Los guatemaltecos quizá tengan ya una lista larga de noticias sobre las cuales preocuparse, una lista que se asemeja a una hilera de nubes negras en el horizonte. Entonces, escribir una columna sobre el riesgo asociado a las lluvias quizá parezca un esfuerzo inútil, una gota más que se diluye en un mar de preocupaciones. Pero hay que recordar que no todas las nubes negras serán tormentas. Y aunque algunas lleguen en forma de tormentas, muchas de ellas podrán superarse sin muchos problemas con un buen paraguas, para abusar un poco de la analogía.
Las lluvias extremas asociadas a ciclones tropicales son usualmente las que más daños causan en Guatemala. ¿Qué tanta atención debe dársele al riesgo asociado a estos fenómenos? Aparte de considerar los posibles efectos, al analizar el riesgo debemos considerar también qué tan probable es que ocurra un evento de esta naturaleza. En las últimas dos décadas Guatemala ha sufrido el impacto de al menos tres tormentas mayores, Agatha, Stan y Mitch. Cada una de estas tormentas causó cientos de muertes y pérdidas por varios miles de millones de quetzales. Muchas otras tormentas también han causado daños, aunque a una escala menor. Tomando esta evidencia anecdótica y considerando una recurrencia similar en el futuro, me parece que la probabilidad de tormentas con un impacto similar en los próximos años, quizá aún durante esta época lluviosa, es significativa y no debe ignorarse. Recientemente, el huracán Earl pasó por Guatemala, causó daños principalmente en el norte del país y continuó hacia México, donde su impacto fue mucho más devastador. No es difícil imaginar que un cambio relativamente menor en su trayectoria podría haber resultado en un evento mucho más desastroso para Guatemala.
El riesgo, sin embargo, no afecta a todos de la misma forma. La vulnerabilidad de las personas, ese conjunto de características que las hace más susceptibles de sufrir el impacto de los desastres y que por lo tanto hacen que aumente su riesgo, depende de factores como el acceso a la información sobre el riesgo, el acceso a recursos para mitigarlo y la capacidad de recuperarse de las pérdidas. No todas las personas están expuestas de la misma manera: las que viven en los barrancos de la ciudad de Guatemala están mucho más expuestas al riesgo de deslizamientos que las que viven en áreas donde la pendiente del terreno es menor. La vulnerabilidad está fuertemente relacionada con los procesos de exclusión social, pobreza y marginación. Y el ejemplo de los asentamientos en las áreas de barrancos de la ciudad de Guatemala lo ilustra de forma dramática. Tristemente, no sería sorprendente que ocurrieran deslizamientos como el de El Cambray II, en octubre del año pasado, si un ciclón tropical produjera lluvias intensas y prolongadas en el área de la capital.
Este problema de riesgo no es fácil de solucionar y requerirá un esfuerzo muy grande para hallar una solución. Con decenas o quizá cientos de miles de guatemaltecos expuestos a deslizamientos e inundaciones y con un Estado con muy pocos recursos para hacer algo al respecto, la solución parece muy lejana. La alternativa, sin embargo, es aceptar de forma tácita que cientos o quizá miles de personas morirán cuando ocurra la próxima gran tormenta: una alternativa que tampoco debería ser aceptable. La solución, si algún día se busca, deberá ser a largo plazo, incluyendo elementos como el ordenamiento territorial, el acceso a vivienda popular en áreas seguras y sistemas de alerta temprana efectivos. Habrá que priorizar las áreas más expuestas y vulnerables y avanzar en la reducción del riesgo para esas áreas primero. Mientras esa oportunidad llega, esperemos que las grandes tormentas no pongan a Guatemala en la mira y que las nubes negras en el horizonte se disipen antes de llegar hasta nosotros.
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