Que se haya desarticulado una mafia dentro de la estructura de la SAT, por mucho que nos indigne, no es ninguna sorpresa, aun cuando es evidente que esta mafia no podría existir sin la protección de altos funcionarios del Gobierno.
Desafortunadamente, nos hemos ido acostumbrando a este tipo de eventos y sabemos que, paralelas a este accionar ilegal dentro de lo que debería ser un espacio de justicia social que nos ampare y acompañe, hay muchas otras líneas que provocan que hay...
Que se haya desarticulado una mafia dentro de la estructura de la SAT, por mucho que nos indigne, no es ninguna sorpresa, aun cuando es evidente que esta mafia no podría existir sin la protección de altos funcionarios del Gobierno.
Desafortunadamente, nos hemos ido acostumbrando a este tipo de eventos y sabemos que, paralelas a este accionar ilegal dentro de lo que debería ser un espacio de justicia social que nos ampare y acompañe, hay muchas otras líneas que provocan que haya una población que no goce de sus derechos plenamente y cuya confianza en el Gobierno prácticamente ha desaparecido. Claro, como muchos en el país, yo también espero que se haga justicia y que se llegue hasta el final de este infame e indigno tejido. Aunque cuesta creerlo. Por ejemplo, una se pregunta por qué fue posible una medida sustitutiva que permitiera que los acusados regresaran a sus casas bajo arresto domiciliario y abriera así la posibilidad de borrar rastros y organizar estrategias.
Lo que quisiera comentar en este espacio es la necesidad de ir más allá de las estructuras del Gobierno y de desarticular este tipo de mafias a todos los niveles de la sociedad, que en mayor o menor grado afectan nuestro vivir diario y en las cuales participamos, a menudo como testigos impotentes de la impunidad. Pensemos, por ejemplo, en los espacios académicos, las universidades para ser más exacta, donde constantemente observamos irregularidades y malas prácticas que reproducen a otra escala el reciente caso de defraudación tributaria.
Sí, hay que indignarse, pero también hay que encontrar las vías para convertir esa indignación en acciones concretas, para darle forma a un silencio que también nos convierte en cómplices. No se trata únicamente de que la vicepresidenta renuncie —también deberían hacerlo muchos otros—. Sabemos que esto no significaría cambios sustanciales y duraderos. Hay que indignarse por el presente, pero también por el pasado. Quizá por no prestarle demasiada atención a una indignación fundada en el análisis de lo que ha permitido que sucedan hechos como los que comento aquí es que nos es tan difícil entender enteramente que hacen falta más que algunas detenciones y renuncias para enderezar el barco.
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