Encendimos velas en un acto de solidaridad y de amor ante la tristeza de familias que perdían 41 sonrisas, voces… hijas. Pedimos justicia por ese caso, por otros, por muchos. Hoy el camino que lleva este caso debe despertar la sangre. Debe obligarnos a dar ese paso extra.
Ya no podemos estancarnos en la reivindicación de la calle. Toca señalar con fuerza los bemoles, las anomalías y las fallas del sistema judicial, que con parches disfraza justicia ciudadana y que por detrás (pero, si vemos de cerca, es descaradamente de frente) cuida con pactos perversos las alianzas estratégicas que alimentan la impunidad.
¿Será justicia hablar de maltrato por tortura? Las 41 niñas que murieron calcinadas en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción fueron víctimas de un acto de castigo por humillación y, accidental o no, el fuego las ahogó dentro de las cuatro paredes de las que no pudieron escapar. Y, claro, olvidar que todo sucedió bajo el mando de autoridades del Estado sería obviar el tercer argumento que evidencia un acto de tortura.
Y vaya que este tercer punto es crucial. ¿Cuántas instituciones del Estado fueron parte directa o indirecta de este crimen, un crimen que solo fue evidente mediáticamente hasta la tragedia mortal? Y es una tristeza porque este hogar es trágico desde su perversa concepción.
En primer plano, evidenciados están los insultos de la Policía Nacional Civil (PNC) dirigidos a las niñas durante el encierro, el fuego y la tragedia. En segundo plano, pero no menos importantes, están las acciones retardadas y poco vinculantes del Ministerio Público: que fraccionó los casos en distintas fiscalías, aisló el hecho del 8 de marzo y lo etiquetó de «negligencia». ¿Negligencia? ¿Es decir, descuido o falta de cuidado? Tan delicado es el vocablo de la justicia que se permite ese desliz cuidadoso, cauteloso, y sin hacer mucho ruido instala un caso más en el reino de la impunidad.
¿Y por qué no recalcarlo? Fueron 41 niñas, mujeres, asesinadas, torturadas el 8 de marzo de 2017. Una de las sobrevivientes testificó que al salir del cuarto, aún en llamas, un agente de la PNC se rio de ella e impidió que se le prestara ayuda. ¿Negligencia? ¡Mi nalga! Aquí se trata de callar lo incómodo, de humillar lo que se considera insignificante, de hacer sufrir a lo excluido. Se trata de tortura, tortura a niñas, a niñas pobres y víctimas de cualquier tipo de violencia.
Así es. No se trata únicamente de la muerte de 41 personas. Se trata de 41 niñas torturadas por el Estado de Guatemala. Reducir un caso de estos a negligencia sería aceptar la incompetencia del sistema o, mejor dicho, el secuestro de este.
En este país parece casi demasiado pedir que la justicia sea justa. Ya nos acostumbramos a los procesos lentos o a aquellos a los que se les ponen trampas, desvíos, piedras y hoyos para hacer que la ruta sea más larga, difícil y cansada. Hoy, en cambio, parece que la justicia avanza rápido: sale secretaria, entra secretaria a Bienestar social. Se dicta sentencia apresurada, y la prisa por acabar con este caso huele a imposición de algún frente que pretende quitarse alguna pena de encima. O tal vez solo se trata de seguir el orden lógico de la impunidad en la que danzan actores públicos y privados, de allá y de acá, en la obra de terror más lograda del Gobierno.
A mí me dolió muy hondo el 8 de marzo. Jode que se burlen de nosotros, de la justicia, de las 41 niñas, de ellas. Sí, de ellas. De ellas, que somos muchos. Sus voces no pueden quedar allí, con sentencias de pacotilla. Sus voces deben seguir gritando y nosotros dando eco para que no se olvide lo que pasó, lo que les pasó.
Hace mucho que callarse no es una opción.
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