«Siempre podremos elegir», me dijo una gran persona mientras discutíamos sobre asuntos políticos y sobre nuestros rumbos futuros en un empinado sendero de escalones en una ciudad canadiense en 2016. Dos años más tarde, en medio de la coyuntura social y política tan compleja que vive la región latinoamericana, vale la pena detenerse a pensar en si es verdad que siempre podremos elegir, en lo que elegimos y en lo que ello significa en una democracia.
Considerar esto es importante frente a los distintos procesos electorales celebrados y por celebrarse en 2018 en distintos países de la región, así como frente a las próximas elecciones en Guatemala, pero también respecto a acontecimientos concretos y particulares como la aprobación de la legalización del aborto por la Cámara de Diputados de Argentina o el avance de la iniciativa de ley 5,272, «ley para la protección de la vida y la familia», en el Congreso de Guatemala (entre otros tantos asuntos del Legislativo guatemalteco).
En el marco de un régimen democrático, el concepto de elección y sus distintas definiciones resultan fundamentales para la vida y el funcionamiento de un Estado. En cualquier contexto democrático, elegir significa mucho más que la selección de quienes ocupan los puestos públicos, mucho más que un medio de acceso al poder público. En una democracia, la elección es también un fin, un valor, un derecho y una expresión de poder: uno que ejercemos de manera colectiva, pero también de manera individual.
Es también un fin al comprender que el hecho de elegir implica el goce de libertades. En este sentido, un Estado democrático debería buscar que todos sus ciudadanos sean libres no solo de elegir a sus funcionarios públicos, sino también de tomar decisiones sobre sí mismos, sus identidades, sus cuerpos y sus modos de vida, así como sobre sus interacciones con otras personas.
El elegir es también un valor, uno sin el cual la democracia pierde sentido. La elección como valor implica el reconocimiento del potencial de desarrollo y de realización de cada persona, así como de su capacidad de constituirse en un ser autónomo que ejerce plenamente su ciudadanía. En países como Guatemala, donde predomina una visión paternalista, aún hay quienes piensan (muchos de ellos son diputados) que el poder elegir —sobre asuntos públicos o sobre sí mismos— es un privilegio otorgado, lo cual solo expresa que ellos mismos no se piensan capaces de definirse a sí mismos y de definir sus rumbos.
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Es también un derecho, pues se debe garantizar que todos gocen de la posibilidad de expresar un particular conjunto de preferencias, independientemente del asunto u objeto del que se trate. El derecho de elegir es, además, un vínculo de acceso a todos los demás derechos y también a las obligaciones, pues es la misma expresión de las preferencias, traducidas en acciones y decisiones, lo que determinará el rol particular que una persona tendrá en la sociedad, los derechos de los que será titular y las obligaciones a las que estará sujeta.
Además, el elegir es una expresión de poder individual y colectivo en un entorno democrático. En primer lugar, es por medio de una elección como cada individuo delega su poder de forma temporal sobre determinadas personas, el cual es capaz de transferir en cada proceso electoral. Por otro lado, el autodefinirse, el construir una identidad propia y el elegir con quiénes y de qué manera interactuar constituyen actos de poder y son un recordatorio constante del valor individual de cada persona y de su potencial, aunque no hay que olvidar que, en un sistema de todos, lo individual solo existe con relación a los otros.
Finalmente, en un contexto como el guatemalteco, en el cual se legisla en contra del bien común y bajo visiones limitadísimas de la realidad y en el cual constantemente se vulneran los derechos y la condición ciudadana de la mayoría, el elegir sobre sí mismo, el autodefinirse y autoconstruirse, es un gran acto de poder.
No sé si siempre podremos elegir, pero al menos hoy sí podemos. Asumámoslo y elijamos bien.
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