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“Las prisiones no son contenedores en donde tiramos a las personas que no queremos ver”

Oliverio Caldas
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“Las prisiones no son contenedores en donde tiramos a las personas que no queremos ver”

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Él construye espacios a los que nadie quiere llegar. Oliverio Caldas Bermúdez construye prisiones. En sus obras, este colombiano intenta proyectar más allá del encierro. En los últimos once años se ha especializado en diseñar prisiones de última generación que buscan la rehabilitación y reinserción del reo. En esta entrevista habla sobre la influencia del entorno en los presos, la reinserción social y las modelos para gestionar una cárcel.

Su charla está por terminar y llega el momento de las preguntas de la audiencia. El colombiano Oliverio Caldas acaba de presentar en Guatemala, en el foro organizado por la Universidad Rafael Landívar "Un futuro sin violencia es posible", ejemplos de cárceles que no parecen cárceles. Y, más lejos aún, cárceles que no parecen una cárcel guatemalteca. Parecen estimulantes complejos universitarios o amables espacios de residencia. Un joven de la audiencia, se pone de pie  y pide la palabra. Se pregunta, probablemente, lo mismo que muchos: “¿Por qué deberíamos dar este tipo de infraestructura a los presos? Ellos hicieron daño, merecen que se les trate mal”, dice.

Desde el escenario Caldas, profesor de diseño y Comisionado del Sistema Penitenciario de Colombia, intenta explicar que crear la arquitectura óptima para atender a los presos con miras a la reinserción social es propiciar el bien común, al igual que edificar una escuela o un hospital. Con delicadeza, el comisionado explica la necesidad de un cambio de paradigma en los sistemas penitenciarios; e insiste en que nuestras acciones se ven marcadas por el espacio en que nos desenvolvemos.

Antes de haber sido nombrado para la comisión de seguimiento a las condiciones de reclusión del Sistema Penitenciario de su país, Caldas diseñó los complejos penitenciarios de Ibagué y Cúcuta (Colombia) y fue consultor en La Joya y La Joyita (Panamá). Desde 2014 dirige el proyecto de la Universidad Nacional a cargo de la ampliación de nueve cárceles en Colombia, el cual busca habilitar 6,300 cupos para los internos.

 

Volvamos a la pregunta que le hacían después de su conferencia. ¿Por qué procurar este tipo de espacios para los presos, si ellos han dañado a la sociedad?

La novedad es que estamos haciendo algo, aunque no sea mucho. En este ámbito cargamos un rezago. Como ha sucedido con las escuelas. Al principio, construirlas era una gran novedad, pero ahora ya sabemos que, como mínimo, el Estado debe proveer espacios adecuados para que los estudiantes se desarrollen. Si pensamos que el horizonte de las cárceles es preparar a los internos para el futuro: ¿Cómo cambian los espacios y las actividades que promovemos? Además, la garantía de una vida en condiciones dignas para los reos ya está descrita en la Constitución, en las leyes nacionales y en los acuerdos internacionales sobre lo penal. El único mérito de nuestro trabajo es hacer lo que siempre se supuso que debíamos hacer y que por mucho tiempo no hicimos.

Cuando habla de la arquitectura óptima, explica cómo los espacios influyen en nuestro comportamiento. ¿Qué condiciones debe tener una prisión para influir o modificar las interacciones de espacios complejos y conflictivos?

Mi trabajo es contribuir a generar un ambiente adecuado para que los programas de tratamiento e intervención de las autoridades tengan éxito. Que los psicólogos, los guardias y el resto del personal que trabaja en una prisión pueda contribuir a la transformación del comportamiento penado. La arquitectura busca brindar las condiciones adecuadas para las interacciones humanas, es un ámbito importante para la civilidad, para la construcción de ciudadanía. A través de la transformación de los espacios, las personas se transforman. Y en el caso de las prisiones esa es un poco la meta.

¿Qué hace falta discutir sobre las condiciones de vida de los presos?

Al hablar de prisiones se nos olvida que tenemos que volver a enfilar a los reos hacia un futuro y que en éste se puedan reinsertar a la sociedad.

Usted habla sobre la responsabilidad del Estado al aceptar bajo su tutela a los presos…

El principio más importante es que el Estado no ceda el control de las cárceles, si lo hace, estamos perdidos. El Estado está obligado por la ley, por su misión, por el acuerdo entre ciudadanos al pertenecer a él. Debe de velar por la seguridad, custodia, tratamiento y reinserción. Las cárceles no son simplemente contenedores en donde tiramos a las personas que no queremos ver, que nos parecen indeseables, y nos olvidamos de ellas. La función del Estado es intervenir, como lo hace a través de la Policía, para lograr seguridad, o a través de los sistemas educativos y de salud.

Se señala que Guatemala perdió el control de su sistema penitenciario. ¿De qué manera recuperar este control?

Los Estados pueden recuperar su autoridad a través de la oferta que hacen. Si un país ofrece espacios miserables —no sólo para los reos, sino para todos— tendrá como resultado una sociedad producto de este contexto, que se comporta en relación a cómo fue tratada. ¿Cuál es el mensaje que la sociedad está enviando a los internos y a los criminales? ¿Cuál es el mensaje que los internos y criminales esperan de la sociedad? Allí hay un diálogo interesante que no se da.

Habla sobre el futuro del preso, al considerar la prisión como una etapa de vida, en contraste con la idea básica de la sanción. El dilema entre darle a una persona un incentivo para el cambio o la reclusión como un espacio de represión y castigo.

Ese es el problema. Desde hace años que la sanción es el enfoque primordial de nuestros sistemas. El contrato dice que a un criminal se le quita cierta cantidad de años de libre albedrío para realizar sus proyectos personales. Se le quita la movilidad y se le quita el tiempo. El tiempo es el valor de cambio para los privados de libertad. Uno se debe preguntar: ¿Qué vamos hacer durante ese tiempo? ¿Vamos a dejarlos allí a que se enloquezcan, como en las cárceles panópticas? Los sistemas carcelarios contemporáneos se basan en el uso del tiempo para la preparación de un proyecto de vida, de manera que cuando un recluso salga de la prisión, pueda perseguirlo. Al recluirlo, buscamos quitarle un pedazo del tiempo de su vida. Esa porción debería de servir para que la gente no vuelva a cometer los delitos que le llevaron al sistema, pero como no, vuelven al sistema o contaminan a los demás que llegan a la cárcel. El uso del tiempo se vuelve un catalizador para evitar la reincidencia delictiva y para mejorar las condiciones de vida de los otros.

Esa conciencia sobre el tiempo lo dirige a uno a pensar en el futuro.

Eso nos lleva a una concepción diferente sobre el trabajo y la función misional que tienen las prisiones. Cuando pensamos en futuro, pensamos en que las conductas que llevaron a una persona a un reclusorio hay que corregirlas para que no lesione los intereses de la comunidad.  Eso en prisiones de sistema cerrado. Pero también la ciudadanía debe entender que existen alternativas, sistemas abiertos y semiabiertos de penas alternativas a la prisión que sirven para zanjar las diferencias sociales y para que los delincuentes resarzan los daños que causaron a la comunidad. La ciudadanía también debe entender que la cárcel no es sinónimo de justicia. La justicia tiene muchas otras alternativas y la privación de libertad en una cárcel debería ser el último eslabón de una cadena, y no el primero, como generalmente se utiliza.

¿Qué distingue a un sistema carcelario cerrado de uno abierto, y cómo estos enfoques se relacionan entre sí?

La prisión, como la conocemos regularmente, es un sistema cerrado, en el que todo está controlado y se está allí durante un tiempo determinado, de corrido. En el sistema semiabierto, el interno pasa un tiempo corto o puede ser solo ciertas horas al día. En cambio, en el abierto, como existe en algunos países, el interno tiene la posibilidad de salir a trabajar y sólo llega a la cárcel por la noche, a dormir, porque el propósito de su reclusión no es desvincularlo de la vida ni despojarlo de su libertad por completo. Existen delitos o infracciones menores que en un sistema cerrado tienen consecuencias muy severas, pero que no ameritan la privación total de la libertad, o que permiten que el recluso trabaje para reparar o revertir el daño que causó.  Los sistemas abiertos se diseñan en base a los perfiles de los criminales y los delitos que cometieron. Existen infracciones a la ley que se pueden resarcir con trabajo social, como una pelea entre vecinos o una agresión a un inmueble. Otros pueden barrer el parque de su barrio o poner su profesión a disposición de la comunidad.

¿Qué lleva a que la sociedad y el Estado se niegue a considerar otra posibilidad en los sistemas carcelarios?

El problema es que pensamos que sólo se puede llegar a la justicia a través de una sanción. Como una revancha, una especie de venganza. Si la consideramos también como la oportunidad para la transformación de las personas, tenemos un conflicto. Ese deslinde mental que tenemos entre la existencia de lo puramente bueno o malo nos lleva a pensar que los delitos solo se pueden resarcir a través de tomar la justicia en nuestras manos o dejando que el otro se pudra en la cárcel. Si pensamos que la cárcel es el espacio al que los no deseados van a podrirse, vamos a nutrir conflictos mayores que los que ya tenemos.

¿Qué modelo de financiamiento y gestión de los centros es más pertinente en América Latina? ¿El público, el privado, el mixto?

En este momento, en Colombia todas las cárceles que están funcionando son obra pública. Apenas estamos ensayando modelos de gestión diferente a través de una asociación público-privada. El avance más importante en los últimos 25 años ha sido entender que hay que generar un modelo de relación entre instituciones que sea pertinente para los fines que las cárceles persiguen, según la ley.  El Instituto Penitenciario de Colombia ha desarrollado una cantidad de programas que vinculan a otras instituciones del Estado y a oenegés, recibiendo más aportes. Esta transición no se hizo de la noche a la mañana, sino como los procesos de construcción, tomó tiempo. También han entendido que el dinero de cooperación para la construcción de prisiones solía también incluir un diseño o modelo que no coincidía con las necesidades locales. Y se asumieron las cárceles como parte de un plan de seguridad mayor. Es un esfuerzo de muchos en el Sistema Penitenciario, en donde generamos un laboratorio en el que probamos distintos modelos de gestión. Si seguimos repitiendo los modelos ensayados que sabemos que no sirven, estamos desperdiciando los recursos públicos, que se deben administrar bien y suelen ser escasos. Lo valiente ha sido entender que esto es un capital semilla.

Pensar en el sistema penitenciario como capital semilla es una idea difícil de encontrar en la visión tradicional sobre las cárceles.

Sí, pero creo que es a donde se debe apuntar. Nos aterra lo malo que sucede en las cárceles y lo caro que nos cuesta. Mantener a los privados de libertad es caro. ¿De dónde proviene ese dinero? De los contribuyentes. Si ese dinero sale de nuestros bolsillos, uno se pregunta qué se hace con él.  No intervenir en el Sistema Penitenciario implica un problema de seguridad ciudadana que los Estados se niegan a reconocer hasta que están con la soga en el cuello o la bomba de tiempo explota. El control de las cárceles es un problema de seguridad ciudadana.

Es conocido el hacinamiento en todos los centros penitenciarios de Guatemala. En las cárceles no se separa a los condenados de aquellos que aún no han sido juzgados y recibido sentencia. Entonces, ¿de qué manera las cárceles son un espacio que refleja el funcionamiento de las políticas públicas?

La separación entre internos condenados y aquellos en prisión preventiva es algo básico. Hagamos una analogía con un hospital: en cuidados intensivos tiene a alguien con un brote epidemiológico, junto a alguien a quien le quitaron el apéndice y a una persona que tuvo una cirugía cardiovascular. Vamos a tener un problema de salud mayor porque unos van a contagiar a otros. Los hospitales entendieron que hay que separar a los pacientes en cuanto a nivel de enfermedad, tratamiento y servicio. Las cárceles deben entender esto. Una cárcel no tiene por qué ser igual para toda la población. Cierta población podría no necesitar barrotes o puertas de seguridad, porque para ellos, con una puerta de madera es suficiente. Los contribuyentes costean todos estos gastos, y solemos aplicar un mismo diseño a todos los internos, lo que representa mayores costos de producción y operación.

Al llevar a cabo estos proyectos en Colombia, ¿qué causó mayor oposición? ¿Cuáles fueron los cuestionamientos?

Los mismos que todos nos hacemos. ¿Cómo vamos a invertir en esas personas que tienen una deuda social? ¿Por qué vamos a colocar de nuestros recursos para apoyarlos? Y la respuesta es que toca hacerlo. Al analizar lo que cuesta mantener población ociosa que no es productiva socialmente, estamos desperdiciando recursos estatales.  La sociedad está pensada para que cambiemos. La transformación y el aprendizaje son condiciones inherentes de la vida humana. Si el sistema penitenciario busca eso, entonces no tenemos que hacer nada más que aplicar los estándares internacionales y el marco legal. Un centro penitenciario es como una universidad, la cual necesita salones de clase. Pero también auditorios, laboratorios, espacios para circular, parqueos, áreas de recreación y oficinas administrativas, todo esto, para que se desarrollen adecuadamente las clases. Tenemos que usar la arquitectura para humanizar la experiencia de vida y dignificarla. Si no pensamos de esa manera, terminaremos haciendo calabozos y campos de concentración con las consecuencias nefastas que estos espacios implican y que todos conocemos.​

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