Afortunadamente, América Latina tiene el orgullo de poder abastecerse únicamente con sus propias fábricas de ídolos y paradigmas, y aprovisionar además un mercado de exportación de los mismos a la calle árabe o el campo africano. Cuba ha sido claramente el máximo exponente: en las palabras del autor argentino César Aira, la isla caribeña tiene el “poder de representación” más grande del continente, y tal vez del mundo, si hablamos en términos del índice de producción de utopías sociales per cápita.
La derecha latinoamericana, sin embargo, queda cerca en la lista de los grandes productores de futuros esplendorosos. Recientemente, hemos visto la proyección mundial del nuevo presidente de Chile, ofreciendo un nuevo y estimulante cóctel de responsabilidad social e inversión extranjera. Pero por las tierras de América Central, y también por importantes partes de la curva andina de cultivos ilícitos, hay un modelo que actualmente supera a todos la competencia.
El nombre es Uribe. Aunque el ex presidente colombiano se esfuerza en construir una imagen de hombre trabajador, campechano, hay que reconocer que el diseño y refinamiento de su construcción política son extraordinarios. Aquí tenemos un hombre de derecha dura, con gran vocación militar, formado en la tierra de Pablo Escobar de los años 80 del siglo pasado —con todo lo que significa con respeto a los vínculos con paramilitarismo y el narcotráfico— que al mismo tiempo se expone en radio o Twitter con el humor malvado de un joven viciado: me encantó el veneno con que él recibió los primeros intentos de su hermano odiado Hugo Chávez. “Con dos tweets ya se cree todo un experto”.
Este encanto viene en gran parte de su falta de pudor ideológico, un fenómeno que se encuentra pocas veces en Europa o EE. UU., donde la derecha tiende a vestirse de bebés, flores y gente de todos colores y edades mientras aplica sus recortes presupuestarios. Me dijo una vez un gran experto en criminalidad en Colombia que era un presidente del siglo XIX, al igual que su país. A pesar de sus defectos, cumplía honestamente con lo esencial: proyectaba por fuerza, a través de enormes territorios gobernados por poderes fácticos, la presencia de un Estado nacional.
Innegablemente, sus políticas han tenido múltiples y muy complejos matices: bajo su reino introdujo un impuesto especial a los ricos y programas de seguridad pública, al mismo tiempo que absorbió US$6.1 miles de millones de Washington (75 por ciento dedicado a Policía y militares) para la lucha contrainsurgente y antinarcótica. Empoderó a la izquierda moderada mientras que desoyó y excluyó del debate público a los grupos de derechos humanos, o grandes periodistas de las bases sociales y rurales, como Hollman Morris.
Desorientó a sus enemigos, jugando con la sempiterna tendencia de los colombianos más poderosos de verse como víctimas de grandes injusticias. Víctimas, por ejemplo, del régimen internacional con las drogas, al mismo tiempo que los grandes estancieros nutrieron, desplegaron y finalmente abandonaron una fuerza paramilitar dedicada al tráfico de cocaína. O víctimas del marxismo revolucionario, al mismo tiempo que se tolera una concentración lamentable de tierra y un éxodo forzado de cinco millones de personas de sus propiedades.
Sin embargo, ahora miramos a la propagación por Guatemala del faro colombiano. Contemplamos a Hillary Clinton elogiando a Colombia como pionero en la batalla contra el narco —supuestamente 20 años más avanzado que México en estos temas— y a instituciones como el Banco Mundial dando el país como ejemplo de superación de sus fragilidades.
Obviamente, Colombia ha pasado por pruebas de fuego, incluyendo a casi todos las posibles embestidas guerrilleras, criminales y de corrupción política que América Latina ha podido inventar. Sus instituciones de justicia y seguridad, por lo tanto, están repletas de personas de enorme experiencia y coraje, que merecen compartir su conocimiento con otros países. Pero el reconocimiento del valor de los veteranos de las guerras de Colombia no se traduce necesariamente en una aceptación de los valores de esas guerras.
Después de todo, las políticas de Seguridad Democrática fueron fruto de una realidad excepcional. Su espíritu era la extensión del Estado por todo su territorio, una misión noble que envidian los políticos guatemaltecos, pero sus herramientas eran los legados de poder colombiano: fuerza militar, reciclaje de criminales, y muchos abusos. Al final, es difícil decir definitivamente si Uribe ofrece una visión utópica del futuro, una adaptación a una agria realidad, o, como decía el teórico social David Harvey, una política del siglo XXI hecha para que los ricos puedan vivir en paz: “neoliberalismo armado”.
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