La infancia
Un día, mi mamá se acercó a la ventana del carro donde yo veía pasar a la gente de la ciudad mientras esperaba a que ella terminara de hacer sus compras y anunció que me traía un regalo, y de sus paquetes salió un ejemplar del Quijote, de Cervantes. Recuerdo su sonrisa esperando mi reacción. El rito de abrir un libro como gesto de celebración acababa de instalarse. Meses después fue la alegría de mi papá para mi cumpleaños cuando llegó con la edición de un diccionario enciclopédico, nos vimos y luego nos reímos en un ademán cómplice. «Un diccionario es el universo por orden alfabético, el libro por excelencia. Todos los demás están allí. Solo hay que sacarlos», decía el escritor francés Anatole France. Probablemente ninguno de mis padres lo sabía, pero con esos regalos ambos me estaban abriendo las puertas a un mundo de viajes aún hoy interminable. Con el tiempo aprendí que un libro vale mucho más que lo que cuesta, y mis primeras lecturas pronto se convirtieron en motivo de júbilo. Siempre fui un niño medio raro, que aprendió a leer de forma prematura y con una curiosidad enfermiza, que fingía estar dormido para poder escuchar las historias que se contaban los adultos y transformarlas a mi manera más tarde en los cuadernos del colegio. Guatemala era un país donde la dictadura desconfiaba más que nunca del pensamiento y obviamente de los libros. Un territorio donde todo o casi todo se decía en voz baja, y en los murmullos yo solo encontraba incomodidad. El mundo no me convenía tal cual cuando llegué a la adolescencia, pero supe que gracias a los libros podría escapar y que estos se estaban convirtiendo en mi propia agencia imaginaria de viajes. Podemos sobrevivir a la falta de alimentos muchas veces, pero no a la falta de historias. Los grandes pensadores y la ciencia concuerdan en esto. Todos las necesitamos para comprender el mundo y muy seguido para olvidarnos del mundo como es. Sin saberlo, la lectura y más tarde la escritura se convertirían en actos de resistencia y esperanza, aunque en ese momento yo ignoraba que aquellos primeros libros iban a quedarse empaquetados junto a otros recuerdos de niñez que no pudieron tomar el avión conmigo cuando tuve que partir.
[frasepzp1]
París
En París, lectura y escritura llegaron a ser de inmediato una necesidad casi obsesiva contra la distancia. Leía incontables horas y escribía toda clase de anécdotas, relatos, bosquejos de cuentos, malos poemas y hasta falsas cartas de personajes célebres. A los pocos meses de aterrizar en Francia conocí a Blanca Mora y Araujo, la viuda de Miguel Ángel Asturias, una mujer ya anciana y muy sola, pero de increíble energía y eterna juventud en la mirada. Y entre ambos nació un cariño muy grande hasta el día en que repentinamente se mudó de la capital francesa y más tarde me enteré de que había fallecido en un pueblo de Palma de Mallorca. En París escribimos juntos buena parte de sus memorias durante los largos meses de otoño y de invierno, y curiosamente pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que lo que ella me dictaba yo lo escribía en la máquina del mismo Asturias, de la que corría el rumor que no había dejado a nadie tocarla hasta entonces. Doña Blanca, que siempre me pidió llamarla por su nombre, me contó sus viajes por el mundo y me hizo descubrir la literatura del nobel libro por libro, a menudo con lujos suplementarios, como contarme lo que lo había inspirado, lo que le comentaba, los consejos que ella le daba. Y en aquellas largas charlas muchas veces me confesó hasta el nombre verdadero de los personajes escondidos en sus obras. Todo empezó a ser posible también en mi imaginación, ya que de su departamento en la plaza Saint Ferdinand yo salía soñando. Ella nunca me dejaba ir sin recitarme la poesía de Miguel Ángel, como lo llamaba, pero tampoco sin darme nuevas listas de lecturas, lo cual aumentó mi deseo por devorar libros y más libros en las bibliotecas y por gastarme buena parte de mi beca en adquirir otros. Un día, Carolina, la joven estudiante guatemalteca que compartía conmigo la vida, me regaló una máquina de escribir portátil y me dijo «sentate a escribir también», y me puse a hacerlo motivado por aprender a escribir cartas de amor. Decía Paracelso, el célebre alquimista, que, «mientras más grande es el conocimiento, más grande es el amor; y mientras más grande es el amor, más queremos saber». Después de muchos años hoy me resulta indudable que los libros fueron los responsables de que un día yo decidiera quedarme a vivir en Francia, ya que mi biblioteca resultaba demasiado grande y acogedora como para mudarme a otro lado con ella. Nunca en mi vida he podido deshacerme de ningún libro. Prefiero regalar libros antes que prestarlos. Cuando me preguntan dónde vivo, tengo tendencia a describir una cueva de historias con múltiples posibilidades y salidas y a decir que, de tanto querer a mis libros, he terminado creyendo que los libros también me aman, acaso porque el amor y la literatura coinciden en la búsqueda apasionada de la comunicación, o porque los libros nos van tallando el alma, y porque, cuando tarde o temprano nos volvemos escritores, pretendemos como mínimo dejar también huellas. Ignoro la cifra exacta de libros que he leído hasta hoy, porque leo incluso caminando, y hace muchos años que decidí no manejar nunca un carro para aprovechar el tiempo de transporte público en el metro parisino o en los trenes en lecturas. Además de la música, he pasado buena parte de mi vida solo leyendo y escribiendo con la ilusión de que, al actuar así, esta será más larga. A diario me repito que lo esencial de mi paso por el mundo es leer mucho, lo que sea, lo que tenga ganas de leer, lo que sirve y lo que no, porque tarde o temprano siempre se cosecha de lo bueno y hasta de lo aparentemente inútil. Hace algunos años ya que mi primer relato salió publicado en una antología de escritores latinoamericanos en Europa y de mi primer libro de cuentos, Secretos de café con fin, un año después. No me lo esperaba, pero las dos publicaciones tuvieron críticas positivas, y las buenas críticas es lo peor que le puede suceder a un aprendiz en este oficio porque en ese momento yo estaba muy lejos de entender que un escritor debe convertirse poco a poco en especialista de su propia oscuridad, de sus abismos, en un náufrago de las noches, y que para escribir bien era necesario darle la espalda a la sociedad con sus horarios de nueve a cinco, porque, contrariamente a la lectura que solo es un placer, la escritura es vivir al acecho de la frase exacta día y noche, con una curiosidad sin límites y sin temor a lo que vamos a encontrar en el camino, porque nada es peor que la autocensura y porque escribir implica una parte de renuncia completa de uno mismo. «No se puede escribir nada con indiferencia», decía Simone de Beauvoir.
[frasepzp2]
Podría extenderme mucho sobre lo que los libros han significado para mí, pero solo diré que estos me han llenado y me han salvado por completo junto con la música y la fotografía: tres disciplinas en mi caso indisociables porque desembocan de igual forma en esa necesidad irracional que tenemos algunos seres de querer contar historias como sea.
Podría extenderme tanto como Scheherezade en las mil y una noches con la ilusión de no morir, pero concluyo invitándolos a que vengan el jueves 19 de julio, a las 19:oo, a la Filgua y a que nos acompañen en la presentación de mi libro más reciente, Coreografía del desencanto, premio BAM de letras 2018, el hoy esfumado certamen literario, donde tendremos la ocasión de hablar un poco de literatura y de los 20 cuentos transatlánticos que tienen por escenario París, Barcelona y Guatemala. Los invito a que descubran esas voces de personajes marginales intentando saldar cuentas con lo perdido, de aves enamoradas, de cartas de amor que son como anzuelos, de interrogantes del sexo cuando el amor se apaga y desborda en tentativas y adioses, de teléfonos celulares que comunican por sí solos hasta cambiar el destino de sus dueños. Historias de hallazgos repentinos, porque un libro, parafraseando a Paul Auster, es el único sitio donde dos desconocidos pueden encontrarse tarde o temprano: el autor y el lector. Están cordialmente invitados.
Más de este autor