Después de un día entero de paciente espera frente a las rejas cerradas del portón aduanero, los 600 migrantes que se habían aglomerado desde las primeras horas de la madrugada habían aceptado el trato del gobierno federal, que ofrecía regularizar la condiciones migratorias de los recién llegados y darles trabajo en el estado de Tabasco, a cambio de que abandonaran el propósito de alcanzar a Estados Unidos, y permanecieran en territorio mexicano.
En realidad, el conjunto de familias y jóvenes pendientes de poder cruzar el pasillo aduanero correspondía por completo a la imagen clásica de los integrantes de una caravana, tal como las conocemos desde cuando la primera gran caravana se impuso en el imaginario colectivo, a finales de octubre de 2018. Un detalle relevante aportaba algo novedoso: la mayoría había ingresado a Guatemala desde la frontera de El Corinto, próxima al municipio de Puerto Barrios, y, por primera vez en la reciente historia de los éxodos masivos centroamericanos, en lugar de alcanzar suelo mexicano por la costa sur del país, tiró hacia el norte, rumbo a una de las fronteras peteneras, emprendiendo un viaje posiblemente más peligroso, teniendo en cuenta el mayor riesgo de cruzar territorios dominados por el narco y que el destino de Tenosique, en el fronterizo estado mexicano de Tabasco, es sinónimo de una cosa sola: la Bestia, es decir, el tren de carga más peligroso del mundo, último recurso para los miles de excluidos y desesperados que intentan la suerte hacia el norte. El último de los lugares en que entregar las esperanzas de superación de familias compuestas por niños, bebés y mujeres embarazas.
No hay aparente razón para emprender el viaje en caravana por esta ruta y la realidad confirmará esa sensación: de las 4000 personas que cruzaron la frontera guatemalteca el 15 de enero, desde las aduanas de El Corinto y Aguas Calientes, según información oficial de Migración, 2500 terminaron llegando a Tecún Umán, cruzando el país por la ruta tradicional. Sin embargo esa noche, en la estación de la gasolinera 243, en el cruce de la carretera al Atlántico cerca del municipio de Morales, decenas de hondureños subían a los buses rumbo a Santa Elena, Petén, en un flujo constante personas y un negocio rotundo para las compañías de transporte, los primeros en aprovecharse de la necesidad de la gente, con sus pocos ahorros en mano, y cobrar el pasaje que quisieran. En la entrada de un bus, un versículo de la Biblia impreso evocaba el sentimiento común de los pasajeros: gente muy humilde y sencilla, que, en su mayoría, no había salido nunca desde sus colonias urbanas o aldeas rurales de origen, destrozada por las condiciones de pobreza, exclusión y violencia que se respiran en tierra catracha, remitidos a la voluntad de Dios como último recurso para lograr sobrevivir, salvarse de la mortífera parálisis social que está ahogando lentamente una nación.
Un caso emblemático de todo eso es representado por Oscar Daniel Medina, un joven de 19 años encontrado en la noche del jueves en la terminal de buses de Santa Elena. Tirado al suelo encima de una manta, pasaba la noche velando por su esposa, Katheryn, seis meses de embarazo, y su hijo José Daniel, de un año y cuatro meses. Vivían en el barrio Rivera Hernández, el hoyo más negro del municipio más peligroso de Centroamérica: San Pedro Sula. Lo que ganaba de su precario trabajo en un carwash no le alcanzaba para sobrevivir, aunque su esposa ayudara en la economía doméstica preparando tajadas en la casa, sin poder salir a la calle a venderlas por la presencia de criminales. Con 13 años, Óscar se salvó de una balacera cuando pandilleros del Barrio 18 entraron en su casa bajo el fuego cruzado de un enfrentamiento con la policía. Una hermana menor fue secuestrada, violada y asesinada por el mismo grupo delictivo. Tuvieron que abandonar a su casa dos veces en poco tiempo por las amenazas de otro grupo criminal, los Olanchanos… Después de ver cómo su madre logró alcanzar suelo estadounidense con dos de sus hermanos, durante la primera caravana, en 2018, y que su padre hizo lo mismo con otro hermano en una de las caravanas siguientes, Katheryn tomó la decisión de irse con el niño, con o sin su esposo, que al principio se quedó dudando. Al fin, tomaron la decisión en conjunto: vendieron 2 estufas, la freidora, dos teléfonos, la hamaca, el televisor, el ventilador. Regalaron ropa y trastes y con las 1.500 lempiras –60 dólares– en mano que juntaron de la venta, se recomendaron a Dios y emprendieron el viaje.
Gracias a aventones agarrados bajo el inclemente sol petenero o en el medio de la completa oscuridad de la noche, la mayoría logró alcanzar el pequeño poblado de El Ceibo en el lapso de dos días. Muchos dieron parte de sus ahorros para pagar el viaje en bus. El viernes 17 la modesta casa de migrantes del pueblo ya rebosaba gente que buscaba refugio por todos lados. Mujeres y niños lograron quedarse en la casa, pasando la noche protegidos, mientras esposos y padres de familia se quedaron juntos con la demás partes de hombres, en los alrededores. Mientras, del otro lado de la frontera, grupos antimotines de la Policía Nacional, realizaban ejercicios parándose en fila frente al acceso de la aduana, preventivamente cerrada.
En la madrugada del sábado, la masa de desesperados ya estaba parada, en un bloque compacto, frente al portón fronterizo. En ningún momento hubo intentos caóticos de cruzar las barreras por la fuerza. Mas bien, el grupo de gente pacífica organizada por un par de líderes improvisados se quedaba esperando pacientemente, escuchando sermones religiosos, esperanzados.
Al final de la mañana, la propuesta de parte de las autoridades mexicanas: ingresar a México, registrarse, ser llevados a centros de migración donde seguir los trámites burocráticos y, finalmente, acceder a un empleo temporal en ámbito rural, generosamente ofrecido por el Estado de Tabasco. La mayoría quería salir de ese impasse, alentada por la idea de recibir un trabajo, sin importar dónde, México o Estados Unidos da igual. Lo único que siempre tuvieron claro es que no querían regresar a Honduras, fracasados. Se lo pensaron, estaban dispuestos a aceptar el trato. Luego, la duda: ¿será que la oferta no esconde la trampa? ¿Será que, una vez entregados a las autoridades migratorias no serán registrados y deportados a sus lugares de origen? Corrió el tiempo, las horas, y todo siguió igual, la gente aguantó el calor y la desesperación gracias también a la solidaridad de los vecinos de la zona: un pick up proveniente del municipio de El Naranjo llegó a entregar comida, se armó una gran cola, la mayoría logró alimentarse.
Al finalizar la tarde, la decisión: se acepta la oferta del gobierno mexicano y, nuevamente, la masa se encomienda a Dios, esperando que no se trate de una trampa.
Mientras observaba el ordenado flujo de familias que entraban por el pasillo de la aduana, de 10 en 10, caras sonrientes de gente agradecida, Julio César Sánchez, el director general de la Secretaría de Relaciones Exteriores del Gobierno mexicano, aparentaba la máxima tranquilidad y trataba de redimensionar el evento a una pura formalidad: “es que en Tabasco hay mucho trabajo” contestaba a la pregunta, obvia, sobre la posibilidad de que la experiencia pudiera crear expectativas en otros grupos de hambrientos, dispuestos a salir de sus hogares el día siguiente en busca de las abundantes posibilidades de trabajo en suelo mexicano. En cambio, fue tajante en no dar explicaciones, por “razones de seguridad” sobre los destinos de los migrantes que, aparentemente, iban a viajar hasta Villa Hermosa, capital estatal de Tabasco.
Hoy, domingo, justo al mediodía, el último migrante acaba de pisar suelo mexicano por el pasillo de la aduana. México acaba de cumplir con el mejor de los sueños de la administración Trump: aniquiló por completo el intento de 600 migrantes de alcanzar el norte.