Al principio, hace unos 20 meses, ese era un momento que usaba para imaginar las grandes cosas que haría, cómo forjaría su legado y cómo su nombre sería recordado por generaciones futuras, como sucede con las dos figuras más icónicas que le enseñaron en el colegio, en el curso de Estudios Sociales: Justo Rufino Barrios, el reformador que modernizó el país con el telégrafo y el Ejército, y Jorge Ubico, el gobernante que impuso orden y cuyos edificios aún siguen en pie, como ejemplo de excelente administración. Ahora él tenía la oportunidad de inscribir su nombre en la posteridad. ¿Cuál sería su legado? ¿Qué papel le había asignado Dios en su misión?
Hace 17 meses, ese momento de soledad en la ducha dejó de ser el momento de soñar y pasó a ser el único instante en el que empezó a cuestionarse por qué las cosas no salían como él quería. Consideraba que la gente que lo rodeaba era buena y eficiente y, lo más importante, sabía lo que debía hacer: dirigir al pueblo con los valores patrióticos y religiosos que aprendió de niño. Los grandes problemas de salud y educación podían arreglarse con la caridad de la gente más pudiente, y los olvidados de la sociedad debían dejar de lado sus exigencias y realidades y apostarle a la patria con mucho optimismo y mucha fe. Pero allí estaba el detalle, pensaba: que ese pueblo al que él quería mejorar no se estaba dejando ayudar. Solo los más ricos, los que él pensaba que eran los únicos que generaban empleo, eran quienes atendían su llamado y comprendían sus sueños.
Hace 14 meses, sus ideas bajo la ducha dejaron de ser reconfortantes y pasaron a ser lamentaciones. Allí, en la soledad bajo la regadera, era el único instante en el que encontraba la paz de no tener que fingir la seguridad y el aplomo con los que debía actuar el resto del día. Ahora, en vez de sueños y cuestionamientos, lo que lo embargaba era la frustración de que nada le salía bien. La gente que lo rodeaba, aunque se esforzaba, siempre tenía un pretexto para justificar la falta de resultados. Para algunos era la Ley de Compras y Contrataciones, que no les permitía trabajar. Para otros era el temor a una cacería de brujas de parte del MP y la Cicig. Solo había una institución que no le fallaba, la que levantó Guatemala tras el terremoto del 76, la que defendió a la patria de la amenaza comunista, la que lo protege las 24 horas identificando a sus enemigos y desarrollando estrategias para combatirlos y, lo más importante, la única que entiende su necesidad de construir el legado: el soberano Ejército de Guatemala. Y allí está en la ducha y piensa en lo mucho que lo atacan: la prensa cuestionando sus planteamientos, el MP persiguiendo a su familia, la gente de izquierda burlándose de él y tratándolo de estúpido. ¡Carajo! Tan parecido a los ataques de los que son víctimas los militares: una prensa que los acusa de corruptos y a sus generales de ser miembros del crimen organizado, un MP que los acusa de genocidio y delitos contra la humanidad cuando lo único que hicieron fue defender a la patria, y una izquierda —la misma que se burla de él— que siempre ha considerado a los militares tontos, sin razón, cuya única capacidad es la de matar. Y así llega a la conclusión de que, si quiere crear un legado, la única forma de lograrlo es por medio del Ejército. En este se va apoyar, porque el Ejército es él y él es el Ejército.
Tan solo nueve meses atrás, ese momento de soledad en la ducha pasó a convertirse en el único instante en el que su frustración podía manifestarse libremente. Ahora una sola idea rondaba su cabeza: él, que pensaba que era un gran líder (sus allegados se lo confirmaban cada día y, más importante, su Ejército se lo demostraba en cada oportunidad que tenía), no era reconocido por el resto de la sociedad como el salvador de esta nación. ¿Por qué la gente se niega a mejorar? ¿Por qué se oponen a la única posibilidad de desarrollo? ¿Por qué nada de lo que hace cambia en algo la historia para poder ser recordado como Barrios o Ubico? Y aquel hombre, en su soledad bajo la regadera, llora, llora cual niño que ha perdido su juguete favorito. Es ese el único instante en el que puede sentir la impotencia y llorar por ello para luego salir de la ducha y proceder a interpretar de nuevo el personaje del hombre que todo lo sabe y que dirige el destino de todos y cada uno de los guatemaltecos.
Desde hace cuatro meses, el momento en la ducha le sirve para descubrir un temor que pensó que jamás tendría. Ya no se trata de su legado. Ahora se trata de que, si su nombre llegase a aparecer en la historia, será como el de un pésimo presidente, de alguien que dejo al país patas arriba y que fue incapaz de administrarlo a pesar de estar llamado a ser el hombre que sería recordado como el refundador de la nueva patria, el padre de la nación. ¿Qué hacer? Y allí recurrió de nuevo a lo aprendido en el instituto, a la historia que aprendió de niño y que mantuvo como parte del sentido común de la sociedad urbana guatemalteca: se apoyó en los únicos que crean riqueza —según le enseñaron— y en los únicos que son capaces de dar la vida por Guatemala —aunque más bien han demostrado ser capaces de quitarla por una de las Guatemalas, no la de todos—, el Ejército de Guatemala. Solo los grandes empresarios y el Ejército lo podían proteger de que su nombre fuese olvidado. En ellos debía apoyarse. Al fin de cuentas, pensaba, Dios tenía una misión para él. Todo tenía que salir bien, y por ello se rodeaba de gente de bien. Todos aquellos que se le oponían seguramente eran el demonio mismo, el mal, los obstáculos de Satanás para no cumplir el designio divino.
Hace apenas unas semanas, el momento en la ducha fue distinto a todos los demás. Esa vez no pensó, no cuestionó, no soñó. Simplemente esa vez tomó la ducha con la finalidad única de asearse. Ese era un día importante. Iba a tomar una decisión trascendental y definitiva: si Cristo se sacrificó por nosotros, él haría lo mismo. Él se sacrificaría por su país, por su familia y, lo más importante, por su legado. Claro, ese legado ahora sí sería insuperable, el de un gran líder que se sacrifica por su pueblo. Y cual oveja se dirige conscientemente al matadero. Sabe que está en lo correcto. Sabe que en el futuro se hablarán grandes cosas de él. Tiene la certeza porque quienes lo rodean, los grandes empresarios (aquellos que para él son los únicos que crean riqueza) y los altos mandos militares, se lo han dicho y lo apoyan. Y así termina la ducha, se viste y lo anuncia con orgullo, el mismo orgullo que tuvo el primer día que juró para el puesto que hoy desempeña, solo que esta vez ese orgullo no iba acompañado de ilusión. Esta vez su orgullo iba acompañado de ira. Se sacrificó, dio el salto por su pueblo, pero fue más por su ego. Y dicho salto no fue más que profundizar lo que ya está demostrado en la historia de este país: privilegiar más a los privilegiados y retornar el pleno poder a los militares. El gran líder saltó, pero nunca se dio cuenta de que saltó hacia atrás y de que su salto fue un sacrificio, pero no para su dios por su pueblo, sino para los grandes empresarios, la cúpula militar y sus intereses en común.
Hoy el hombre toma una nueva ducha. Físicamente, se parece al mismo que hace 20 meses pensaba en su legado, pero algo ha cambiado: hoy, aquel que siente el agua tibia caer sobre su rostro es el actor. El ser humano que estaba detrás del personaje finalmente desapareció. Ahora tomar la ducha también forma parte de su interpretación, y su papel es el de una marioneta solitaria que cree que su titiritero es Dios y cuya eterna lucha es llegar al final de la función para escuchar por un momento el aplauso de los espectadores y satisfacer su ego por un breve instante.
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