Dos despedidas para la misma muerte
Dos despedidas para la misma muerte
Esta es la crónica de dos entierros. Uno, de dos mujeres, en San Juan Alotenango. Con banda, velorio y el abrazo de todo un pueblo. Otro, de otra mujer en Escuintla. Breve, íntimo, rápido. Así despiden a las víctimas de la tragedia del volcán de Fuego.
Pasaron la noche a la intemperie. Rezando, recordando, dando breves cabezadas. Resolvieron el frío con mantas y el sueño con café. A la par, dos ataúdes. Grandes, pintados de dorado, con inscripciones marcadas a fuego.
Dentro están los cuerpos de dos mujeres. Marizta Nij de Dávila, de 40 años. María Magdalena Zelada Soto, de 72.
Sus familias las velaron desde las cuatro de la tarde del jueves en el parque central de San Juan Alotenango, en Sacatepéquez. Hoy, a las 8 de la mañana del viernes, se preparan para despedirlas. “Dice el pastor que podemos esperar un poco más, si queremos”. “Entonces, a las 10 mejor. Así viene más gente”.
Y vino. En la plaza, unas 300 personas esperan —algunas de pie, otras sentadas en sillas plásticas— para despedirse de Maritza y de María Magdalena. Vecinas y vecinos del pueblo y gente afectada de otras aldeas, que pasó esta semana en los albergues habilitados, llegaron para abrazar a las dos familias.
La nieta de María Magdalena Zelada Soto está al lado de una prima que la escucha, paciente. Mildred Teresa Morales tiene unos ojos profundos, del color de la miel oscura, que miran fijamente y acompañan sus palabras. Su historia cuenta un horror parecido al de muchas otras personas estos días.
Mildred tiene 23 años. Llevaba tres viviendo en la finca de Las Lajas, en Alotenango. Antes residía en la cabecera, con su esposo. Trabajaba día y noche para mantenerlo a él y a su primera hija, Mildred Josefa Morales, que parió con 17 años. “Mire, yo trabajé de cualquier cosa. Lavaba ropa ajena, limpiaba platos, rajaba leña. Trabajé en la caña, trabajé en el monte. Y él nunca hacía nada”.
Un día la paciencia se terminó. Agotada, frustrada y embarazada de un mes de su segunda hija, Jennifer Andrea, Mildred recogió sus cosas, dejó a su marido y se fue a vivir con su abuela.
El domingo 3 de junio estaba en Mazatenango, vendiendo fruta. Su jefa se enteró de la catástrofe y le quitó el teléfono. “Ella no quería que yo me enterara hasta estar segura de lo que había pasado. No quería asustarme”, cuenta.
De regreso a casa el celular no paraba de sonar. Mildred se preocupó, le pidió el teléfono y su madre, Gladys Morales, que vivía en El Rodeo, habló al otro lado. Le contó de la catástrofe, de la ceniza, de la avalancha, de las casas soterradas y de las personas muertas.
— ¿Quién vivía en Las Lajas? —se le consulta a Mildred.
— Mi abuela, mi abuelo, mi hermana, mi hermano, mis dos princesas y yo.
— Sus hijas, ¿están bien? — La pregunta es estúpida, innecesaria. Claro que no lo están. El arrepentimiento llega nada más formularla.
Mildred niega con la cabeza. Sus labios se tuercen, en una mueca. La barbilla tiembla un par de segundos.
— A ellas fueron a las que encontramos el lunes, con mi hermana. Mi hermano y mi abuelo están desaparecidos.
A su abuela, María Magdalena Zelada Soto, la encontraron el miércoles. No pudieron identificarla por las huellas, porque no tenía. Supieron que era ella porque cargaba su celular, las llaves de Mildred, y unos caites que su nieta le había comprado.
A unos pasos, está la otra familia, la de Marizta Nij de Dávila. Lucky Roxana Dávila Nij, está pegada al ataúd de su madre. Tiene 21 años, dos menos que Mildred. Su nombre significa ‘afortunada’ en inglés. Más que por la suerte, por el destino, o porque un dios así lo quiso, a Lucky la salvó de morir el grito de su tío.
Vivían en San Miguel Los Lotes, en Escuintla. El domingo estaban en la calle, “viendo lo del volcán”. Entró un momento en su casa y cuando salió, la masa de cenizas y gases ya bajaba por “el callejón”, la Ruta Nacional 14, que segundos después quedaría comida por un manto de polvo gris. Su tío gritó: “Vamos al monte”. Ella lo siguió, pero su madre decidió correr, carretera abajo, rumbo a El Rodeo. No la volvió a ver hasta el miércoles, cuando la identificaron. “Supieron que era ella por sus huellas. Estaba entera”.
La familia de Maritza quiso enterrarla en Alotenango por estar cerca de Antigua Guatemala, donde vive una hermana suya. También por el cariño al municipio. A pesar de pertenecer a otro departamento, muchas personas de San Miguel Los Lotes sentían más cercanía con Alotenango que con Escuintla. Por proximidad y porque muchos de sus familiares vivían en la zona.
El funeral comienza a las 9, acompañado del ruido fuerte, sordo, de las campanas de la iglesia. Después de varias oraciones, cánticos religiosos y palabras de apoyo, comienza el cortejo. Son dos horas de caminata, de sudor en la frente, pasos lentos por la calle empedrada del pueblo y un par de subidas hasta llegar al cementerio.
Una banda de viento acompaña el proceso. Con cada pausa entre canciones, el silencio. Los hijos de las mujeres abrazan sus fotografías. El llanto es casi inaudible.
Vecinos y vecinas del pueblo hacen turnos para cargar los dos ataúdes. Ocho hombres del Grupo Organizado de Cortejos Fúnebres miden los pasos y organizan a los voluntarios.
Al fondo, de testigo, de observador silencioso, el volcán de Fuego. Esta mañana volvió a dejar a la población de Alotenango mirando al horizonte unos minutos. La expulsión de una nube de polvo, cenizas y gases descendiendo por la ladera captó la atención de la muchedumbre. En El Rodeo, al otro lado de la carretera, algunas personas que permanecían en la zona eran evacuadas en ese momento.
Ahora el volcán descansa, inmenso, con la gran cicatriz marronácea atravesándole el costado. Marca de un fenómeno natural que terminó convirtiéndose en tragedia.
Media hora para un adiós
Escuintla queda ahora a 79.4 kilómetros y casi dos horas de distancia de Alotenango. Antes del domingo a las tres de la tarde, por la Ruta Nacional 14 —hoy bloqueada por la ceniza—, los 27 kilómetros de separaciónsuponían apenas media hora de camino.
A la morgue de Escuintla han llegado estos días los cuerpos de las personas encontradas en San Miguel Los Lotes. Afuera del lugar, la entrega de los cadáveres a cuentagotas desespera a cualquiera.
Hoy, al fin, Pedro Orizabal podrá enterrar a una de sus hijas, Sandra Orizabal, de 37 años. Sale de la morgue subido a la palangana de un picop negro, sucio, oxidado. Una mascarilla le cubre la mitad inferior del rostro. Una gorra azul, la superior. Solo se le ven los ojos, acuosos, de los que no terminan de caer las lágrimas. Asiente con firmeza cuando las personas que aguardan por sus familiares lo despiden.
Alguien detiene el vehículo antes de que salga del lugar. “Espere, don Pedro. Mejor váyase adelante”. Don Pedro se desmorona. “No, yo me quiero ir con mi hija, aquí detrás”, alcanza a decir entre un llanto inconsolable. Su yerno decide acompañarle, para que no vaya solo. El hombre se aferra a la baranda del picop, con miedo a que le obliguen a bajarse de nuevo.
En el camino, suena su teléfono. “Aquí voy con la Sandra, voy al cementerio”, dice antes de colgar. Una toalla de un verde intenso le cuelga de los hombros. Se seca el sudor y las lágrimas con ella. La sujeta con fuerza con la mano que le queda libre, mientras fija la mirada en el ataúd blanco.
Detrás viaja su hija, Olga Yolanda Orizabal, abrazada a su esposo en una motocicleta. Más atrás, en otro picop, el resto del cortejo fúnebre: la otra hija de Pedro, que se muerde los nudillos, y un par de familiares más.
Antes de entrar en un tramo de la autopista, el picop se detiene y Pedro ve a un conocido. “Gabo”, dice, en voz baja, casi como una reacción inmediata. El hombre lo escucha. “¿Qué tal?”, contesta Gabo con una sonrisa, y fija inmediatamente la mirada en la caja blanca. Su rostro se descompone. Vuelve a mirar a Pedro, que ya giró su cara. Son unos segundos de una tristeza absoluta, silenciosa, que revuelve el estómago, antes de que el vehículo arranque de nuevo. Gabo se queda parado y mira cómo Pedro se aleja, sin poder decirle nada más.
El viento golpea con furia el rostro del hombre, sobre la palangana. Le arranca de los ojos las pocas lágrimas que le deben de quedar por soltar. Se sujeta la gorra y se aparta la mascarilla. El volcán de Fuego también es testigo de esta procesión. Observa el trayecto desde el otro lado, con la marca marrón de la tragedia de frente.
Al fin, la familia llega al cementerio general de Escuintla. El lugar lleva enterradas a 12 víctimas de la tragedia. Con Sandra, son 13. Se decidió que no se cobrarían los Q100 a los que traigan aquí a personas fallecidas el domingo.
El vehículo se detiene en un callejón del camposanto, al fondo a la izquierda. El agujero ya está hecho. El de Sandra y unos diez más. Esperan más cuerpos estos días.
El calor es irrespirable. El sol pega con fuerza y calienta la tierra removida, que exhala un olor profundo.
“Estoy enterrando a mi hija la mayor, con un dolor tan grande”, empieza a hablar Pedro. “Vamos a seguir luchando hasta que aparezcan los 18 que nos faltan”. Su voz se escucha alta, en el silencio del cementerio. El discurso, breve, brevísimo, da escalofríos.
Unos hombres enrollan el ataúd con una cuerda. La caja blanca desaparece en el agujero con un sonido húmedo. Cae encima del agua de la lluvia, que regó las tumbas esta noche. La tierra la cubre con rapidez, en menos de un minuto. En este instante, Pedro recoge dos palos de un montículo y arma una cruz, atada con una cuerda azul. La clava con firmeza a los pies de la sepultura.
Olga llora abrazada a su esposo. “Tenga paciencia mija, que todavía le quedan dos hermanas”. La familia que sobrevivió, lo logró porque al igual que la de Maritza Nij, se echó al monte en medio de la avalancha.
“Gracias por venir”, dice Pedro a los presentes. “Ahí van saliendo porque aquí se pone peligroso”, advierte alguien.
En media hora, Sandra fue entregada a su familia y enterrada en el cementerio general. Ahora descansa al lado de la tumba de su marido, que también falleció el domingo.
La fe como consuelo
“No queríamos que pasara, pero la voluntad de Dios es así”. Con estas palabras, pronunciadas enfrente de la tumba de su hija Sandra, Pedro Orizabal daba por terminado el entierro.
Las personas afectadas en esta catástrofe consiguen encontrar algún tipo de consuelo por dos vías. La primera, la cosmovisión maya, que ayuda a asimilar la tragedia. Los volcanes, montañas y cerros son lugares sagrados en Guatemala. Se les respeta y se les entiende.
La segunda, la religión. “Dios así lo quiso”. “Estaba en su plan”. “Si pasó, fue porque él tiene grandes planes para nosotros”. “Si seguimos creyendo en su palabra, nada malo nos pasará, saldremos adelante”. Las frases se repiten en todas las conversaciones. Con personas sobrevivientes. Evacuadas. Con aquellas que perdieron a cinco, diez, 20, 40 miembros de su familia. Con hombres y mujeres que se quedaron solos.
En el parque central de Alotenango un pastor evangélico despide a las dos mujeres que están dentro de los ataúdes color dorado. Con cada pausa que el hombre hace para tomar aire, los sollozos de los familiares anegan el ambiente.
“Los que viven saben que han de morir”. “El que cree en mí, aunque esté muerto vivirá”. “Tenían a sus familias en el camino adecuado”. “El que no esté preparado, prepárese”. El discurso del pastor crece en intensidad. Levanta la mano que no sujeta el micrófono, toma más aire, comienza a gritar. El badajo golpea con fuerza las campanas de la iglesia. Llena de dramatismo el instante.
Entre las personas asistentes se forma un murmullo continuo de oraciones. Cada una con una frase, una petición, una súplica, un lamento, un llanto, un “aleluya”, un “amén”. Mezclado, incomprensible, caótico.
El mismo bisbiseo sin orden que se escucha también en el cementerio de Escuintla, durante el entierro de Sandra Orizabal. Con menos presentes, las plegarias son más reconocibles. “Escúchanos, señor”. “Bendice a esta familia”, “Dale fuerzas en su dolor Dios, padre misericordioso”.
Dos horas después, en el cementerio general, las hijas de María Magdalena y de Maritza, se rompen. La primera, se desmaya. La segunda logra sentarse en una banca. Quienes se acercan, les comparten palabras de ánimo. “Dios te bendiga”, “Dios está contigo”, “Hay que tener fe”.
Cuando el entierro finaliza, en el parque frente a la municipalidad, sentados en las sillas plásticas donde las personas oraban frente a las dos mujeres, hay ahora decenas de niños. Suena música, se oyen risas infantiles. Un payaso los divierte, con los mismos chistes que entretienen a los pequeños que pasan horas en los albergues.
A las dos de la tarde velarán el siguiente cadáver.
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