Guatemala: Vivir en y con vulnerabilidad
Guatemala: Vivir en y con vulnerabilidad
En Guatemala las ciudades han crecido en desorden, sin regulaciones ni demasiada intervención del Estado. El mercado inmobiliario se ha encargado de configurar la gran mayoría de los territorios habitacionales. Sin control, el resultado es que millones de guatemaltecos viven en riesgo. Luego de la tragedia en el Cambray II, el debate consiste en repensar el modo en que se construye, enfocado en la búsqueda de nuevos mecanismos para ordenar el territorio y regular las construcciones.
A principios de 2009, en un terreno ubicado entre los municipios de Guatemala y Villa Nueva, un grupo de arquitectos y albañiles esperaban la llegada de las máquinas para empezar la construcción. El área señalizada, cuadriculada y lotificada, tenía al menos 20 espacios listos para que la maquinaria diera los primeros zarpazos sobre la tierra con el propósito de colocar los cimientos de un nuevo residencial. Pero las máquinas, como recuerda el constructor Esteban Aquino, no llegaron. Meses más tarde el proyecto —del que nadie quiere recordar su nombre— se detendría y nada sería realizado. Aquino, técnico de la obra, a la distancia, ve la suspensión de la obra como algo positivo. “Las reglas, las normas de construcción, cambiaron. Se pusieron estrictos. Quiero pensar que ese día se salvaron vidas. El terreno estaba en una ladera. No era adecuado para construir, eso dijeron. Pero hasta antes de 2009, en el municipio de Guatemala y sobre todo en el área metropolitana no había ‘peros’, se podía construir lo que fuera donde fuera y nadie decía nada. Obtener una licencia de construcción era una transacción monetaria dentro de la municipalidad y nada más. Aún hoy sucede en Chinautla, Villa Nueva, Santa Catarina Pinula, San Miguel Petapa…”, explica.
En Guatemala son muy pocos los que, dueños de una propiedad, saben lo que hay exactamente bajo sus pies. Qué tipo de terreno tienen. Y sobre todo: qué se puede y qué no se puede construir sobre él. Las normas estatales sobre construcción y urbanismo, han sido laxas y permisivas. Y cuando alguien adquiere una propiedad, no hay certeza respecto del riesgo que se corre, tampoco de la vulnerabilidad ante los fenómenos naturales como deslaves o inundaciones. Pero lo más grave, como señalan los expertos, es que no hay mapas confiables que indiquen lo que sucede alrededor de una casa o un proyecto residencial o en el propio terreno. “El subsuelo, para las autoridades, siempre ha sido un misterio”, reconoce Aquino que ha trabajado en proyectos residenciales en Villa Nueva. “Si tan sólo los desarrolladores fueran menos ambiciosos, y las autoridades municipales revisaran bien cada lugar, si tuvieran mapas de riesgo, si tuvieran bien clasificados los tipos de terrenos que existen en sus jurisdicciones antes de otorgar licencias de construcción a diestra y siniestra, tragedias como la del Cambray II nunca sucederían. Guatemala construye sobre riesgo”, lamenta.
Cada cosa en su lugar
Los intentos por ordenar el territorio guatemalteco y sus municipios, con el fin de poner reglas claras para construir, no han tenido demasiado éxito en más de 50 años. La Ciudad de Guatemala lo intentó durante la década de los 70, con el Esquema Director de Ordenamiento Metropolitano (EDOM), 1972-2000 de Manuel Colom Argueta, pero factores políticos, el conflicto armado interno y el consenso de Washington y sus imposiciones sobre desarrollo, lo complicaron. Algunas políticas públicas de vivienda, en las que se incluía el Banco Nacional de la Vivienda (Banvi), también fracasaron. Es hasta en los últimos años en que se ha tratado de retomar un rumbo para ordenar el territorio de todo el país, aunque también estos intentos han enfrentado resistencia de diversos sectores, como el político (en las municipalidades) y el empresarial (en los desarrolladores inmobiliarios).
Jean-Roch Lebeau, asesor en planificación y ordenamiento territorial de la Secretaría General de Planificación (Segeplan), y vicepresidente de la Asociación de Planificadores Urbanos y Territoriales, explica que debido a la ausencia de una política pública adecuada, a lo largo de las últimas décadas ha sido el mercado inmobiliario el que ha configurado en gran parte la forma en que se construye en Guatemala. “Entre lo que genera el mercado más lo que el Estado da en subsidios, la oferta inmobiliaria está alrededor de 30 mil unidades habitacionales, y probablemente lo que genera FOPAVI (mecanismo de subsidios del Estado), se encuentra alrededor de 15 mil, entonces llegas a unas 45 mil viviendas al año. Y más o menos, nosotros (Segeplan) estimamos que para el país se necesitan 100 mil al año”, explica. Ello implica un déficit de 60 mil viviendas, la mayor parte para la gente de más bajos recursos. El mercado no ha logrado dar vivienda a los más pobres y el Estado tampoco debido a la falta de políticas públicas de vivienda contundentes.
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Ante este panorama, ¿qué ha hecho la gente para tener casa? Lo primero es una búsqueda incansable por encontrar suelo barato. En el proceso, las familias de escasos recursos escogen laderas o barrancos. Con un poco más de capital, la clase media se ha movilizado a la periferia, habitando propiedades que representan 20 o 25 años de deuda elevada. Y en consecuencia, las ciudades –sobre todo en el área metropolitana– han crecido desordenadas, lejos de todo, en residenciales que son copias de otras copias que suelen ser copias de sí mismas. “Es ganancia de pescadores, y lo que vemos es la propuesta del mercado de suelo pero sin ningún tipo de regulación: condominios tras condominios, tras condominios sin lógica espacial, de articulación o coherencia, como ciudad”, dice Lebeau.
Esta lógica de construcción, no puede ser ordenada de manera inmediata, pero aún tiene oportunidad. Desde 2005, Segeplan le apostó a interpretar de mejor manera su rol para la planificación del Estado e impulsó –aún con aquella intención de los años 70– la Ley del Plan de Ordenamiento Territorial (POT). La guía principal, como recuerda Lebeau, era dónde colocar la inversión pública. Es decir: antes de construir cualquier cosa (puentes, carreteras, edificios), primero el Estado (en este caso las municipalidades) tendría la obligación de ordenar su territorio. Y eso significaba: regular el uso de los suelos, tener claro para qué, cómo y por qué se utilizarían distintas áreas dentro de cada jurisdicción municipal y departamental. El POT, entonces, implicaba vivienda, su mercado, y, ante todo, su regulación.
Entonces, la misma sociedad, como dice Lebeau, se resistió a este intento de nueva normativa: “¿Qué tiene que decir el Estado sobre mi propiedad? Eso es mi problema”, fue el razonamiento de muchos. La concepción de la propiedad privada que hace creer que por ser propietario se puede hacer lo que se quiera encima de un terreno, agrega
Para Sonia Rabello, abogada del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo de Brasil, el dilema puede interpretarse desde un factor ideológico: El Estado que interviene en el mercado (keynesianismo), o bien, dejar que la mano invisible (Adam Smith) de la oferta inmobiliaria configure el territorio. “Pero no se trata de eso”, aclaraba Rabello, durante una breve visita a Guatemala en noviembre de 2015: “Ordenar no es expropiar la propiedad. Eso lo tienen que comprender los actores políticos como los grandes desarrolladores”.
El ordenamiento territorial es mencionado desde la Constitución de Guatemala de 1985 (artículo 225, 226 y 253), pero ha sido relegada sin mayor atención, y la iniciativa de ley que lo pondría en funcionamiento no obtuvo dictamen favorable por parte de la comisión de catastro del Congreso de la República en 2007. El argumento principal para declarar el POT como algo inconstitucional fue el derecho a la propiedad privada.
No contar con una Ley de Ordenamiento Territorial a nivel nacional, ha tenido como resultado que sólo tres municipalidades cuenten con un POT aprobado que regula la forma de construir dentro de sus jurisdicciones: Ciudad de Guatemala, Antigua Guatemala en Sacatepéquez, y Salcajá, en Quetzaltenango, que acaba de aprobar su POT luego de ocho años de trabajo. “Con una ley sería obligatorio para todas las municipalidades implementar el POT. La mejor forma de definir el ordenamiento territorial es: un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. La capacidad de decirle a la gente lo que se puede hacer desde el punto de vista habitacional, pensando en la colectividad, en ciudad”, explica Labeau.
La implementación de un POT sin duda tiene repercusiones. Cambios de paradigma. Imposiciones. Reglas. Esteban Aquino recuerda la fecha en que las autoridades no permitieron la construcción de aquel residencial sobre una ladera entre Villa Nueva y Guatemala en 2009, como el momento exacto en que la municipalidad de Guatemala aprobó el POT, y dice que gran parte del desarrollo inmobiliario, desde entonces, migró y buscó lugares donde no hay ninguna regulación como Mixco, Chinautla, San Miguel Petapa y Villa Nueva. “Es parte del boom inmobiliario que hay en esos municipios. Construir en el municipio de Guatemala se ha vuelto complicado por todas las normativas que se deben cumplir”, dice Aquino.
En la actualidad, Segeplan asesora a 90 municipios para que implementen los Planes de Ordenamiento Territorial. Es algo que apenas está comenzando. Es lo que queda, a la espera de que una nueva propuesta de Ley de Ordenamiento Territorial, ahora llamada, Ley Cambray II, esta vez con dictamen favorable dentro de la Comisión de Catastro del Congreso, sea aprobada por los recién electos diputados del poder legislativo.
Territorios desconocidos
En el mundo de los ingenieros, arquitectos y desarrolladores inmobiliarios, un buen mapa puede decirlo todo antes de colocar la primera piedra. El problema es que el Estado no maneja uno a nivel nacional. El más reciente, “el famoso mapa de Simmons”, dicen los arquitectos, data de 1959. Un mapa que fue realizado por Charles Shaffer Simmons, quien se dedicó durante años a cavar por aquí y por allá, para poder presentar su “Estudio de Clasificación de Reconocimiento de los Suelos de la República de Guatemala”. Para el arquitecto Baldomero Ajmac, encargado del proyecto Histórico 1, el gran problema de este mapa no sólo radica en la desactualización de sus datos sino también en que la escala es “muy general que no permite analizar el suelo de cada propiedad en detalle”. La implicación más crítica de este mapa es que el Estado prácticamente es ciego al momento de medir los riesgos que se corren al permitir cualquier tipo de construcción. El constructor es libre de hacer lo que quiera casi sin fiscalización. Los desarrolladores, cuando son serios, señala Ajmac, se encargan de esta tarea. En el Cambray II, por ejemplo, no sucedió. El área había sido declarada de alto riesgo por la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED) desde antes de que iniciara su construcción en 2001, pero Residenciales La Pradera, los lotificadores originales, ignoraron las advertencias. “Desde 1959 no ha habido nuevos esfuerzos por conocer los suelos que existen en todo el país”, dice Ajmac. Guatemala entera es un territorio desconocido. Y en tales circunstancias el riesgo es muy difícil de medir.
¿Quién mide entonces la vulnerabilidad? ¿Cómo se determinan las zonas de riesgo? ¿Qué factores se toman en cuenta para entender que un territorio puede estar bajo amenaza? A nivel de Estado, el criterio más confiable es el de CONRED, enfocado, sin embargo, en dos criterios nada más: inundación y deslizamientos. Javier Maza, director de respuesta de CONRED, explica que el mapa de riesgo de esa institución no debe ser tomado como un absoluto sino como un indicador. La escala, agrega, es muy general y poco detallada, pero que puede servir como advertencia al modo en que Guatemala construye sobre demasiada incertidumbre. Sobre todo cuando el riesgo –un barranco, un pantano, un socavamiento– es demasiado evidente, de sentido común.
Maza explica que una “amenaza” no es lo mismo que una “vulnerabilidad”, y que estos dos parámetros, en efecto, pueden llegar a describir el “riesgo”. “Manejamos la amenaza que es natural como el sismo, la lluvia o una erupción volcánica. La vulnerabilidad es lo que hemos construido a lo largo de varios años, donde el factor humano es lo relevante. La unión entre la amenaza y la vulnerabilidad nos da la condición de riesgo”, dice. “Cuando se declara alto riesgo es porque es inminente que sucederá algo y por lo tanto debe evitarse que personas vivan en esas condiciones”.
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Los criterios de CONRED para construir sus mapas de amenaza son estadísticos, por ejemplo, basados en preguntas a los vecinos de determinados lugares para medir la frecuencia de inundaciones y deslizamientos. “Aquí hace unos años…”, “aquí el río se salió de su cauce hace unos meses”, “aquí se cayó parte del cerro la semana pasada”, así.
Otras alternativas de mapas que describan riesgo, amenaza y vulnerabilidad son escasas en Guatemala. Y desde luego, incompatibles en modo, criterio, escala, datos y temporalidad. El Instituto de Investigación y Proyección sobre Ambiente Natural y Sociedad (Iarna) de la Universidad Rafael Landívar (URL) tiene el suyo, a punto de ser publicado. Las diferencias entre este nuevo mapa y el de CONRED, de entrada, es su construcción: el criterio principal está basado en lo socio-ecológico. Gerónimo Pérez, investigador principal de este proyecto, asegura que más del 60% de las poblaciones del país se encuentran ubicadas en territorios de riesgo (muy bajo, bajo, medio, alto y muy alto). En el caso de este nuevo mapa, la vulnerabilidad y amenaza –los dos factores que, juntos, describen el riesgo– fueron medidos tomando en cuenta variables naturales, sociales, económicas e institucionales, que podían incluso tomar indicadores de pobreza, desnutrición y la disponibilidad alimentaria. “Se tomaron los datos más actualizados que proporciona el Estado. El resultado es un mapa que no está asegurando, sino está mostrando una alerta. Da parámetros sobre la posibilidad de la ocurrencia de algo para que las autoridades se mantengan atentas”, indica Pérez. Pero al igual que el mapa de CONRED, la escala del IARNA es un problema en términos de construcción, no específica a detalle el suelo de un territorio, y su incerteza es de 25 kilómetros en algunos lugares. Su utilidad radica en la toma de decisiones, sí, pero a nivel muy general.
De momento, ningún mapa determina con precisión el riesgo que se corre. Las escalas son muy amplias. Los criterios son distintos. Los datos, para fabricar un mapa confiable, están desactualizados. Y sin un POT detallado y nacional, el riesgo para construir no se puede medir y las tragedias seguirán latentes.
El camino largo para empezar a construir
El arquitecto Baldomero Ajmac sabe que tan sólo remover el primer montículo de tierra en un proyecto inmobiliario puede conllevar un largo proceso que tarda alrededor de dos años. “Eso cuando se hacen bien las cosas”, dice. Para construir, lo primero es saber con qué tipo de terreno se cuenta. En la actualidad sólo la municipalidad de Guatemala, Antigua y Salcajá –las únicas que tienen un POT– lo pueden clasificar. Decirle a un constructor, en concreto, qué puede y qué no puede desarrollar. “Las reglas así son claras. Hay cinco tipos de zonas generales, que van desde cero a cinco. Es lo primero que se debe hacer para empezar a construir”, indica Ajmac. Según la pendiente del terreno, los tipos de construcción pueden clasificarse y aprobarse, primero, como zona natural (40 grados de inclinación), no apta para vivienda, pasando por la rural (20 a 40 grados), semiurbana (lejana a las vías principales), urbana (de mediana densidad poblacional), y por último las de mayor número de población denominadas central y núcleo (de más alta densidad con edificaciones altas).
Pero la clasificación de las zonas generales apenas es el principio: el primer paso para obtener la licencia de construcción. Lo siguiente es conseguir que los datos técnicos del terreno sean aprobados, llevar a cabo la revisión del estudio hidrogeológico: si el suelo soporta un edificio o solo una casita, y cumplir con las normativas del Colegio de Ingenieros de Guatemala. Lo siguiente son más estudios técnicos, del Instituto Nacional de Bosques (Inab), de Conred (NRD1 y NRD2), de Aeronáutica Civil (si el proyecto es muy alto), y dependiendo de la zona, el dictamen favorable del Departamento de Monumentos Prehispánicos y Coloniales (Demoprec), y del Departamento de Conservación y Restauración de Bienes Culturales (Decorbic), sigue también el dictamen de dirección vial de la municipalidad, y de la Empresa Municipal de Agua (Empagua)… “Y entonces, luego de casi dos años, la licencia de construcción es obtenida”, dice Ajmac. Todo en conjunto, es algo que funciona únicamente en la municipalidad de Guatemala.
Todo lo contrario ocurre en otras municipalidades. En Villa Nueva, por ejemplo, los encargados de la oficina de Servicios Municipales sonríen al momento de preguntar por la clasificación de las zonas generales, o bien, sobre lo que se puede y no se puede hacer sobre un terreno dentro de su territorio: “No se preocupe, eso no es necesario acá”, dicen en tanto consultan una tabla establecida de precios fijos por metro cuadrado para otorgar la Licencia de Construcción. La misma consulta, realizada vía teléfono en las municipalidades de Santa Catarina Pinula, Fraijanes, San Miguel Petapa, Mixco, San Raymundo, repite la misma dinámica: “La clasificación del suelo no es necesaria acá”. Y no parece alterar o preocupar a quienes otorgan el permiso de construcción.
Garantías contra el riesgo
La gente que compra una propiedad debe fiarse de los criterios que cada municipalidad ha tomado sobre el apartamento o casa en la que invierte. Confiar en que todo estará bien, que no hay riesgo de habitar algún proyecto inmobiliario recién inaugurado. Pero no sólo ellos deben confiar ciegamente en la forma en que una municipalidad otorga una licencia de construcción, también lo hace el Instituto de Fomento de Hipotecas Aseguradas (FHA), el mecanismo que tiene el Estado para brindar acceso a la vivienda mediante seguro de hipotecas. “Lo que promovemos es que el sector privado invierta con el respaldo del Estado. Que la banca no pierda su inversión, como parte de una política de vivienda”, dice Sergio Irungaray, gerente general del FHA.
Irungaray es consciente del riesgo que implica confiar en las municipalidades que no tienen POT, pero advierte que el FHA maneja criterios propios para verificar las construcciones: “Antes de que un proyecto sea elegible, como aseguradora cuidamos que tenga licencia de construcción. La municipalidad da la licencia y es la que asume esa responsabilidad. Si no tiene licencia no se aprueba. Nuestra visión es promover la vivienda. Nosotros garantizamos los proyectos a los inversionistas y eso es importante”, dice.
Sin este respaldo financiero, el FHA indica que pueden existir varios proyectos de lotificadores piratas. Construcciones poco confiables. Gente que ha decidido fragmentar sus terrenos y vender bajo ninguna normativa ni especificaciones, como tampoco respaldo financiero. “El FHA es crucial en el mercado de propiedad. Es la confianza entre el comprador, los desarrolladores y los inversionistas”, dice Irungaray en tanto explica que la tasa de interés del FHA, del 7.43%, se ha mantenido así gracias a que los bancos están interesados en invertir en proyectos inmobiliarios. “Nuestro avalúo no es bancario ni es de mercado y tampoco es especulativo. Nuestro enfoque se basa en lo que realmente vale la casa. Así el banco cuida su inversión, el promotor mira que haya financiamiento y el FHA se preocupa de que no devuelvan las casas”.
Erwin Deger, presidente de la Asociación Guatemalteca de Contratistas de la Construcción, por su parte, espera que en algún momento las reglas, para todos los desarrolladores e inversionistas, sean claras en todos los municipios. “Por nuestro tipo de negocio, al POT lo vemos como algo necesario e importante. Significa trasladar los modelos económicos al usuario final, incorporando las reglas del juego dentro del negocio. Con más normativas el riesgo es menor”, indica Deger.
Para Lebeau, Guatemala aún está a tiempo de ordenar su territorio. No la ciudad de Guatemala ni los municipios aledaños, sino las ciudades intermedias como Xela, Zacapa, Cobán. “Estamos a tiempo para no hacer lo mismo que hicimos en la ciudad de Guatemala en los últimos 20 años. Una Ley del Ordenamiento Territorial es importante principalmente para el interior, para evitar problemas como el Cambray dentro de 20 años. Una ciudad como Guatemala es lo que no queremos”, comenta. Ordenar el presente es otro de los retos, agrega Lebeau, pero para ello es necesaria la coordinación entre municipalidades para crear estructuras de gobernanza metropolitanas. El fenómeno urbano, el fenómeno territorial sobrepasa los límites administrativos.
El tema del Cambray II, como explica Lebeau, vino a poner de manifiesto varias cosas: Guatemala como un gran hábitat de riesgo, junto a la evidencia de su debilidad en materia de vivienda social, con incapacidad de mitigar desastres debido a la ausencia de políticas y mecanismos desde el Estado, de la mano del mercado inmobiliario, para lograr reducir el déficit actual de 1.5 millones de viviendas. “Sin un ordenamiento territorial, desastres como el del Cambray II se repetirán cada 20 años, ya no sólo en la ciudad de Guatemala sino en cada uno de nuestros departamentos”, advierte.
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