¿Cómo llegamos a un lugar tan horrible, donde la violación repetida es vista como hacer patria y el juicio al responsable resistido hasta por la gente buena? No basta pensar que esos extremos de crueldad son el problema.
Hay que ir más lejos. Necesitamos reconocer los hilos finos, casi invisibles, del racismo. Hilos que en una telaraña amarran una matriz de desprecio que enreda todo, que con su pegamento apresa los hechos más pequeños, no solo los más atroces. Es una matriz que se extiende, queramos o no, desde nosotros hasta las víctimas.
El que quiere negar los hechos puede decir que no cree en ellos, aunque igual está atrapado en la red del racismo. Nosotros, que queremos justicia, consuelo incluso, también estamos atrapados. Para acabar con esta lacra no basta pensar que racista es otro. Porque a este ritmo rápidamente nos quedaremos sin familiares y sin amigos. Muchos de los mayores, porque aprendieron que el desprecio está bien, aunque nunca lo ha estado. Los demás, porque cada día reproducimos la telaraña.
Olvide los extremos de violencia y esclavitud laboral. Recreamos el racismo en la joven que hace la limpieza en vez de estudiar. Limpieza que nosotros y nuestros hijos podríamos hacer mientras pagamos impuestos para que ella vaya a la escuela. Repetimos el racismo en hoteles, donde los turistas vienen a ver ruinas y comprar telas típicas mientras afuera una anciana indígena sin seguro social junta centavos vendiendo dulces. Reproducimos el racismo en la publicidad una y otra vez, haciendo equivalencia entre blancura y belleza.
Así que tendremos que abordar el asunto por otra parte. Más que solo denunciar los grandes atropellos, debemos encontrar y reducir la mano sutil del racismo, esa que pone alas a los peores impulsos. Y por ello le doy un ejemplo de la educación. No porque sea especialmente escandaloso, sino porque lo conozco. Casi al azar y en cualquier otro espacio usted encontrará cosas similares.
Hace poco menos de un año, el Ministerio de Educación aprobó el acuerdo 1258-2015, que crea el Sistema de Registros Educativos. Es un paso importante, que universalizó el registro individual de estudiantes. Ahora para el ministerio y sus sistemas de información ya no hay anónimos ni repetidos. Los estudiantes ya no son masa indiferenciada: cada uno puede ser contado, desde el kínder hasta el diversificado, en las escuelas regulares o en programas extraescolares, en colegios privados e institutos públicos por igual.
Pero leyendo con cuidado encuentro algo interesante. El acuerdo especifica qué datos se recogerán de cada estudiante como mínimo: nombre, sexo, fecha y lugar de nacimiento, grado que cursará, nombres de los padres o encargados, dirección y número de DPI si lo tiene. Genial, ¿no? Ahora sabremos quiénes son los estudiantes, dónde están, cómo son. Pero falta un detalle. No sabremos su etnicidad. No sabremos si se consideran ladinos, indígenas o qué. A pesar de constar en ciencia que el idioma materno es un factor fundamental en el éxito educativo, en este país de 4 pueblos y 23 idiomas no sabremos qué hablan en casa. No sabremos, a pesar de que la identidad étnica es uno de los más poderosos elementos de diferencia y también de comunidad. A pesar de que aquí toda la política educativa necesita fluir por cauces de etnicidad y multilingüismo, de que la educación bilingüe no debe quedar encerrada en un viceministerio o una dirección.
Claro, esos datos son un mínimo. Siempre se puede agregar más información. Pero el hecho es que no se considera la etnicidad parte del mínimo. ¿Malicia en el acuerdo? No lo creo. Ingenuidad, probablemente. Efectos perjudiciales, sin duda. Porque, como dicen los estadísticos, lo que no se cuenta no cuenta. Si en las aulas no sé cuántos se consideran indígenas, no necesito preocuparme por hacer educación bilingüe, aunque lo mande la Constitución o lo pida la buena pedagogía. Peor aún, al no contar a los estudiantes por indígenas ya les dimos otra vez la lección: que callen su identidad porque no hace falta tomarla en cuenta, porque no cuenta. Y cuando callan (que tontos no son) nos dan la razón: no hace falta contarlos. Atrapados víctimas y victimarios en la misma telaraña, la mano sutil del racismo ha dado un golpecito suave, casi imperceptible, pero suficiente para que la araña nefanda corra y nos amarre con otra hebra pegajosa.
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