Un viento de insania penetró cuando Ramírez Colomé llegó a eso de las siete de la noche con su voluminoso cuerpo, colocó varias cajas, una tras otra, llenas de expedientes, sobre mi escritorio, y eché de ver que se aproximaba una discordia con miedo y remordimiento. Jadeaba sin cesar y el sudor se ceñía a su camisa, segregando un olor dulce y rancio, el cual acentuaba la palidez de su rostro. Al llenarse el espacio, los tres ayudantes que lo escoltaban apilaron el resto en una esquina de mi oficina. Al verlo frente a mí, juzgué que padecía de culpa crónica, posiblemente por su rostro desencajado, como si estuviera constipado.
Nada insinué, sólo lo vi de arriba abajo y un presentimiento de amarguras interminables se reveló, aunque, otro se entrecruzó: podía, en esa fugacidad, revolcarme con el placer antes que la desgracia dejara de dormitar.
Ni siquiera dije buenas noches, menos él advirtió lo mismo. Los otros, detrás, atravesados sin protestar por las sombras de su deforme vientre proyectadas hacia las paredes, parados de un modo que todo resultaba para entonces.
Apoyó las manos sobre el respaldo de la silla, respiró hondo, casi violentamente, como si quisiera decir “la vida es una mierda” y yo, sin expresar nada aún, distinguiendo a los otros, al revés, presentes apenas, con las manos y sus pedazos de pena amontonada en los párpados.
No tuve tiempo de pararme, ni de darle la mano, porque al ver las cajas me entró una sed que me acalambró la lengua y soñé con un camino de hormigas. Quise incorporarme, algo lo impidió. Lo miré parado citando una frase: “me muero de hambre en esta esquina”.
Jaló la silla y se sentó con dificultad. Sacó un pañuelo para limpiarse la luz que caía sobre sus sienes, una luz a la mitad de algo, afilando la rabia, yéndose por los surcos de la sangre, la que se infla en las venas del cuello y que es un tormento más adelante cuando arde por las noches infinitas dando vueltas en la cama por el insomnio y el pánico a los ahogos cuando en sus pesadillas cree tragarse un fragmento demasiado grande de artificios.
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A Ramírez Colomé le gustaba la grandilocuencia. Por ello, no me sorprendió verlo en mi oficina con sus tres ayudantes de siempre, queriendo impresionar como si fuera un perro con deseos de orinarme una pierna para marcar territorio.
Ramírez es su nombre de pila, gracias a una extravagancia de su madre. No hablaba, gritaba, no movía con discreción sus manos, menos tenía esos gestos tan característicos de alguien que gusta ser escuchado. De la parálisis pasaba al manoteo, del silencio prolongado salía como si viniera de la muerte y de pronto vociferaba.
Su agua de colonia era insoportable, y acostumbraba peinarse mientras la caspa caía sobre los hombros de su traje oscuro. Era fanfarrón y los otros, sus asistentes, eran la resignación sometida. Notarlos a diario era quedarse a la mitad de la realidad, como si estuviera impedida por una sospecha y yo, frustrado por querer desamarrar ese nudo, pero son felices así con su alivio y su humillación tan imposible, tan muda y enterrada en las paredes de este edificio.
Ramírez me echó la vista encima con un ojo, el otro —¿el izquierdo o el derecho?, ya no me acuerdo— era demasiado terrible como para mirar. Se pasó el pañuelo por el cuello, luego se hurgó la nariz contemplando el piso, en tanto Rodolfo, a la zaga sin estar en el todavía o en el cuándo. Y los otros dos, diseminados y distintos de tan iguales, sumidos en sus corajes y una risita sin labios, sin dientes, tan infelices Roderico y Mauricio.
Sin irse ni quedarse, como llorados por mujeres que gustan de Pedro Infante y lociones baratas.
Ahí estaban, en pos de Ramírez, Roderico y Mauricio con Rodolfo sin rezongar, cargando unas ollas para el jefe que siempre tiene hambre.
—Bueno —declaró Ramírez, arrastrando la “o” más de lo debido.
Volvió a pasarse el pañuelo por el cuello, como si tuviera encima la entera suciedad del mundo y pensara en su señora madre.
—Oye, mi querido Merino —dijo con voz severa, viéndose la punta de los zapatos con su ojo displicente, levantando con exageración las cejas por si un terror inminente fuera a caer sobre nosotros.
El terror habitaba en las cajas con los expedientes. Pero eso no importaba en ese momento, menos que Rodolfo creyera francamente que estar al lado del jefe lo haría alguien menos rústico.
Menos que Roderico y Mauricio fantasearan que algún día podrán deshacerse del hedor que cargaban, ya que nunca se percataron cuándo empezaron a heder de ese modo y a sentirse un par de ratones alrededor del licenciado Ramírez Colomé, porque así le nombraban, entre tartamudeos y calambres faciales.
Colomé, entonces, se reintegró de su postrimería y con los dientes amarillos, sin irse ni quedarse de la ocultación, debajo de la grasa de la papada y la mirada que hospedaba un solo ojo volvió a decir.
“Quizá sea mejor así”, ponderé, en la antesala de su explicación, la cual consumaría en un exabrupto: la clásica bravuconada que no tiene sangre pero sí mucho miedo. Además, asocié su turbación a estar desnudo y la pesadilla titilando al contemplar lo que no es o lo que es a secas ante la adivinación de una catástrofe: la suya. También, la pesadilla de la cárcel y por ello perder la decencia, o lo imposible que le resulta deshacerse de cierto pudor de sargento segundo cuando recibe las órdenes de sus superiores.
—Aquí te traigo un trabajito —dijo, valiéndose igualmente del diminutivo con la boca y los dedos, en tanto los otros empaquetaban la afirmación con un movimiento de cabeza. Roderico para arriba, Mauricio para abajo, y Rodolfo caído de la noche sin estar en el allá ni en el todavía.
—Vaya trabajito —objeté, sin hacer una mueca.
Ante lo cual, Rodolfo se reintegró del todavía y me miró con violencia, con sus ínfulas de maldito, pero apenas fueron unos segundos porque resuelto se repatrió a su noche.
Lo noté por las risitas de Roderico y Mauricio, al mirarme de costado, como si yo no fuera real y sólo personificara la cumplida abolición de un espejo, y ellos, hermanitos aliviados bajo múltiples rostros eran: unas veces, jóvenes airados, otras, cobardes o héroes. Pero sabían que yo sabía: todo concurría para un ejercicio de exhibicionismo que sangraba por las costuras de una impostura. En el interior de cada máscara se agitaba una criatura inmunda, infeliz, buscando su laberinto infinito.
—Así es, mi estimado Merino, esta vaina nos trae a todos con los pelos de punta —alegó.
—Me explicas de qué se trata —demandé, viendo cómo las risitas permanecían atrapadas entre sus bocas y el pañuelo de Ramírez.
—El lunes recibirás un oficio con las instrucciones precisas del señor Fiscal, ahí encontrarás los datos que ahora pides. Para ser sincero, esta mierda ya me fastidió.
—Doctor, si gusta revisar los expedientes, las cajas están debidamente rotuladas. De la A a la C, son los casos más antiguos. De la D a la F contienen un promedio de entre uno y dos años. Las cajas que empiezan con la G abarcan los casos de los últimos seis meses —propuso Rodolfo, nervioso, al tiempo que Ramírez volteaba y lo miraba con un solo ojo porque el otro no podía ver, porque no era natural de tanto odio.
O miedo.
Nunca lo sabré. A veces pienso que ese otro que no veía era algo propio de un pavor desmedido, bizarro, como los pasos perdidos de Ramírez Colomé y su biografía patética que se desnuda a cabalidad los lunes, cuando aún viene borracho y necesita del auxilio de sus tres ayudantes.
—Así, pues, Merino, léelos detenidamente. A ver cómo le callamos el hocico a esas viejas putas —vociferó mientras vi venir en el aire el infaltable manotazo.
La frase repicaba en mi cabeza, a la vez que se retiraban en orden, como un pelotón de soldados o policías. Sonreí y dije entre dientes repetidas veces: “hijo de puta”. No terminaba de pronunciar ese recordatorio maternal cuando regresó.
—Aquí tienes —dijo, dándome un fólder con los últimos oficios firmados por el Fiscal. El insulto lo puso furioso, pero se contuvo porque me debía muchas. La última, haberlo sacado de un prostíbulo luego de que golpeó a una jovencita hasta enviarla al hospital. La dueña del lupanar afirmó que “la Lupe” se había negado a hacerle una felación, pero sus compañeras desmintieron tal supuesto y explicaron que la muchacha fue presa de un ataque de risa cuando reparó en el tamaño del miembro de Ramírez, lo cual provocó su reacción y como un energúmeno la atacó. Tuve que sobornar al comisario y a varios policías para que no fuera conducido al tribunal de turno acusado de intento de homicidio y violencia contra la mujer. Por alguna razón que desconozco, la aventura corrió como un reguero de pólvora entre el personal de la institución; así, después del incidente, disimulaba con dificultad y soportaba con estoicismo las bromas que los muchachos hacían a sus espaldas cuando recorría los pasillos del Ministerio Público.
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Leí despacio uno de los tres oficios para descifrar esa jerga jurídica que tanto nos enreda a los abogados. Para entrar en materia, escogí varias carpetas de cada una de las cajas y las guardé en una maleta grande. Como sea, era viernes, no había hecho planes más que llegar a mi casa, acostarme en el sofá a leer y escuchar música. Por delante estaba el fin de semana para ponerme al corriente de los entretelones del asunto.
A los pocos minutos Ramírez volvió, pero esta vez, se quedó en el umbral y apoyó la mano en el quicio. Como era su costumbre, luego de un largo silencio, y de secarse interminablemente el cuello me espetó a la cara: “se me olvidó, el Fiscal quiere en dos semanas un informe preliminar”.
—¿Dos semanas, Ramírez? —dije, sin anteponer el “licenciado”, porque cuando estábamos a solas lo trataba sin la deferencia institucional que exigía al estar acompañado de sus asistentes, quienes se ganaron a pulso el mote de “los tres cocineros”.
—Ya oíste, Merino, dos semanas —advirtió, dándose la vuelta y sus palabras, por supuesto, implicaban una amenaza.
—Están locos, si son miles de expedientes —contesté.
Se detuvo pero no regresó, se quedó en el pasillo y desde ahí gritó:
—Anda y díselo al Fiscal.
Los oí alejarse. La costumbre y su consumado método: él primero y sus asesores, detrás, siempre sigilosos porque de las paredes pendían orejas; se fueron retrocedidos ante ese depósito de cadáveres.
En esta ciudad no es como en los pueblos: un crimen suele ocurrir para lapidar al tedio; aquí son entre 15 y 20 diarios, cifra para enloquecer a cualquiera. Asumo que para Ramírez los expedientes eran un féretro ambulante, rentable para vengarse de la vergüenza de deberme tantos favores. Del mismo modo soñaba con una victoria en su paisaje mortecino de un hombre insatisfecho por los delirios sobre la envergadura de su miembro masculino. Un defecto inconfesable desde la pubertad cuando adquirió ese complejo. En cierta ocasión admitió que la infancia fue un sufrimiento perpetuo.
Al verlo moverse nervioso alrededor de mi escritorio, vislumbré un encadenamiento de infortunios. Ramírez era extravagante, infantil, torpe. Sólo tenía una hermana que además, según él, era pobre y desangelada. Quienes lo conocen afirman que su madre fue asesinada cuando Ramírez no cumplía los once años. El móvil: el padre descubrió que Ramírez era el apellido del amante de su esposa, verdadero progenitor de Ramírez Colomé. No sé, pero al verlo así, tan desamparado, recordé la frase final de un cuento de Malcolm Lowry: “tú sólo amas tu propia miseria”.
*La mirada remota. Colección Premio Nacional de Literatura - 7. Guatemala: F&G Editores, noviembre de 2014, 1era. edición. 240 págs. 12.7 x 20.3 cms. ISBN: 978-9929-552-94-4. Rústica.