Recién cumplía los 11, y la vida ya me daba la imagen de la muerte, con todo y sus pesadillas, con el despertar, de pronto y sin aviso, en los avatares del ser mujer en un mundo donde serlo es una especie de condena.
Desde entonces, los libros me han acompañado a lo largo de los años, en los recorridos dolorosos por otras muertes cercanas, en las alegrías, en las tristezas, en la salud y en la enfermedad. Dicho así, parece que es con ellos con los que he hecho los votos de una verdadera y sólida unión amorosa.
Entre los libros tengo mis preferidos, por supuesto. No como antes, cuando aún era niña o adolescente y podía recitar títulos y autores favoritos y me ufanaba contándolos, llevándolos en listados prendidos a mí como parte de mi memoria. Ahora, por ejemplo, guardo con especial afecto la colección completa de El señor de los anillos, libro que leí quizá unas cinco o seis veces con todos sus aledaños porque, en esa época en que llegué a ellos (o ellos, para mi buena fortuna, llegaron a mí), yo necesitaba refugiarme en una historia más grande y terrible que la mía por unos días y emerger yo (como en la historia) con algunas pérdidas irremediables, pero también con la batalla ganada, dispuesta a empezar de nuevo.
Mi historia de niña a quien soy ahora puede rastrearse sin dificultad por los libros que leí. Lo reconozco: hubo épocas en que —vaya poder de la imaginación— me creí ser la reencarnación de alguno de los personajes de los libros, en que relacioné sus vidas con la mía, en que actué como algunos de ellos. Sobre todo me apasionan, en la mayoría de los casos, los personajes femeninos un tanto rebeldes, un tanto subversivos, un tanto poco convencionales, como aún soy a veces.
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En los libros, sin embargo, no solo he encontrado historias diferentes o parecidas a las mías. He conocido vidas, culturas, religiones, maneras de ver la realidad. También, y quizá, sobre todo (o a la par, para ser más exacta), he encontrado ideas: ideas que me han abierto la posibilidad de lanzar miradas de asombro por lo sorprendentes e ingeniosas que son, sobre diversos tópicos que engloban la política, la filosofía, las ciencias, la lógica y, en realidad, la mayoría de los ámbitos, pues, salvo algunos temas, he leído lo más que he podido, lo que prácticamente me cayera entre manos, en ocasiones casi sin discriminar, solo por la simple curiosidad de leer.
También comparto con otras personas el gusto por comprar libros, aunque, claro, para mi pesar, no he leído todos los que tengo. Pero me gusta, siento un placer especial, una especie de éxtasis muy humano, cuando me paseo con todo el tiempo del mundo —es decir, desde que abren hasta que cierran— por los lugares donde venden libros. Ver sus portadas, sopesarlos, leer la contraportada, hojearlos, sentir su olor a tinta nueva e imaginar los misterios que podría encontrar entre sus páginas es un goce, de verdad, como pocos.
Esto me sucede ahora, cuando durante varios días podré ir a la Filgua, que abrió sus puertas en Fórum Majadas desde este pasado 11 y cerrará el domingo 21 de julio.
¿Qué libros me esperan? ¿Qué de nuevo encontraré en sus páginas? No lo sé. Pero la emoción de verlos allí a todos ellos reunidos me produce una emoción inenarrable. Sin duda, saldré de allí con otros libros, esos amigos invaluables, de los que perduran toda la vida, de los que acompañan sin preguntar ni juzgar, de los que dan todo lo que pueden, de los que no traicionan, pero que nos enseñan sobre los engaños para prevenirnos del amor y de sus misterios, de la alegría y de la nostalgia, por ejemplo.
Solo una vez al año contamos con esta feria grande de libros. Tenemos la oportunidad de adquirir algunos que pasarán a formar parte de lo que somos. Un consuelo en medio de la debacle.
Nos vemos allí.
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