La negación puede ser inconsciente o convertirse en una inmediata respuesta de conducta del comportamiento humano. El negacionismo es totalmente consciente y tiene como objetivo negar patológicamente lo sucedido o desvirtuar procesos científicos de investigación histórica. Se trata de un trastrocamiento del conocimiento mismo.
El negacionismo es patológico, y en casos extremos pueden identificarse rasgos de mitomanía en quienes lo practican, tanto por la aberrante inclinación a transformar la realidad como por la tendencia a mitificar personas.
Recientemente estuve en una reunión donde el negacionismo en relación con lo sucedido durante la guerra interna guatemalteca fue el platillo de entrada, el principal, el postre y la sobremesa. Pude identificar dos causas que afloraban en quienes así opinaban: el miedo y cierto interés cuyos propósitos no pude discernir.
En orden a los miedos, fue impresionante escuchar la versión de una persona que, habiendo sido secuestrada, torturada y después liberada, llamaba su «ángel guardián» a uno de sus carceleros. Se refería a quien tomó la decisión de liberarlo. Más de 30 años no han sido suficientes para encarnar su realidad. No obstante, era consciente de la identidad de sus sayones, de la fecha y la hora de su rapto y de su rescate.
Más descarriada fue la postura de un jurista que, adoptando una postura académica, dijo que el síndrome de Estocolmo no existía, que era una mentira inventada por las organizaciones que medraban en la posguerra. Quise decirle que de invención nada tenía el dicho síndrome y que tratadistas como Andrés Montero Gómez lo han definido como «un fenómeno psicopatológico de plataforma traumática» (véase «Síndrome de adaptación paradójica a la violencia doméstica: una propuesta teórica», en Clínica y Salud, vol. 12, núm. 1, 2001, pp. 6-8). Pero no. El jurista, que sentaba cátedra al mejor estilo de Moralejas, no estaba en condiciones de entender a uno de los mejores peritos del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid. Y los comensales, con la boca abierta, asentían bajo el yugo de esa asfixia que provocan ciertas ideas en el no letrado.
Ni qué decir del caso Sepur Zarco. Tales hechos no existieron, según el dilecto jurisconsulto. Mucho menos el genocidio. Su mejor sustento era que en una iglesia de un pueblo de Quiché estaban escritos (en un mismo sitio) los nombres de las personas matadas por la guerrilla y los nombres de las personas matadas por el Ejército. Ergo (según él), «no hubo genocidio». Pensé entonces que, si lo hubiera escuchado el bolito culto de la esquina, el que encuentro por la calle de mi casa todos los sábados, él habría espetado: «¡Ayayayayay, carajo! ¡Mejor te venís conmigo!».
Ese negacionismo deformante está llegando a niveles críticos. Al paso que vamos tendremos que dar por sentado que fueron los marcianos quienes provocaron todas las masacres contra la población civil durante el conflicto armado interno. Sí, arguyo de esas aniquilaciones documentadas científicamente y que solo pueden ser refutadas por personas atiborradas de interés o de miedo, aplaudidas por otras a quienes el conocimiento, las ideas, la lógica elemental, la razón y la inteligencia les provocan sofocación.
Repito, insisto: la justicia debe ser pareja. No importa de qué lado hayan estado quienes cometieron crímenes de lesa humanidad. Deben someterse a la majestad de la ley. Estamos en un momento de justicia transicional y no podemos seguir deteniendo nuestra historia. Las víctimas de ambos lados merecen reconocimiento y tienen todo el derecho al legítimo resarcimiento. Solo así volveremos a confiar en el Estado.
En cuanto a quienes hacen toda una apología del negacionismo, bien valdría la pena escuchar una versada opinión, sea del Colegio de Abogados y Notarios de Guatemala o de la Corte de Constitucionalidad. A mi juicio, muchos están cayendo en yerros que podrían ser punibles. En pleno siglo XXI la ignorancia ya no es un atenuante.
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