«Ante ciertos libros uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin libros y personas se encuentran» (André Gide).
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Es triste ver manos vacías. La obsesión con el tiempo perdido. Es triste ver cómo pasan las horas y no tener palabras para llenarlo. Una sala de espera, un bus, una solitaria media hora de almuerzo o la horrible cola de un banco. Todas esas cosas que son peso muerto en nuestra vida. Nos ocupan asuntos profanos en actividades mediocres. Rumiar frente a una pantalla que se mantiene encendida frente a un cerebro apagado. No hay concentración, solo un llenarse de imágenes que desalojan nuestra imaginación. Tantas manos vacías que no abrirán un libro por la mitad, que no correrán un separador, que no tomarán un lapicero para subrayar nada. Tirar de esa forma la vida.
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Los niños corren hacia los libros con más colores. Abren y de pronto resaltan formas e imágenes. Todos los libros deberían verse así de dulces y apetecibles. No hay tratados ecuánimes de alta cultura. Son dibujos, párrafos de la belleza más grande que existe: la sencillez. Un niño, una niña es un lector humilde y sincero. Lee y de inmediato quiere contarnos su experiencia. No se desprende de aquello que le gusta y lo abre y lo abre y lo abre sin que parezca aburrirse. Extraño mis primeras lecturas: Dr. Seuss, Un capitán de 15 años, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde —editado por Bruguera— y El último mohicano. Años setenta y ochenta. Posteriormente llegó la democracia de televisión y me perdí. La era dorada cuando mi madre me llevaba a la feria del libro que montaban en la plaza central y por unos cuantos billetes me llenaba de tesoros. La vida feliz de un niño ensimismado que hacía dibujos y origamis o que construía pequeñas ciudades con chunches viejos: bulbos fundidos de aparatos eléctricos, alambres y motorcitos extraídos de algún juguete.
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Libros para mí: Demian, de Hermann Hesse; El extranjero, de Albert Camus; La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar; La Oveja Negra y demás fábulas, de Augusto Monterroso; Oliver Twist, de Charles Dickens; Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe; El principito, de Antoine de Saint-Exupéry… Mi gratitud eterna porque hicieron el balance entre lo que me obligaban a leer en el colegio y la literatura más cercana a mi vida, tanto que me empujaron a escribirla. Los tomos gruesos y lo libros más profundos estaban una habitación más adelante. Estas novelas y cuentos fueron el mostrador, la recepción de una inmensa biblioteca. Durante las décadas de los setenta y de los ochenta no existía más literatura juvenil que esa, la que adaptaba con diseños animados los grandes long sellers. Fue una o dos décadas después cuando aparecieron las novelas escritas para ser éxitos de taquilla. Así llevé a mi hijo a ver los estrenos de la saga de Harry Potter, mi pequeño siempre cargando su librote en la mano y corrigiendo las omisiones que hacían en la película. Nunca me opuse a que leyera tales libros ni a que viera las películas. Por algún motivo, el mundo lector iba cambiando. Tocaba adaptarme.
[frasepzp1]
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Los libros de motivación nunca me despertaron curiosidad. He pasado algunas páginas de Osho sin que me disgusten, pero no compraría algo así. Admiro a Wayne Dyer, a Erich Fromm y a Viktor Frankl. Son grandes conocedores del dolor humano y pueden ser una sabia compañía para el luto y la tristeza. Respecto a los gurús posmo capitalistas, nada puedo decir. Su casposa simplificación de la condición humana me da urticaria. Pero, como en todo, algo se puede sustraer de verdad en cada cosa que encontramos. Mi consejo es dejar a estos plagiarios de la sabiduría antigua y volver a los libros sagrados: el Tao Te King, Bhagavad-Gītā, la Biblia, el Corán, el libro tibetano de los muertos… Nada puede decirse mejor que aquello que se dijo hace miles de años y que aún —a pesar de las religiones y de la traducción manipulada o pésima que hacen de lo sagrado— sobreviven.
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Cada año espero la Feria Internacional del Libro en Guatemala porque es el esfuerzo de amigos y cómplices. El amor que se pone para llenar un salón o para colocar un stand es algo que señala esperanza. Nunca salgo con las manos vacías. Siempre hay un abrazo, un viejo amigo, una fiesta o la invitación para que comente la obra de un escritor emergente o reconocido. Quisiera que este país fuera más parecido a esta feria y menos parecido a lo que se lee cada día en los periódicos. Cabe celebrar la lectura, sin discriminar a ningún lector bajo ningún juicio, porque una nueva sociedad solo se construye leyendo, pensando y argumentando. Puedo decir sin temor a equivocarme que lo mejor del presente y del futuro de nuestra sociedad lo veremos deambular entre los pasillos y en cada uno de los estantes de este entrañable evento: Filgua 2018.
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