En Guatemala esto es entendible. Después de 36 años de conflicto armado interno, guardar nuestra voz era lo más inteligente que podíamos hacer. Pero el problema es que llevamos casi la misma cantidad de años en la era democrática y el silencio sigue siendo nuestra costumbre. Hemos oído múltiples veces la frase del doctor Martin Luther King cuando, reflexionando sobre el movimiento de derechos civiles, expresaba: «Al final recordaremos no las palabras de nuestros enemigos, sino el silencio de nuestros amigos». Para algunos esto podrá resultar muy cliché. Y, en cierta medida, yo también me sumo a ese grupo. Pero la frase cobra más valor cuando entendemos que esto no solo es parte de un discurso, sino también tiene un respaldo científico y teórico.
La filósofa Hannah Arendt lo explicaba ya por los años 60 cuando escribió sobre el caso de Adolf Eichmann y afirmó que «únicamente la pura y simple irreflexión [...] fue lo que predispuso [a Eichmann] a convertirse en el mayor criminal de su tiempo». A esto Arendt agregaría luego que el Holocausto no podría haber sucedido sin la participación de millones de personas que no eran nazis convertidos. Para muchos alemanes de esa época, el silencio se convirtió en el refugio y en ese espacio cómodo en que podían alejarse del resultado final de las inhumanas acciones que se estaban cometiendo. El respaldo científico se lo daría después Stanley Milgram, quien —unos cuantos meses después de la condena de Eichmann— realizaría su famoso experimento de obediencia a la autoridad. El resultado, conocido ya por muchos, era simple: que la gente común, bajo la dirección de una figura de autoridad, obedecería casi cualquier orden que recibiera, incluso la de torturar a una persona.
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Pero quizá lo más relevante del experimento de Milgram no es tanto nuestra capacidad de obedecer como, por el contrario, el valor que tiene disentir. Cuando Milgram añadía más personas al experimento y estos tenían el rol de desobedecer las órdenes de la autoridad —por considerarlas poco éticas—, el sujeto se inclinaba a desobedecer con mayor prontitud. La otra variación del experimento se refería al valor de la identidad. Cuanto más cercano era el sujeto de experimento a quién recibía los shocks eléctricos, aquel tendía a administrar menos corriente.
Y acá es donde regreso a mi punto inicial. Para muchos resultará muy ingenuo pensar que nuestra voz puede hacer algún cambio, pero lo descrito en los párrafos anteriores demuestra precisamente que sí lo hace. Entiendo y comparto lo difícil que es disentir de nuestro grupo identitario o de nuestro grupo familiar, pero también es necesario que reconozcamos que criticarlo o discrepar de él no significa entrar en una confrontación directa. Es solo una forma más de acercarnos a la verdad y de tener la oportunidad de reflexionar desde una óptica diferente, quizá desde una con mucha más empatía. Por eso es importante que rompamos con la espiral del silencio. Estoy segura de que en el proceso nos daremos cuenta de que tenemos más en común con aquellos que buscan defender un Estado de derecho justo para todos que con aquellos que buscan imponer sus intereses propios por encima de los intereses de los demás.
* Esta columna fue publicada el 14 de enero en El Periódico, en el espacio de La Cantina.
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