clasismo y un racismo repulsivos.
Para terminar, al cuarto grupo lo llama «indecisos y extremo (no radical) del reformismo inducido». Aquí menciona básicamente al Grupo Intergeneracional, del cual soy miembro, e indica que no solo no tenemos partido que nos apoye (¿para qué?, ¿en qué?), sino que además nos atribuye cuentas anónimas desde las cuales difamamos a gente que apoya las reformas. Esto último es interesante porque él mismo está recurriendo con nosotros a las prácticas de las que nos acusa. Me gustaría ver de su parte las pruebas irrefutables que seguro debe tener para hacer una acusación de ese tipo, la cual puede rayar en delito. Pero sigamos. En su análisis, el autor nos divide en radicales e intransigentes. Llama «radicales» a quienes «esperaban la transformación completa y transversal del sistema», por cierto una idea tan inverosímil y con el mismo tipo de lógica como la de que, si se aprueba la reforma constitucional, Guatemala será Venezuela. No sé de dónde sacó esa idea, pero cualquiera que sea radical (esto es, que va a la raíz del problema) sabrá perfectamente bien que no es posible una transformación del sistema solo porque un grupo de ciudadanos de clase media salió algunos sábados a pararse en la plaza central o porque se reforma la Constitución en su parte más procedimental y orgánica. Si el problema es económico, es iluso creer que bastan unos pocos días, unas cuantas manifestaciones y unas reformas constitucionales para botar no un gobierno, sino el sistema mismo. Aparte, también incluye dentro del grupo a «intransigentes», a quienes define como los que apelan a «purismos» (¿?). Quizá aquí se refiere a que no se apoyan las reformas porque se piense que no sirvan —cosa que deduce de que varios miembros del grupo se han manifestado en lo personal (en Grupo Intergeneracional hay independencia de criterio y de opiniones)—, en contra de la intención de ciertos grupos de convertirse en la vanguardia de la lucha popular sin ser parte de ella. Quizá sea necesario corregirlo y hacerle ver que lo que él llama intransigencia yo lo llamo congruencia. Esto último, por cierto, una confusión de su parte que manifiesta un pensamiento con una clara lógica hegemónica.
Para concluir, escribo este texto no para iniciar una discusión, sino solamente para que una persona que forma parte de uno de los bandos a los que hace mención pueda también explicar la otra cara de la moneda y para que, si de alguna manera habría que definir una división, esta debería ser entre aquellos muchos que reproducen la lógica hegemónica y aquellos pocos que no. Si la lucha de quienes queremos reformar el país es sincera, debemos empezar por reconocer a cuál de estos dos grupos pertenecemos y asumir que la lógica que escojamos seguir es la que definirá nuestras verdaderas intenciones.
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