Según datos publicados por Latinobarómetro[1] en el año 2023, sobre la base de una muestra de la población a la que se le realizan preguntas relacionadas con la institucionalidad pública, Guatemala es el país de la región en el cual su ciudadanía menos apoya a la democracia (29 %). El anterior estudio coincide en tiempo con la Encuesta[2] publicada por el medio de comunicación Prensa Libre, en el cual las instituciones del país alcanzan un alto grado de desconfianza, como el Ministerio Público (68.5 %), el Organismo Judicial (82.7 %), el Congreso de la República (91.1 %) o el Presidente (88.6 %).
Si bien se necesitaría un estudio más profundo para encontrar las variables concretas que generan esa decepción sobre la democracia y falta de confianza en la institucionalidad, lo cierto es que se puede partir de la premisa que las autoridades no han cumplido con las expectativas depositadas, el sistema de elección de representantes ya no responde a las necesidades y composición actual de la sociedad o los electos se han desvinculado de la población, fenómeno que el profesor Roberto Gargarella propone llamarle «Autonomización de la clase dirigente».[3]
Ahora bien, no se puede ignorar que las instituciones únicamente no están formadas por sus dirigentes, sino por miles de personas que, de una manera u otra, han ingresado al sector público y para ellas va dirigida esta reflexión. A pesar de no contar con el mecanismo ideal para el acceso a la función pública, lo cierto es que las necesidades de personal para brindar servicios públicos como educación, salud, justicia o asistencia social continúan. Son miles de guatemaltecos que, año con año, al terminar su carrera de diversificado o al cursar sus estudios universitarios optan por ser empleados públicos y, en algunos casos, son seleccionados posterior a un proceso competitivo para alcanzar su plaza de trabajo.
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Estas personas que trabajan para instituciones públicas día a día cumplen un rol dentro del engranaje que sostiene lo poco que funciona en el Estado de Guatemala. Acuden a su lugar de trabajo con necesidades y problemas personales, para impartir clases en una escuela pública, atender una emergencia en un hospital, investigar un hecho de violencia, prestar una asesoría legal oportuna o auxiliar en desastres naturales. Los anteriores ejemplos denotan que, a pesar de la falta de legitimidad actual institucional, son seres humanos que realizan una labor digna los que sostienen servicios públicos esenciales y quienes merecen todo el respeto y no responsabilizárseles por errores de sus superiores.
Exigirles la renuncia por actos no cometidos por ellos en vez de generar un beneficio perjudica la endeble institucionalidad del Estado que, a pesar de sus deficiencias, soluciona algunos problemas cotidianos a la espera de la llegada de autoridades decentes, técnicas y con el deseo de mejorar la vida de los guatemaltecos. No se niega que algunas personas también se encuentren en las instituciones realizando actos de corrupción, delictivos o no cuenten con las aptitudes necesarias para sus cargos, pero sería un error generalizar y no reconocer el trabajo de cientos de buenos guatemaltecos que trabajan para las instituciones, que no comparten las decisiones de sus superiores y que deben esconder su uniforme a pesar del buen trabajo realizado.
Responsabilidad será de las nuevas autoridades realizar un proceso de evaluación y depuración de los funcionarios y empleados públicos, que permita retirar la mediocridad e incompetencia del sector público, dignificando el trabajo de servidores públicos capaces y honrados.
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