Escribir es una actividad de alto riesgo. Hay tantos escritores suicidas que podríamos llenar todos los periódicos con sus esquelas. Escribir tiene mucho de miseria y de sufrimiento. Escribir no es un ejercicio de autoayuda.
Cada vez que escucho a alguien decir que leer hará menos idiotas a los idiotas, de inmediato sé que estoy ante un mentiroso o por lo menos un ingenuo. No sé si alguna vez han andado entre escritores, entre esa jauría de lobos, pero de ahí difícilmente se sale sin heridas. El oficio está lleno de canallas que escriben libros maravillosos y de cretinos que los leen con deleite. Aunque no podría negarles las excepciones.
Te puedo dar una lista de escritores desaparecidos durante la guerra. Te puedo contar de las mujeres que escribían y pagaron con sus vidas a cambio del silencio. Escribir es un oficio peligroso para las dictaduras.
Aun así, la literatura es arte, pero también es industria. Una industria que no paga el salario mínimo. El reino del freelancer, de los empleados sin jubilación, de los cheques sin fondo.
Les puedo parecer tonto, pero lo entiendo. Publicar es el ejercicio pleno de la fe. Conozco editores que han empeñado sus vidas a cambio de las palabras de los autores que publican. La literatura es salir a navegar durante la tormenta en un barquito con la vela rota, prescindiendo del faro y de las gaviotas.
Cada vez menos gente lee porque a nadie le gusta estar solo. Leer exige silencio, contemplación, un tiempo para uno. ¿Quién puede darse el lujo de estar, aunque sea media hora, dedicado exclusivamente al lujo de pensar? Leer es un privilegio, el de las horas robadas al almuerzo, entre comedores de caldo los lunes y carne asada los viernes. Yo leo con el libro en una mano y la tortilla en otra, en el sagrado rito de alimentarme de maíz, de fuego y de palabras.
La literatura es el acto de la resistencia. Hay árboles que ahora mismo enfrentan las tempestades más adversas sin dejarse llevar por el viento. Por ejemplo, cuando leo a Rulfo, yo recuerdo a mi abuelo y es como si no se hubiera muerto. Leer no va a salvar a mi abuelo, pero tampoco la luz brillante puede salvar a las estrellas muertas que todavía guían barcos pesqueros.
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No te puedo decir a ciencia cierta para qué sirve escribir, pero tampoco te puedo responder por qué existimos. Preguntarse para qué sirve la poesía es tan inútil como preguntarse para qué sirven el amor, la cama o la carrera diplomática.
Ninguna diosa vestida de musa vendrá a inspirarte para escribir un texto. Escribir es un trabajo con todo lo que ello conlleva. Te esfuerzas y a veces tienes éxito y otras veces no logras hacer nada. No tiene caso de todas formas. Nadie recuerda todos los nombres de los escritores de mitad del siglo XX. Todo lo estamos donando al silencio.
Escribir es un acto humano. Por eso no vas a encontrar en un libro más que eso. Y quizá ahí está toda la gloria de leer y escribir: celebrar juntos el rito de intentar asimilar la belleza sin éxito.
La literatura es un acto de encuentro. Cuando escribo algo, me siento como los científicos que lanzan sondas al espacio buscando recibir un mensaje de vuelta. A veces regresa el mensaje y a veces ni siquiera el eco.
Monterroso decía que escribir suaviza la crueldad del mundo. No sé si alguna vez lo han notado, pero, cuando uno escribe sobre algo que duele, parece tomar vida propia fuera del pecho. Es como si pesara menos porque ahora lo carga el papel donde está impreso.
Les doy un ejemplo: ahora quiero escribir sobre una historia que oí sobre un hombre. Era una noticia que escuché en la radio. Era sobre un tipo que, como todos los tipos de campo, vive de sus manos y de la naturaleza. Pero este hombre no siembra. Está ahora mismo en las faldas de un volcán recién erupcionado. Y la erupción alcanzó a todo un pueblo. Probablemente les sea familiar el tema.
Resulta que nuestro hombre busca muertos ajenos. Y con toda la candidez del mundo cuenta a la radio que su olfato es su mejor herramienta de trabajo. Que lo llaman el Huesos. Que han venido equipos de búsqueda extranjeros, pero que al final él es quien hace el trabajo. Porque va y huele a los muertos. Que sabe diferenciarlos de los gatos y los perros. Que sabe cómo huele un hueso.
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Lleva cuarenta exhumaciones y todas han sido ciertas. No falla. Así que se pone a la disposición de la gente para que pueda buscarle a sus muertos a cambio de alguna ayuda. Por ejemplo, el otro día alguien le pagó con una tele por hallarle a su madre y a su hermana. Y le cambió los huesos por un electrodoméstico.
Después de contar la historia, de inmediato fueron a contarnos sobre la situación del tránsito. Y parece que era como si fuera a escuchar pasar los autos sobre los charcos. Puro ruido y nada más. Pero a mí me dieron ganas de escribirlo. O de leerlo en algún libro.
Me pidieron que escribiera sobre la Filgua y terminé contándote sobre el Huesos. Lo que pasa es que no sé entender la literatura sin la humanidad como una brasa encendida, y hay que ofrecerle las manos desnudas. Ya les conté que yo tomo una tortilla en una mano y en la otra un libro sin posibilidad de ayuno.
Lo que pasa es que soy un tipo sentimental. Sabrán disculparme. Y ahora que pienso en libros y en la feria me da por imaginarme en el bullicio de los salones, que estarán llenos de la alegría de pensarnos, de encontrarnos con los amigos, y que, aunque los libros no van a sacar a los niños de las jaulas, harán que las jaulas sean cada vez menos.
Son días muy tristes estos. A veces parece que no hay demasiada esperanza para tanta codicia. Pero saber que viene otra feria de palabras, a pesar de los canallas, de los muertos, de las deudas y las pérdidas, me hace sentir como si el viento no dejara de soplar nuestra vela. Eso vale todo. Y si ustedes y yo nos vemos en la feria, si nos encontramos buscando las palabras que acompañarán nuestro viaje, sabremos que somos parte del barco y del viento. ¿No es eso sembrar flores donde caen las bombas? Yo pongo esta flor para sembrar donde aparezcan los huesos.
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