Como siempre, ha sido la sociedad civil organizada la que ha brindado alimentos, ropa, techo y atención a esta población desesperada que busca sobrevivir, mientras el Gobierno se hace de la vista gorda y olvida sus obligaciones de atención, como lo establece el Código Migratorio. A pesar de cómo nos las presentan los medios de comunicación, tanto esta caravana como la de octubre de 2018 y las que queden por venir no ocurren en el vacío, pues son resultado de un modelo de desarrollo y de inversión social estructuralmente racista y excluyente.
Dicho modelo prioriza una economía de agroexportación y extractivista que demanda fuerza de trabajo escasamente calificada y flexible, cuyas condiciones laborales son precarias. A estas condiciones se suma la escasa inversión social en educación y en salud, así como en otros derechos mínimos, con lo cual se beneficia a unos pocos y se margina a la mayoría de la población. Por ejemplo, el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) indica que, por cada quetzal que el Estado invierte en la población mestiza, se invierten apenas 45 centavos en la indígena.
En este contexto se nos olvida que, además de las caravanas migrantes, existen otros tipos de desplazamiento poblacional, especialmente en el interior del país, que anteceden a la migración internacional, como las migraciones estacionales de jornaleros que viajan desde diversas regiones hasta las zonas productoras de caña, café y otros productos. Son campesinos con escasa escolaridad, que por lo general se trasladan con sus familias completas, para trabajar unos meses en condiciones que no siempre garantizan sus derechos humanos y luego volver a sus comunidades rurales, donde no hay oportunidades económicas.
Por ejemplo, a pesar de que algunas fincas tienen servicios de educación para los hijos de los jornaleros, estos no siempre tienen acceso a las escuelas, pues el salario de la familia (que se obtiene por quintal cosechado) muchas veces se complementa con la colaboración de todos los miembros, incluyendo a los más pequeños. Esto contradice las normas internacionales que prohíben el trabajo infantil, pero, desde la percepción de las fincas y de las comunidades, el que los niños y las niñas trabajen sin remuneración directa (ayudan a la familia) es una cuestión de educación para el trabajo.
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Lo anterior implica que, en la finca, los niños trabajan en vez de estudiar. Pero tampoco estudian en su comunidad de origen cuando regresan, pues los ciclos agrícolas no coinciden con el escolar. Con ello se reproduce la baja escolaridad (nuestro promedio nacional en 2014 es de 5.6 años, es decir, menos del nivel primario), la escasa calificación laboral y, por tanto, la prevalencia de la pobreza.
¿Qué oportunidades puede tener un niño o una niña en estas condiciones? De ahí que el 33 % de la población económicamente activa esté empleada en la producción agrícola, el 70 % de la población trabaje en la informalidad, el 79 % no cuente con seguridad social, el 66 % de los trabajadores no tenga contrato (en el área rural asciende al 82 %) y que el ingreso promedio mensual en el sector agrícola sea de Q996.00 (que ni siquiera se acerca al salario mínimo: Q2,992.37 en 2018 y 2019), lo cual es conveniente al modelo económico que se privilegia en nuestro país.
Ante esta escasa oferta de opciones laborales y de condiciones de vida, las personas optan por buscar trabajos mejor remunerados en otros sectores económicos y, por tanto, emigran con intención de permanecer, primero, quizá en la ciudad, donde buscan emplearse en lo que puedan, generalmente en la informalidad, pero luego, en cuanto surge la ocasión, en Estados Unidos, donde, según me dijo un migrante, «el dinero sale por las ventanas».
En este escenario de precariedad, que no nos extrañe que sigan saliendo caravanas de desesperados hacia el norte. En vez de criminalizarlos y señalarlos como oportunistas e influenciados políticamente, tengamos empatía y solidaridad con ellos, comprendamos su situación y sus motivaciones. Y sobre todo demandémosle al Estado que cumpla con su responsabilidad de proveer las condiciones mínimas que garanticen sus derechos ya para que permanezcan en sus territorios con dignidad, ya para que transiten por nuestro territorio y lleguen a su destino, si esa es la única opción que queda, mientras nos ponemos de acuerdo para cambiar paradigmas de desarrollo.
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