Lobos Zamora (con su nombre de novela) lo sentó en la gran butaca presidencial, y Mejía Víctores empezó a hablar balbuceando, pero con la imponencia de siempre. Violento y desparramado, intentó prender un cigarro al revés, pero Lobos Zamora se lo quitó. «Mi general», le dijo devolviéndoselo encendido. Era la Casa Presidencial entre julio y octubre de 1984.
Esta escena se muestra, con el simbolismo del teatro de esta especie, en la obra La cometa, dirigida por Luis Carlos Pineda, que se presentó en el teatro Lux la semana pasada. Una función agresiva, que devela un episodio histórico, cuando a partir del 15 de mayo de 1984 se fue desapareciendo progresivamente a 183 personas, luego halladas en el Diario Militar. Nada más en ese documento las encontraron porque a la fecha nadie más volvió a verlas.
La obra busca, entre mucho, interpelarnos sobre el desconocimiento de la historia. A alguien como a mí, cultivado en un colegio de la clase media, no me enseñaron mayor asunto sobre el pasado tenebroso, sino al contrario: a ver solo hacia adelante.
Los temblores ocurren y, bueno, esta obra puede ser uno. Es fácil pensar, al ver los movimientos estudiantiles y ciudadanos que surgieron el año pasado, dónde estarían hace 30 años. ¿Será que habrían sido reprimidos? En ese entonces te mataban por gritar contra el presidente. Ahora te matan por robar un celular.
Una de las historias de estos muchachos es la de Sosa, a quien, luego de haber sido torturado, sacaron a la calle para que identificara a los demás. Astuto y con una habilidad incomprensible, apuntó el dedo hacia un extraño. Los militares se dirigieron hacia allí y se dieron cuenta en poco tiempo de que era una trampa, pero para entonces Sosa ya estaba entrando en la Embajada de Bélgica. Le dispararon. Le dieron tres tiros, uno de ellos en el hígado, pero la puerta estaba abierta y Sosa logró colarse. El embajador lo protegió. Les pidió las credenciales a quienes lo perseguían. No quisieron mostrarlas o no tenían, qué sé yo, pero se fueron, y el tipo se largó del país y relató la historia, ese pasado que muchísimos no pudieron contar.
Para ver hacia el futuro, a lo que se aspira, debemos recordar, aunque duela, lo desastroso pero innegable. Como una persona que vive en una ingobernabilidad asquerosa por alguna compulsión y que un día decide rendirse porque ya no le queda de otra y cambiar así esa conducta destructiva. En algún punto deberá hacer un recuento minuciosamente elaborado de todo el daño que causó y que le causaron y estar dispuesto a reparar y a perdonar con las consecuencias que esto conlleve. Si no se hace algo así, algo tajante, el ciclo se repetirá, generacionalmente, una y otra vez.
Los casos destapados por la Cicig y el MP han venido a mostrar los esqueletos de las estructuras que vienen operando desde la guerra interna y que luego se dedicaron a delinquir utilizando el aparato estatal. Estas son situaciones que suceden de forma común: luego de los conflictos armados quedan remanentes acostumbrados a actuar arbitrariamente en todos los ámbitos. Esto se reproduce desde los liderazgos del país, y entonces cualquiera mata con impunidad a su vecino por estacionarse donde no debe un sábado por la tarde.
Desde el año pasado se busca un cambio en muchas vías, el cual ha arrancado desde la justicia y cuya función más relevante es la averiguación de la verdad. Esa verdad es la que, al aferrarse a ella, permite salir del atolladero. Podemos referirnos a un individuo colapsado, digamos, por las drogas. O a un país lacerado por la corrupción, la pobreza y la violencia, que es nuestro caso. Solo la admisión sin pretextos de nuestra realidad podrá transformarla.
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