Tal vez es difícil comunicar a los extranjeros la profundidad de la crisis del imperio mediático de Rupert Murdoch, incluyendo su climático testimonio (y pastel de espuma suplementario) en el Parlamento el martes, pero solamente porque no han vivido esa extraña combinación de autopreservación, morbo y materialismo que inculcó en la sociedad británica. Todo como si fuera el aire o la tierra, constante y ineludible.
Las interpretaciones de los acontecimientos desde la revelación en el 4 de julio de las escuchas ilegales hechas por el diario News of the World al teléfono de la chica asesinada Milly Dowler — cuando estaba desaparecida, pero antes del descubrimiento de su cadáver— han sido enormemente diversas. Se ha descifrado el colapso del imperio británico de New International según múltiple claves: los cambios globales en el poder mediático, las secuelas del nepotismo, la redefinición de la celebridad, o la co-opción inestable de la clase política y la policía por parte de los medios de Murdoch.
Las revelaciones de encubrimiento, tráfico de influencias y hechos criminales han salido con una velocidad descomunal, como si hubiera comprimido las noticas de un año en menos de un mes. Hemos visto resignaciones, cancelación de inmensas inversiones, nuevas pesquisas; incluso, tuvimos noticia de la muerte de un periodista y testigo clave, aparentemente debido a su excesivo consumo de drogas.
Es totalmente asombroso ver todo este tinglado salir a la luz; por otro lado, es absolutamente previsible. Existía la mayor parte de esta información hace años, desde 2006 para ser preciso (la fecha de la detención del detective privado al centro de las escuchas). Gran parte de la evidencia había salido a la luz gracias al diario The Guardian, los interrogatorios en los comités parlamentarios y el mapeo quincenal de las relaciones informales de poder en la metrópolis hecho por la gran revista satírica Private Eye.
Faltó nada más que la convicción de los cuerpos oficiales del sistema político. Por la tanto, mientras se elaboran las causas subyacentes del declive de Murdoch, hay que destacar lo más trascendental y obvio. En algún momento, a través del espectro entero de poder británico, desapareció el miedo al magnate. El miedo en cuestión no era una reacción animal a represalias violentas, sino un cálculo egocéntrico y muy neoliberal: periodistas, políticos, policías entendieron que no valdría la pena arriesgar su estatus en el futuro ganando un enemigo implacable y ubicuo. Murdoch ya había ayudado a destruir el partido laborista hace 30 años; había diezmado la reputación de la familia real; estaba por tomar el control único de la televisión satelital. Y, por último, su hijo había apuntando a la televisión pública como su próximo blanco, garantizado un criticado silencio en la BBC acerca del escándalo de las escuchas.
Empezó el 5 de junio una reunión del jefe del Partido Laborista, actualmente en la oposición. El jefe, Ed Miliband, estaba en su horas más bajas desde que asumió el liderazgo, sorpresivamente, el año pasado. Los medios le tacharon de poco carismático, socialmente inepto y vacío de ideas. Ahora llaman aquella reunión el “sod it” (a la mierda) encuentro. El día después, el humilde y tedioso Miliband planteó el tema de las escuchas frente al primer ministro en el Parlamento. El miedo a Murdoch se convirtió, en ese preciso momento, en el miedo a ser asociado o cómplice con Murdoch. Y el escándalo llovió.
Recapitulo lo anterior no solamente porque soy británico, sino porque pienso que tiene alguna relevancia a casos de miedo político y colectivo en muchas otras partes del mundo, incluyendo a Guatemala. Vimos en el mundo árabe la reacción tumultuosa, exhilarante cuando el miedo a los servicios de seguridad de los regímenes autoritarios desmoronó. Sin embargo, el caso británico es distinto. El miedo a Murdoch no se reconoció como tal; se interpretó como una reacción lógica a la realidad gobernante. De hecho, mostró que la distinción entre miedo y una apreciación justa de la correlación de fuerzas es borrosa, y difícil de identificar. Cuando Murdoch estuvo en su pleno esplendor hacer 20 años, por ejemplo, no era precisamente miedo al magnate que sintió la clase política, pero reconocimiento de la victoria de la derecha liberal política que él representó y apoyó.
Ahora, cuando ese vínculo con la ideología hegemónica se rompe, cuando aparecen hipocresía y evidencia de crímenes en sus medios, cuando nuevos formatos de comunicación están socavando la importancia de sus diarios y televisión —pero al mismo tiempo las amistades forjadas entre News International, políticos y policías siguen floreciendo y protegiendo sus intereses— en ese caso, sí podemos hablar de miedo. Entonces, los miedosos de un lado temen perder sus privilegios y sufrir por sus malas conductas; del otro lado, la oposición a Murdoch no llega a creer que el emperador está, de hecho, desnudo.
Me atrevería a decir que en Guatemala existen muchas de las mismas condiciones. Los miedos más comunes y públicos, por supuesto, son el desempleo y la criminalidad violenta. Pero, ¿cuál es el miedo principal de la clase política y sus asociados? ¿La posibilidad del asesinato, o la marginalización y exclusión por efecto de una falta de fondos? En el segundo caso, que me parece razonablemente acertado, el temor de no poder contar con dinero suficiente para competir electoralmente se traslada a una subordinación a los intereses empresariales o a la co-opción por grupos criminales.
Al mismo tiempo, los intereses de los financistas hoy en día ni son unidos ni hegemónicos. Los políticos parecen limitarse en sus programas de gasto por puro temor, mientras que el público se enfoca en defender sus vidas, de la violencia o de la pobreza. Tal vez Guatemala necesita las dos cosas que Gran Bretaña tuvo para escapar de la inercia: un escándalo que muestra la hipocresía innegable de las élites (aunque la verdad es que ya hubo varios) y un líder que diga “a la mierda”.
Más de este autor