Un niño de 14 años que estaría ahora acercándose al medio siglo. Imposible verlo adulto y pensar su madurez. Su rostro de niño, el niño que sonríe en la foto. El niño que grita cuando los hombres de la muerte lo arrastran y lo arrebatan de los brazos de su madre. El niño que fue arrancado del corazón de la familia que no ha dejado de recordarlo ni de buscarlo ni de reclamar justicia por la injusticia.
Marco Antonio Molina Theissen, el niño que es ese trozo de vida inocente con cuyo cuerpo se ensañó la maldad hecha uniforme. Cuánta crueldad ha de crecer en el alma de un hombre para que se ensañe contra un niño. Cuánta brutalidad tiene que anidar en una persona para no atender las súplicas y el llanto de una madre a la que despojan de su retoño.
La perversión y el sadismo cerraron filas en las conciencias de los generales que planificaron y dirigieron la despiadada actuación militar que se llamó desaparición forzada. Esa operación contrainsurgente que empieza con la identificación de la víctima, la vigilancia y luego la captura para, una vez en cautiverio, negar su retención por fuerzas del Estado y mantener esa mentira a lo largo de los meses, los años y las décadas.
En esa estrategia, el Ejército de Guatemala fue magistral con respecto a sus colegas de América Latina, quienes también cometieron la misma atrocidad. Aquí, durante los años del conflicto armado interno, más de 45 000 personas fueron detenidas y desaparecidas. De ellas, según investigaciones independientes, al menos 5 000 eran niñas y niños. Marco Antonio es uno de esos niños. La suya es una de las familias que guarda un espacio vacío en la mesa, que tiene clavado un puñal de dolor eterno en el alma ante la ausencia, ante la incertidumbre de su paradero, ante la angustia de imaginar qué pudo haber sufrido a manos de sus verdugos.
Hombres que se formaron en las filas castrenses y fueron seleccionados por los servicios de inteligencia militar. Hombres que se educaron en la academia en cuya entrada se lee: «Aquí se forman los hijos predilectos del honor, el deber y la gloria». ¿Cuánto honor y cuánta gloria puede haber en las manos de un hombre que secuestra, desaparece y tortura a un niño? ¿Acaso es deber del Ejército la desaparición de personas, de niñas y niños? No. No es su deber y no hay un gramo de honor ni de gloria en esa atrocidad.
Ahora que se aproxima un aniversario más del secuestro de Marco Antonio por parte de un Ejército que previamente había retenido a su hermana, es menester reiterar los nombres de los responsables de este crimen. La zona militar de Quetzaltenango, donde fue capturada la hermana de Marco Antonio, estaba a cargo del coronel Francisco Luis Gordillo Martínez (golpista en marzo de 1982). El servicio de inteligencia militar, en ese entonces conocido como G2, estaba a cargo de Manuel Antonio Callejas y Callejas, fundador de la Cofradía. La jefatura del Estado Mayor General del Ejército (hoy Estado Mayor de la Defensa Nacional) estaba en manos de Benedicto Lucas García, en tanto que la posición de ministro de la Defensa la ocupaba Ángel Aníbal Guevara Rodríguez. La dirección de la Policía Nacional estaba a cargo de Germán Chupina Barahona.
Todos esos nombres, todos esos hombres asociados al terror, la cobardía y la barbarie. Todos ellos tienen responsabilidad en ese crimen de lesa humanidad. Sus nombres deberán ser grabados con tinta imborrable en las páginas del horror y la vergüenza eterna.
En cambio, la sonrisa y la mirada del niño de la memoria, de Marco Antonio, deben ser rescatadas mediante la justicia para él, su familia y la sociedad. Porque Marco Antonio les hace falta a su madre y su familia y nos hace falta a todas y todos.
Más de este autor