En la madrugada del 23 marzo del 1982, mientras las tropas del general Efraín Ríos Montt tomaban el Palacio Nacional, una patrulla de soldados proveniente del destacamento militar de la finca La Perla, Chajul, rodeaba las casas de los mozos de la cercana finca Estrella Polar.
Los militares reunieron a toda la población frente a la alcaldía auxiliar, separaron a los hombres de las mujeres y los niños y concentraron el primer grupo en la iglesia católica y el segundo en tres casas aledañas.
A las detenidas de nada les sirvió explicar que no conocían guerrilleros y que no solían dar de comer a extraños. Las acusaciones de colaborar con los rebeldes generaron el mismo pánico que provocó el ruido de los disparos en la iglesia. Antes del atardecer, 96 hombres entre adolescentes, adultos y ancianos fueron aniquilados a balazos.
La matanza de Estrella Polar es una de las 13 masacres que azotaron el área de Chajul durante aquel año de terror, según la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) en total hubo un saldo de 700 víctimas entre la población civil. Sólo seis días después, en la colindante finca Covadonga, otra carnicería llegó a rematar el clima de terror y barbarie de la táctica de tierra arrasada impulsada por el recién autoproclamado jefe de Estado.
Casi 20 años después, tres mujeres testigas de aquella tragedia pusieron la denuncia en el Ministerio Público, para iniciar el proceso de exhumación de las víctimas de la masacre.
Una de ellas, Eulalia Juan, tenía 25 años cuando los militares mataron a sus tres hermanos. Cuenta que cada vez que se acercaba a la fosa grande donde habían sepultado la mayoría de los cadáveres volvía a vivir el susto de aquel día porque el terreno pantanoso solía hundirse durante la época de lluvia intensa y a veces devolvía huesos a la superficie.
Los mismos trabajos de exhumación tuvieron que detenerse durante todo un invierno, en el 2005, por la imposibilidad de proceder con la recuperación de los restos que, mientras tanto, siguieron hundiéndose en un macabro revoltijo.
Como si las difíciles condiciones geológicas no fueran suficientes para desanimar a las mujeres en su afán por rescatar a sus familiares, el Programa Nacional de Resarcimiento hizo lo suyo para atrasar el proceso de devolución de los restos hasta los límites de la vergüenza: la repetida cancelación de fechas fijadas para el día de las inhumaciones duró años como un ritual grotesco y frustró tanto a la comunidad que sus autoridades renunciaron a dialogar con el Estado, negando al PNR la autorización para construir los nichos en el cementerio de la aldea.
Acostumbradas a no darse por vencidas, las mujeres no perdieron la esperanza y Eulalia propuso que la construcción se hiciera en el patio de su casa.
Finalmente, el 28 de marzo del presente año, todo estaba listo para celebrar la entrega de las osamentas a sus familiares.
En el salón municipal de Nebaj, cerca de la entrada, se contaban por un lado 20 ataúdes con los restos de las víctimas identificas; y al fondo del salón, 61 cajas de madera, con las osamentas de los no identificados. Este espacio en el que se celebran campeonatos deportivos, convivios, reuniones y asambleas municipales, ahora estaba lleno de ataúdes.
La presencia de tanta muerte chocaba con la ausencia de los vivos: desde el día anterior, cuando las cajas de madera llegaron para que los antropólogos forenses recompusieran los restos de los fallecidos, el salón municipal fue visitado solamente por curiosos porque no fue posible encontrar dinero suficiente para que los familiares de las víctimas viajaran a Nebaj para recibir a sus muertos.
La contradicción fue más evidente cuando, el día siguiente, desde el municipio partió un nutrido cortejo de pickups y camionetas último modelos en dirección a Estrella Polar, acompañando al camión que llevaba los 81 ataúdes. Al contrario de lo que sucede en casos considerados de menor relevancia, todo el personal de las instituciones y organizaciones relacionadas con derechos humanos y con víctimas del conflicto quiso presenciar la anhelada entrega de las osamentas.
Las mujeres de la comunidad no esperaron la llegada de sus seres queridos con los brazos cruzados: las gigantescas ollas borboteaban desde la madrugada y los molinos de nixtamal molieron mucho más maíz del de rutina. Adornos de papel y flores ya estaban listos para recibir a los difuntos.
La mayoría de los ataúdes se amontonó en el patio de la casa de doña Eulalia, para ser colocados, al día siguiente, en los nichos. Algunas cajas fueron enterradas en nichos individuales en el cementerio de la comunidad. Otras cajas fueron trasladadas a casas particulares.
Los representantes de las instituciones y acompañantes, terminado el protocolo oficial, no tardaron en marcharse al atardecer. Al final quedaban las víctimas y sus familiares, también víctimas.
Fue cuando se quedaron solos, cuando se recompuso el sentido de dignidad de una comunidad entera: más allá de las polémicas por la negación de justicia y de las disputas por las medidas de reparación de parte del Estado, un sentimiento de reconciliación familiar, íntima y profunda, acompañó el velorio por la noche; desde la ceremonia maya con quema de pom e incienso, hasta el ruidoso culto evangélico. Al fin, aquellas mujeres despojadas de sus seres más queridos desde hacía 33 años, estaban tranquilas, volvían a juntarse con ellos, los despedían como se debe.