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La soberanía del victimario institucional

Es muy fácil en la práctica que el curador y el artista caigan en esa sinergia perversa de no poder subsistir el uno sin el otro
De buena o mala fe, es un imperdonable error empezar algo, en un país con un contexto tan trágico como este, en el paso cinco y no en el paso cero.
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La soberanía del victimario institucional

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“Yo no soy un artista, soy un pintor; porque la palabra arte está muy tramposa, muy prostituida, muy confusa, muy mal entendida”, dijo poco antes de morir Francisco Icaza, el pintor mexicano fallecido a principios de mayo.

¿Soy yo, Juan Pensamiento Velasco, un artista? Pues depende de a quién le pregunten.

Algunos responderían que sí. Otros, que no, porque lo que hago no manifiesta el suficiente rigor técnico de un Jorge Mazariegos. Otros, que tampoco, porque mis piezas no encajan en los criterios de contemporaneidad que alguien que no conozco demarcó y algunos que sí conozco repiten sin explicarlo mucho. “Y si no es contemporáneo, pues será lo que quieran menos arte”. La respuesta, en realidad, no me preocupa ni un poquito. Uso el ejemplo porque me atrevo a asegurar que casi cualquier persona tiene una noción sobre qué es ser artista y sobre quiénes lo son, por obsoletas que puedan ser sus concepciones. Haga la prueba: pregúntele a quien está al lado suyo qué es un artista y quién es su artista preferido; o pregúnteselo usted mismo. Perfecto. Ahora, pregúntele a la misma persona qué es ser curador o quién es su curador preferido. No dudo que algunos obtendrán una respuesta; serán los menos.

Pocas personas en Guatemala pueden esbozar con mediana certeza qué significa ser curador de arte pese a que la figura tiene alrededor de 20 años de funcionar aquí, con creciente influencia. Este desconocimiento, claro, casa bien con la obviedad de que el arte en general –y, sobre todo, el arte contemporáneo– es innegablemente elitista (uy, la mala palabra que puede pelearse o justificarse a gusto del cliente) y de que el guatemalteco promedio lo entiende como algo que le es ajeno.

No entraré a explicar en detalle la historia universal de la curaduría (¡tranquilo, “yo puedo”!) pero aquí está…  En realidad, este texto pretende fungir como una crítica a la práctica de la curaduría en Guatemala y no al concepto de la curaduría en sí. Veamos.

De acuerdo con María Victoria Véliz –cubana historiadora de arte que residió en Guatemala–

“el curador fue ganando importancia en la medida en que el arte contemporáneo fue creciendo. Este había dejado de ser contemplativo y había abandonado las técnicas y los materiales que le eran inherentes, incorporando cualquier dispositivo tecnológico a su alcance y al cuerpo humano mismo. Sobre la ‘sustancia socia’ se volcó la producción artística, interesada más en diseminar el saber y diluir los grandes relatos, que en mantener las tradiciones epistemológicas. De ahí que el oficio de curar la obra se hiciera cada vez más necesario. Hacía falta alguien que se encargara de mediar entre el ‘saber instituido’ y estos otros ‘saberes eclécticos’, frutos de la experimentación que se estaba produciendo en el arte. En realidad no se trata de alguien que viniera a proteger la obra como un fetiche sacrosanto, sino que pudiera usarla como testimonio, como cosa, como dispositivo didáctico.”

Esta explicación de María Victoria permite comprender la figura del curador y su presencia en el mundo del arte actual. Una presencia tan inevitable como innegable, sobre todo en los espacios institucionales que brindan reconocimiento y visibilidad. El auge del arte contemporáneo en Guatemala y el renombre de ciertos artistas en el exterior se ha debido casi en su totalidad –sin negar el propio talento de los artistas, claro– a la existencia de redes institucionales en donde los curadores resultan tan protagonistas como los mismos artistas, si no es que más, llegando incluso al punto en que varios suelen contar con su nombre presentado en formato estelar en las exposiciones que curan.

Pretender que la curaduría no exista es ingenuo e inviable –en el décimo tercer día, dios creó al curador de arte y eso es irremediable, por lo menos hasta llegado el juicio final– y, sin embargo, pocas veces ha sido el ejercicio local de la curaduría de arte objeto de críticas, cuestionamientos y discusión públicas como no sea en entornos más o menos controlados por los propios curadores. A lo largo de los ya casi cinco años en los cuales en mayor o menor grado he sido [más observador que] partícipe de las dinámicas del mundillo local del arte, he ido afirmándome una serie de críticas que, pese a ser compartidas por otros, rara vez suelen salir de las conversaciones privadas. Puede que en algo mis apreciaciones personales –que son solo eso, vaya: mías– estén erradas; puede que en mucho me quede corto; puede, sin embargo, que estas líneas ayuden a iniciar una discusión; porque lo que es innegable es que como artista en ciernes no es fácil en este país –aunque, ¿qué lo es?– acceder a espacios, digamos, respetables.

En todo caso, 20 años son apenas una ínfima parte en la historia de la disciplina, incluso del local y que, pese a mis críticas y cuestionamientos, sé que esto del arte y la curaduría en Guatemala es algo relativamente incipiente y que, como todo proceso, es un camino susceptible de fallas, mejoras, lagunas, descubrimientos y contradicciones.

En principio, me parece necesaria la función básica del curador como conocedor de la historia del arte. Nadie mejor que un curador bien preparado para seleccionar de entre la obra de un artista lo que más vale la pena para narrar su historia en una retrospectiva. Lo mismo en eventos tipo bienal, como la que nuevamente se aproxima en Guatemala, o cualquier otro en donde se elige articularse alrededor de un tema (o un problema) y se requiere, por tanto, una persona o un comité a fin de cerciorarse de que existe cierto hilo conductor y así bien comunicarse con el espectador (cosa que no es lo mismo, claro, que llevarle “de la manita” o encerrarlo en una interpretación unívoca ni de las piezas o del evento mismo). Y, sin embargo, es muy fácil en la práctica que el curador y el artista caigan en esa sinergia perversa de no poder subsistir el uno sin el otro… y, por ello, en lo particular, no soy partidario de la curaduría para casos individuales. Algo de eso se explica por mi escasez de paciencia para trabajar en equipo y mi casi nula propensión a “dejarme guiar”, pero más allá de esas posturas personales creo firmemente que si un artista no puede comunicarse por sí solo, que aprenda o que mejor no sea artista. Ese terror a cagarla, a la prueba y error, es perjudicial tanto para el artista como para el arte en sí, porque jamás debiera ser necesaria la intermediación de alguien para que todo quede bonito y apropiado, perfecto y vendible, digno de agradar, como si ese fuera el único fin. Si una pieza no se sostiene sin un texto escrito por alguien más, pues es muy sencillo: esa pieza no debiera de existir. Esto, creo, se solventaría perfectamente con que el artista sepa qué quiere y no tenga miedo de experimentar ni de que, dios guarde, lo critiquen. El contrapunto a esta aparentemente sencilla solución, sin embargo, es que muchas veces los fondos para creación son externos y los espacios están condicionados a trabajar forzosamente con un curador dotado, obviamente, de la entera libertad de decir sí o no, por más que sea en forma de “sugerencia” sonriente.

A principios de enero de 2010, María Victoria escribía con respecto a la curaduría local que hablar del oficio de curador, hasta entonces, había sido un territorio de silencio; la categoría se usaba “de manera temporal, antojadiza, y rodeada de miedo, siempre a merced de que la experiencia o la subjetividad de un curador reconocido validara o no el ejercicio, y a veces a la misma crítica.” Señalaba, asimismo, cómo las curadurías se encauzaban en traer artistas internacionales (“¡es tan importante saber lo que está pasando en el mundo!”), reciclando ideas sin perfilar tesis que sirvieran como eje de reflexión o puntos de partida.

Leyendo eso, me parece bastante triste que en cuatro años y medio nada pareciera haber cambiado. Además, a la importación de artistas a modo malinche (y no, prometo que no hablo desde una xenofobia negada) se suma la importación de curadores (también para emparejarnos con lo lindo e impactante que hacen todo afuera, como en Juannio). Y, peor aún, los artistas locales se asimilan a lo que ven en otras partes con tal de encajar en el mercado global, casi siempre a instancia curatorial.

Por supuesto que la identidad es un asunto individual y cada quien es libre de explorar lo que desee; sería absurdo negarlo y no supone, tampoco, que las obras resultantes no puedan ser poderosas. Pero al mismo tiempo, sigue sin haber una institucionalidad preocupada por la investigación de lenguajes propios que relaten quiénes somos hoy aquí. Este es un síntoma en sí mismo, claro, pero debe ser punto de discusión. La expresión artística que no encaja dentro de los criterios de la contemporaneidad [término comúnmente utilizado pero rara vez explicado] es desechada a priori por todo curador que se respete a sí mismo, y tildada inmediatamente como “folklorismo”, “exotismo”, “lugar común” o “carente de referencias adecuadas”. No niego que una pieza puede, erradamente, responder a eso… pero ¿quién da medio centavo por todo aquello tildado a priori de “folklorismo” o “exotismo” cuando resulta, como resulta en muchas ocasiones, expresión genuina de un artista que comulga con su cotidianidad y contexto y trata de describirlo, explorarlo, resignificarlo o hasta criticarlo? ¿No le corresponde una sustanciosa tajada de esa responsabilidad a los curadores como encargados del acceso, la visibilidad y la decisión de quién existe y quién no como artista? ¿O lo que importa es la adaptación colonialoide a lo que hacen allá, lejos, quienes sí saben de cultura, de temas ya superados, de disciplinas en boga, de discursos importantes…?

No obstante todo lo anterior, quizá la falla más grande que encuentro en la curaduría –que lleva varios años dotada del suficiente poder– es que casi no existen procesos transparentes para acceder a espacios de visibilidad. ¿Se imagina alguien la confianza que podría tenerse sobre un concurso literario que funcionara sin pseudónimos y plicas? ¿Y se imaginan que de no ser con plica, aun así alguno de los jueces llamara a un escritor para instarlo a que participe en el concurso? Por más que el juez fuera probo y ético, ¿no pondría esa invitación a los otros participantes en una clara desventaja?

Y, sin embargo, así funciona la Bienal de Arte Paiz, por ejemplo, con invitaciones particulares a los amigos de los curadores o a los artistas que los curadores ya conocen, a los que ya les gustan. La edición 2014 no fue la excepción.

Si bien es debatible que un curador hoy por hoy sea lo suficientemente poderoso para trazar planes institucionales a nivel nacional, es una tacha absoluta que sí lo sea para cerrar, sin criterios claros y definidos, el círculo de quiénes entran y quiénes no, difuminándose eso con los cacicazgos y compadrazgos tan propios de casi cualquier guatemalteco (latinoamericano, vaya) en posición de poder. Por mucho que la presencia y el involucramiento estatal en el arte guatemalteco sea nula (y por el momento quizá sea mejor así –no nos vaya a ir como en la FILGUA 2013, cuando el plato fuerte fue Yordi Rosado y se designó “escritora notable” a Vivian Marroquín) existe una obligación ética de diseñar, proponer y consensuar procesos estandarizados y transparentes que garanticen que alguien, que cualquiera, podrá “entrar”, tal como lo garantiza un concurso literario. Claro que en la Bienal de Arte Paiz ya no hay premio pecuniario, pero la visibilidad y la cualidad de “ser nombrado” hacen las veces de ello (y no, no digo que participar en esta Bienal sea un premio, que vaya si el evento no es criticable desde variopintos enfoques, pero…).

Otro ejemplo de esto es la misteriosa Bienal de Artes Visuales del Istmo Centroamericano, que este año se realizará en agosto en Guatemala. Salvo un par de artículos que se limitan a hablar de la ciudad como sede y en los que se menciona que la Fundación Paiz está involucrada, es casi imposible encontrar información sobre quién participa, quién puede participar representando a Guatemala, quién decide, con qué criterios de selección y con qué resultados. Convocatoria abierta, pareciera no haber habido. ¿Así debiera ser? ¿Quién nos garantiza que no entraron solo los amigos de tal, por muy “buenos” que sean? ¿Cómo se entera un artista nuevo de que existe esta posibilidad? ¿Acaso por ser un evento privado no se está representando al arte local y no a alguien como individuo? ¿Hay curaduría en esta Bienal? ¿Qué papel desempeña?

Por otro lado, así como en la curaduría son tangibles la falta de transparencia y la discrecionalidad ilimitada que afecta a los artistas como emisores y creadores, me parece que escasea el deseo de comunicarse con el público guatemalteco, el receptor del arte. Es verdad que la preparación académica y la capacidad investigativa son un requisito para ser curador (tanto, que hasta se exageran o falsean, como en muchas otras profesiones), pero si no se logra trasladar los conceptos explorados al público, de nada sirven los eventos públicos, las exposiciones, los concursos, las bienales.

Quizá esta no sea función curatorial per se; quizá se necesite un intermediario entre el curador y la gente. Pero de momento no lo hay y hasta hace muy muy poco, ciertamente, no ha habido curador que aparente siquiera buscarlo. Pareciera que en su imaginario se trata de articular discursos dirigidos a otros curadores, sea para mantener cierta aura intelectual o para engrosar el currículum. No es que no existan otros ejemplos, pero dada la coyuntura, me permito, de nuevo, usar el de la Bienal de Arte Paiz de este año. La convocatoria –que no sé si puede llamarse abierta, pero al menos no fue enteramente cerrada– se distribuyó por correo electrónico a finales de agosto de 2013 y constaba del siguiente texto, a mi parecer dolorosamente pretencioso y cómicamente críptico:

“La XIX Bienal de Arte Paiz se realizará con el concepto de Trans-visible (entre lo ya no y el aún no). Los curadores de la Bienal explican que “la XIX Bienal de Arte Paiz, en su edición XIX, se propone como una plataforma que relativiza nociones de modelo, universalidad, genealogía y linealidad, en favor de un espacio donde el arte se manifiesta en transición, inserto en procesos de pensamiento crítico e investigativo de la realidad y del arte, tal y como éste se manifiesta en la contemporaneidad guatemalteca”. […] Además, la aplicación deberá incluir una respuesta a las siguientes preguntas: ¿Cómo piensas que tu obra se puede enunciar dentro de un espacio entre un ‘ya no’ y un ‘aun no’; cómo transita el intersticio indefinido e incierto entre lo que es evidente y lo que no lo es, entre lo establecido y la voz propia? ¿Cómo manifiesta tu obra su contemporaneidad dentro del contexto local y global?”

Podrían argumentar que esto es pura subjetividad viciada mía, pero ciertamente no fui el único… Cuando compartí el texto en una red social, el editor de uno de los suplementos culturales más relevantes en Guatemala comentó: “O está escrito por un retrasado mental o por un fino humorista que intenta tomarnos el pelo. Entre el “ya no” y el “aún no”, habría que explicarle a tan dilecto teórico que nada explica mejor la “contemporaneidad guatemalteca” que el “ya merito.

Una catedrática de la maestría de estudios culturales en FLACSO, por su parte, escribió: “Qué ganas de complicarse la vida la de esta gente. Me imagino que es una de aquellas situaciones de ‘si no lo entiendes, no es para ti’... y las personas que lo van a entender se pueden contar con los dedos de una mano. Pero juguemos el juego: Un ya no es el pasado... asumo... y el todavía no el futuro, asumo... O sea, ¿el presente? ¿Cuesta demasiado escribir ‘el presente’? ¿O no es eso tampoco? ¿Es una dimensión imaginaria? Gracias al cielo no soy artista y si lo fuera posiblemente no seria conceptual, así que nada de todo eso me quitara sueño. […] Que tus sueños te lleven más allá del aún no y el tal vez sí y el ya no más.”

Algunos artistas visuales, al menos, parecieron traducirlo bastante bien:

O sea, temática libre pues...

Lienzos en blanco. Ya no estás pintando la obra anterior, aún no te has puesto con la nueva. Y hala, a sacar pisto.

Es un cover para seleccionar a dedo a los trabajadores del arte y justificarse con la verborragia. Por ejemplo este ya no es y todavía no, ¿no es simplemente el presente? Idiotas. Aun así despierten, muchá, todo es un negocio; no se le puede pedir más a esto. Hacen lo que pueden para imitar a los gringos.

Y así, en la misma línea, un total de 92 comentarios, algunos con humor, otros con ira, otros con sorpresa, la mayor parte provenientes de personas que no pueden precisamente ser tildadas de incultas o desconocedoras o no interesada en el arte. Y a mí, después de eso, me quedaron flotando de todas formas varias preguntas: ¿Con quién planeaban comunicarse los curadores? ¿A quién planeaban convocar? ¿Era este lenguaje un filtro? ¿Un filtro para qué o quién y basado en qué? ¿No están enterados acaso de la escasa preparación académica, no digamos crítica, del ciudadano promedio? ¿No hay conciencia de su parte (pese a que sí hay repetición de la frase) de la importancia del arte para sensibilizar y educar a las masas? ¿Y si no es para eso, para qué hacer una bienal aquí entonces? ¿Para complacer a quién? ¿A sí mismos? ¿A los financistas? La propia Bienal de Arte Paiz, en su página de internet, se describe a sí misma como existente con “el fin de crear un espacio de discusión, incrementar el acceso y la descentralización del arte”. ¿Entonces? ¿Y con qué fin, si no es para dialogar entre los guatemaltecos, se eligieron luego los cuatro ejes que mágica e inexplicablemente se derivaron del concepto de “Trans-visible” y que parecieran tener cierta preocupación social, al menos en el nombre? ¿Para que los entienda quién están redactados los textos oficiales? Algunos podremos entenderlos, con mayor o menor certeza, pero me huele a que la actitud en sí bien podría compararse con la gentrificación de los barrios o con la privatización de cualquier cosa, bajo el discurso colonial del “desarrollo”:

“Esto es para quien pueda pagarlo = Esto es para quien pueda entenderlo”.

“Los pobres son pobres porque quieren = Los brutos son brutos porque quieren”.

Y es que, de buena o mala fe, es un imperdonable error empezar algo, en un país con un contexto tan trágico como este, en el paso cinco y no en el paso cero. ¿Acaso se ha organizado o compilado formalmente nuestra historia del arte a fin de que pueda ser estudiada, criticada, cuestionada? ¿Si sí, dónde está? ¿Si no, por qué no? ¿Se han preocupado los curadores por que se haga y se ponga a disposición de los artistas y del público?

La curaduría, hoy por hoy, pareciera enfocarse en algunos ligeros cambios, eso sí. Esta edición de la Bienal de Arte Paiz incluye una “gestión de mediación artística” que, según he oído, está destinada a educar al espectador en la forma de procesar el arte contemporáneo para sí, alejándolo de la mera contemplación acrítica de las obras. Eso es, innegablemente, un avance, aunque habrá que ver de qué forma confluye con el fondo de los temas explorados, que al final son el objeto más allá de las piezas específicas y de los artistas participantes; a riesgo de sonar prejuicioso, creo que esto probablemente debamos agradecérselo a la curadora extranjera (que lidera el comité), pues los guatemaltecos, de querer hacerlo, lo habrían hecho hace mucho. Nuevos, desconocidos o faltos de espacios para incidir, no son. Pero, por supuesto, todos tenemos, siempre, la posibilidad de explorar algo nuevo. Prueba y error, beneficio de la duda. Recientemente, asimismo, la curaduría ha tomado la bandera de la decolonialidad, aun cuando los mismos curadores parecer tener una idea bastante confusa de lo que significa. Claro que no se puede hacer un diagnóstico definitivo dado que esto, de verdad, es muy reciente (quizá seis meses, oficialmente) pero los métodos no han parecido distintos en absoluto y, ciertamente, se sigue girando alrededor del “experto sabelotodo” con discrecionalidad ilimitada. Ojalá la dichosa decolonialidad en el arte sobrepase el mero discurso y lo abra hacia quiénes son “nombrados”; que no se quede la idea en un risible análogo de la “responsabilidad social empresarial” que el CACIF, presionado para dizque modernizarse, decidió usar del diente al labio. Pero… ¿se puede estar contra la historia académica si no hay una historia académica? ¿Están definidas las herramientas coloniales para poder deconstruirlas? ¿Sabemos siquiera que hay por fuera de lo colonial?

Con todo y el beneficio de la duda –me cuesta otorgarlo, pero me esfuerzo en ello– el presente del sistema del arte aquí, en esta Guatemala, aun con sus tenues luces de esperanza que parecieran solo de forma y no de fondo, no deja de sonarme a eso que el chileno Justo Pastor Mellado describe como “la soberanía del victimario institucional”, una curaduría cuyo propósito pareciera ser la sujeción del arte local a la hegemonía de las prácticas de primer mundo, con lo que el curador resulta no siendo más que una figura evangelizadora encargada de ir convirtiendo el arte en otro apéndice del voraz capitalismo globalizante. Y sí, eso es trágico; y sí, es precisamente eso que Icaza, al principio de este texto, llamó sin titubeos “prostitución”.

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