Evidentemente, el CIEN no es un instituto de estudios políticos, sino económicos. En consecuencia, sus análisis tienden a desviarse cuando de asuntos políticos se trata, pues, si bien la política es condicionada y determinada por las relaciones económicas predominantes en una sociedad, estas no son una simple ecuación de productos frente a costo.
Analizar el funcionamiento del Congreso implica valorar y dimensionar si efectivamente está siendo el espacio de negociación y discusión de las cuestiones nacionales hasta alcanzar la promulgación de propuestas legislativas concretas. La cantidad de leyes, en consecuencia, no es lo que interesa, pues producir una ley, insistimos, no es igual a elaborar un zapato o una hamburguesa. La productividad está en el diario de sesiones, en las aportaciones concretas y documentadas al debate y, en consecuencia, de qué modo los diputados han representado los intereses de los sectores que los eligieron. Y esto hay que analizarlo con rigor científico, y no con simple rigor técnico, como el CIEN asegura hacerlo en la declaración de su naturaleza. Hay un mar de distancia entre el rigor científico y el técnico, más aún si de cuestiones políticas se trata.
Que el Congreso ha aumentado su presupuesto y el número de plazas, lo cual lo vuelve más caro que hace 15 años, es un buen hallazgo, pero esto debe separarse de las funciones propias del Organismo Legislativo y de su eficiencia política. Cierto es que la eficacia política del Parlamento ha sido afectada por defectos como transfuguismo y nepotismo, agudizados y hasta ocasionados porque los intereses económicos ejercen presión y hasta sobornan para obtener leyes favorables a sus intereses.
Promover normativas que lo impidan es indispensable, pero esto solo es posible si dentro de la clase política se postulan actores que las impulsen, defiendan y aprueben. Esto implica la existencia de organizaciones políticas que se planteen tales cuestiones como parte importante y distintiva de su ideario, y eso, por lo que parece, no ha sido debidamente analizado en el estudio técnico.
Cuestionamientos como esos son los que han conducido a que desde distintos lugares y distintas posiciones se reitere el ya muy difundido planteamiento de que se debe reformar la Constitución para que el número de diputados no aumente, sino que, todo lo contrario, sea reducido. Todo con el argumento de hacerlo menos oneroso. Pérez Molina llegó a negarse a la realización del nuevo censo bajo ese argumento, suponiendo que sabía que este es indispensable para el diseño de cualquier política pública. Lanzó al niño junto con la supuesta agua sucia de la bañera.
Si el Congreso es el espacio político donde se espera que las distintas fuerzas y los diferentes sectores sociales estén representados, la proporción de población que se asigna a las curules y la fórmula usada para distribuirlas hacen del Congreso guatemalteco poco representativo y, por ende, coto de control de los poderes económicos nacionales y locales. Y esto no sucede porque un diputado vote por lo que determina su partido, sino porque este no representa de manera clara y directa los intereses y las ideas de un grupo social determinado.
Según el artículo 205 de la Constitución Política del país, «cada distrito electoral tiene derecho a elegir un diputado por cada ochenta mil habitantes», pero, si damos por aceptado el dato del INE de que la población del país es ya de aproximadamente 16 millones y medio, cada uno de los 127 diputados distritales estarían representando a más de 129 000 ciudadanos, dato por encima de la mayoría de los países que cuentan con una sola cámara de representantes. Tal es el caso de Suecia, donde cada diputado representa a 25 000 habitantes, o de Noruega, donde hay un diputado por cada 31 000. El caso más próximo al nuestro sería el de Costa Rica, donde cada parlamentario asume la representación de 86 000 habitantes.
Es evidente que, mientras más población haya por cada diputado, este representará los intereses de las élites que hegemonizan los discursos políticos y sociales de esos grupos, lo cual impedirá que puedan estar representadas las visiones no hegemónicas, y menos aún las marcadamente contrahegemónicas. Y la situación se complica aún más cuando vemos que la fórmula D’Hondt, usada para asignar las curules, es, según clasificaciones establecidas por investigadores que aplican alto rigor científico en sus estudios, la menos adecuada, tal y como lo demostró Lijphart (1986) y corrobora Benoit (2000).
La calidad de un Congreso no está, pues, en sus costos, sino en la efectiva representación de los distintos sectores de la sociedad, lo que no pasa tampoco por atomizar las organizaciones políticas en un sinnúmero de comités cívicos con derecho a proponer candidatos, sino en la calidad y la solidez ideológica de los partidos. La calidad de una democracia, y en consecuencia de su Congreso, depende mucho de la calidad de sus partidos. Reducir los costos en gastos de personal es necesario, pero más necesario es hacer del Congreso un espacio efectivo para el debate y la negociación política.
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