Lecciones callejeras

A la par de una estación de policía de turismo hay un puesto de comida callejera que atiende una familia completa. Mamá, papá e hijas. Jóvenes y niñas. Serviciales y amables en exceso. El viejo hablaba solo.

El viejo preguntaba por una dirección y él mismo se respondía. “Pero si la 18 calle está por allá” mientras con la mano trazaba una línea imaginaria que iba de oriente a occidente. Meneaba y bajaba la cabeza, la levantaba y volvía a preguntarse lo mismo y a hacer el mismo trazo con la mano. Un performance perfectamente actuado y con extrema naturalidad.

Cuando el viejo llegó, yo ya había dejado de comer. La comida en un puesto callejero casi nunca sabe bien, por más que nos engañemos y digamos que sí. A veces le dicen a uno: en tal lugar venden los mejores panes. Y uno va y es imposible saber a qué se refieren. Pero uno lo sabe y ésas son las reglas implícitas en el ritual de comer, literalmente, en la calle.

Esa noche dejé en mi plato un puñado de frijoles, quizá una cucharada de fideos morenos y no por ser integrales. También quedaron un par de tortillas. No tenía mucha hambre y también es cierto que esa noche, a pesar de las reglas implícitas, simplemente la comida no era digerible.

Esperaba que mi compañera terminara de comer para irnos a casa. Mientras hablábamos de cualquier cosa y de vez en cuando nos hacía voltear algún carro, de ésos que ni a estas alturas del día abandonan el delirio de la bocina.

Ni por asomo me hubiera imaginado que el viejo se detuviera por comida. Se acercó a la mesa y metió sus retorcidos y arrugados dedos en mi plato abandonado. Entonces ya no me pareció tan peculiar. Supongo que lo mismo debió pensar el hasta entonces pacífico y amable joven que por las noches vende comida en la calle. Agarró a puñetazos al viejo y lo derribó.

Los golpes llegaron por la espalda. Una especie de uppercuts invertidos y algunas curvas bastante inofensivas que se estrellaron en el rostro del viejo y lo derribaron. El viejo repetía qué para qué la gente compraba comida si luego no se la terminaba, que para eso, mejor se la comía él, que me iba a dar una lección. Se quedó un rato sentado en mitad de la calle gritando lo mismo. Parecía un niño haciendo berrinche. Se levantó y se fue.

Pero el viejo volvió y seguía gritando la misma frase. Y se volvió a parar junto a la mesa. Esta vez se puso a cantar un bolero del que repetía el mismo estribillo. Tal vez era que sólo se sabía esa parte. Vio de nuevo mi plato y empezó a gritar lo de la lección. Otra vez el bolero y otra vez la lección. Se fue nuevamente pero esta vez ya no volvió. Nosotros seguíamos en silencio.

Después de los golpes, insultos y amenazas al viejo, el joven amable era de nuevo el joven amable de todas las noches. "Disculpe muchacho", me dijo. Nos fuimos. No había ningún carro en la avenida.