Los familiares que desaparecieron
Los familiares que desaparecieron
Cada año, desde 2001, familiares de niñez desaparecida durante el conflicto armado interno se reunen en asamblea. Es una cita para recordar a los ausentes, que durante la política de tierra arrasada fueron separados de sus padres. Una señal de que a pesar del tiempo, no se les olvida.
Carlos tiene 32 años, nació en Huehuetenango pero fue adoptado por una pareja de alemanes. En febrero volvió al país para reencontrarse con Victoriana, su madre. Los dos aseguran que fueron víctimas de una red de adopciones que funcionó durante el conflicto armado interno (1960-1996).
Tomás Choc, 72 años, indígena quiché, recuperó a dos de sus cuatro hijos que estaban perdidos. A una de sus hijas le habla a través de un intérprete, porque no usan el mismo idioma maya. Lucía, de 53 años, retornada del sur de México, sabe de memoria los nombres y edades de los 32 parientes que tiene desaparecidos, desde las abuelas, los esposos de sus hermanas y sus sobrinos.
Como ellos, hay cientos de buscadores de familiares extraviados. Niños y adultos desarmados que fueron víctimas de la represión del.
Carlos, Victoriana, Tomás y Lucía coincidieron en la asamblea de familiares de desaparecidos que sesionó el 2 y 3 de junio en Santa Cruz, un municipio de Alta Verapaz. Fueron convocados por la Liga de Higiene Mental, una organización que desde hace 17 años puso en marcha el programa Todos por el Reencuentro.
Marco Antonio Garavito, director de la oenegé, recuerda que la idea de hablar y buscar a los desaparecidos del conflicto armado interno surgió porque “en los textos y relatos de la gran tragedia, se hablaba más de los adultos que de los niños”.
[embedpzp1]
Esos niños perdidos, se sabe ahora, tuvieron destinos diferentes. Unos murieron durante los traslados masivos de sus comunidades a otras zonas controladas por el Ejército. Otros más fueron criados por militares o sus allegados y hubo unos más que se convirtieron en hijos adoptivos de extranjeros.
Carlos y Victoriana, de Alemania a Huehuetenango
Carlos Haas es de Alemania. Victoriana Saucedo, su madre, es de Chiantla, Huehuetenango. Los dos se reencontraron en febrero pasado, después de más de 30 años de separación. Esta ha sido una de las reunificaciones más rápidas que ha realizado la Liga de Higiene Mental.
Carlos y Marco Antonio Garavito aseguran que Victoriana fue víctima de su pobreza y de una red de adopciones en la que participaban militares.
Cuando Carlos nació, Victoriana estaba sola. Por segunda vez viuda, con cinco hijos por mantener. Con esos antecedentes, no fue difícil convencerla de entregar al bebé. Lo entregó cuando tenía un mes de nacido. Los brazos vacíos, la leche que fluía de sus pechos le recordaban al niño que ya no estaba. Esa ausencia “la enfermó”, como ella dice. Nadie le ayudó a superar su pena, no hubo apoyo psicológico. Ella sola le hizo frente a ese dolor. Todavía hoy ese recuerdo le provoca lágrimas. “Que Diosito lindo me perdone, porque fue por necesidad”, confiesa, como buscando perdón. Otra vez perdón.
A Carlos bebé se lo llevaron a un orfanato en la capital. En los papeles de adopción aparecía el nombre con el que su madre lo inscribió: Carlos Alberto. En esa ficha estaba el nombre de su madre y entre otra información, que había nacido en la colonia El Limón, en la zona 18. Falso. Él nació en Huehuetenango.
En aquellos años la información falsa era común en los expedientes de adopciones. Algunos han descubierto que los datos de madres y padres que aparecían en los documentos en realidad eran testaferros de la red que negoció con ellos. Hubo casos en los que médicos o enfermeras les decían a las madres que sus hijos nacían muertos, para poder entregarlos a extranjeros. En Francia, la organización La Voz de los adoptados ha apoyado a varias personas para encontrar a sus familias biológicas. Unos han tenido éxito, otros siguen en la espera.
Los Haas se llevaron a Carlos cuando tenía tres meses. Eran una pareja con cinco años de matrimonio que no había podido tener hijos. “Ellos coincidían con el pensamiento político de izquierda y tenían solidaridad con el tercer mundo. Pero no sabían que al adoptarme ayudaban al negocio de adopciones”, asegura Carlos.
“Ella (su madre) dio el bebé en adopción para que tenga un futuro mejor”, reflexiona Carlos. Habla en tercera persona de ese bebé que un día fue. Sabe que por esa decisión de su mamá tuvo la oportunidad de una vida diferente a la que hubiera tenido en Guatemala.
Hoy es doctor en filosofía y reconoce que tuvo acceso a cosas que aquí no tendría “por culpa de un sistema que está lleno de injusticias”.
Carlos siempre supo la verdad. Sus padres adoptivos nunca le ocultaron sus orígenes. Además, era imposible pues siempre fue el único niño de su clase con el cabello y ojos oscuros. Y con padres rubios. Con frecuencia buscaba información de Guatemala en internet y a veces esa búsqueda le sacaba las lágrimas.
Pero se resistía a dar el paso para buscar a su madre. En una de esas casualidades inentendibles de la vida, conoció a un joven de Malacatán, San Marcos, con quien coincidió en una jornada de la juventud católica en 2012. Carlos aprendió español en el colegio y eso lo ayudó a mantener comunicación con su nuevo amigo guatemalteco. De él siempre recibía invitaciones para visitar el país, pero no se decidía.
En 2012, cuando nació su hijo Valentín, descubrió una conexión biológica, una herencia familiar que otra vez lo hizo pensar en sus orígenes. Igual que él, el bebé nació con un sexto dedo en cada mano. Carlos tiene unas marcas cerca de los dedos meñiques, en donde algún día tuvo esos dedos adicionales.
En 2015 finalmente se decidió a visitar Guatemala. Desde que llegó quedó encantado con la ropa de los pueblos mayas y empezó a coleccionar güipiles, cortes, camisas y pantalones de todas las regiones del país. Fue hasta el tercer viaje, a finales de 2016, cuando decidió reunir todos los documentos de su adopción para iniciar la búsqueda. Pensó que tal vez su madre sí quiso buscarlo, pero no tuvo los recursos para hacerlo. Pensó que si lo postergaba más, perdía la oportunidad de conocerla. Lo hizo para encontrar paz interior, para decirse a sí mismo que hizo lo posible. Creyó que pasaría mucho tiempo para que la encontraran.
Armó su expediente: partida de nacimiento, pasaporte de bebé, fotos suyas y de sus manos con el sexto dedo en cada una. En cinco meses ya tenía noticias de su madre.
La Liga de Higiene Mental ha logrado 473 reencuentros en 17 años. El método de los buscadores parecerá rudimentario, pero es el que ha funcionado. Cuando comenzaron no había internet ni acceso a documentos oficiales, porque durante la guerra interna era común la quema de registros civiles. Así se borraron los datos de cientos de habitantes del país.
Entonces caminan. Recorren las comunidades, hablan con las personas, preguntan y preguntan hasta que encuentran. Se crea una red de colaboradores, hasta ubicar a algún informante que haya conocido, sabido o visto algo.
Así fue como encontraron a Victoriana.
El 18 de mayo de 2017 a las 10:30 de la noche, hora de Alemania, Garavito le mandó un correo electrónico con una explicación. Carlos tiene de memoria uno de los párrafos. “Vos no naciste el 28 de febrero en la capital sino el 22 de febrero en Huehuetenango, encontramos a tu madre y te quiere conocer. Quiere saber si tenés hijos y si sos casado”.
Nunca pensó que podría encontrar a su verdadera familia. El siguiente día la pasó mal, “sin orientación emocional”. Contó la noticia a sus padres, a su esposa y amigos. Se desahogó y se calmó. Mantuvo comunicación con su madre a través de Garavito. Ella le pidió perdón por haberlo dado en adopción y desde entonces se planificó el reencuentro. Esa reunión no es fortuita, ocurre cuando las personas están preparadas emocionalmente.
“Reencontrarse es un paso. Reintegrarse es un proceso largo y complejo”, explica Garavito. Carlos y Victoriana tuvieron que esperar varios meses para comunicarse, para verse. Para abrazarse.
La primera comunicación directa fue el 8 de agosto. Se pusieron al día. Victoriana le contó de sus otros hermanos, que viven en Estados Unidos y que tenía muchos sobrinos. “Vi que era una mujer humilde y de buen corazón. Vi que era muy querida por sus hijos y eso me hizo muy feliz”, recuerda. El primer esposo de Victoriana murió durante el conflicto armado. Trató de rehacer su vida con el padre de Carlos, pero este también falleció meses antes que él naciera.
Buscar responsables de lo que les pasó, es imposible. La abogada que firmó los documentos de la adopción ya falleció. La única cuota de justicia, aunque no sea en el ámbito legal, es que en países como Guatemala crezca el conocimiento y el apoyo a las personas que buscan y “siguen sufriendo sin estar en guerra”, concluye Carlos.
Victoriana, de pocas palabras, solo agradece haber encontrado a su hijo perdido. Se les ve en confianza. Bromean, platican, se abrazan. Se están conociendo. Aprenden cómo es el otro. Tienen poco tiempo de haberse reencontrado. La noticia de su aparición los asustó a ambos. A ella le hizo recordar los años turbulentos de la guerra. El reencuentro con Carlos fue un festejo. Comieron el tradicional cordero de Huehuetenango. Es tiempo de olvidar el doloroso momento cuando entregó a su niño y prefiere pensar en lo que pueden vivir juntos ahora.
Tomás y Julia
Garavito asegura que durante los años del conflicto, muchos padres trataron de buscar a sus hijos. Volvían a las comunidades de donde se los habían llevado y preguntaban. Pero tenían miedo. Y ese temor permaneció hasta varios años después de la firma de los Acuerdos de Paz.
En 2001, la Liga de Higiene Mental inició con el proyecto de búsqueda. Garavito, psicólogo clínico, catedrático universitario y quién participó en una facción guerrillera, y tiene a un primo hermano desaparecido, decidió armar un equipo para ir a buscar a esos padres que se habían quedado sin hijos.
Los convenció para que dieran la información y, en menos de un año, sumó a 86 familias. “No les ofrecíamos venganza ni juicios, sino buscarlos para resarcirles el dolor”.
El primer caso de reencuentro fue el de Tomás Choc con su hija Julia.
Tomás recuerda que todo pasó un domingo de 1982. “Vivía en Guacamaya (una comunidad de Uspantán), dejé mis niños en otra champita y yo estaba en otro lugar con mi esposa y mi hijo más chiquito, cocinando unas hierbitas”.
Esa mañana llegó el pelotón de soldados para trasladar a las 20 o 25 familias que la habitaban, hacia otra comunidad. En esa época el Ejército reunía a los pobladores, les advertía que no debían apoyar a la guerrilla y les notificaba que los reubicaría. De esa manera se aseguraban un mejor control de la población y dejaban al movimiento armado sin el apoyo de la gente. La comunidad debía obedecer o arriesgar la vida para huir. Choc huyó junto a su hijo mayor. Su esposa, María López Pú, que estaba embarazada tomó al niño más pequeño y también corrió. Los pobladores le tenían pavor al Ejército.
Ninguno de los padres pudo ir a buscar a sus niños. Pasaron la noche en la montaña, escondidos. Al amanecer volvieron al pueblo a ver la desolación. Buscaron, pero los soldados arrasaron con todo. Choc recuerda los nombres y las edades de sus hijos: Ana tenía 10 años, era la mayor. Julia de cuatro años, Magdalena tenía siete años y José era el más pequeño, de solo dos años.
“Lo crea o no lo crea, yo me quedé con los brazos cruzados. La mujer se quedó llorando”, lamenta Tomás. No pudo hacer más por sus hijos. Aunque los buscó por 40 días en la montaña, no los encontró. Creía que estaban perdidos, que se habían caído en un hoyo o que se los había comido un tigre. Su esposa “del susto perdió el niño”. Tuvieron que resignarse y dejar todo atrás para seguir en la huida. Junto a otros vecinos se convirtieron en una Comunidad de Población en Resistencia (CPR). Pasaron años en un éxodo obligado que no todos soportaron. La esposa de Tomás falleció el 7 de agosto de 1987.
Tomás Choc no olvida que conoció a otros padres que, como él, también perdieron a sus hijos. Eran “amigos de la guerra”, dice. Y entre ellos se prometieron cuidar a los hijos ajenos. Por muchos años guardó la esperanza de que alguien hubiera encontrado a sus cuatro hijos y los hubiera cuidado como suyos.
En 1995, cuando las CPR empezaron a salir a luz, llegaron a la aldea La Gloria, y alguien le comentó a Tomás que su hija Ana vivía en una comunidad cercana. Todavía había guerra, así que le solicitó al alcalde que le extendiera un permiso para que los militares y patrulleros lo dejaran pasar. Su pequeña Ana fue tomada por una familia que la empleó como trabajadora doméstica. Cuando Tomás la fue a buscar se encontró con una mujer ladina (que ya no usaba su ropa ni hablaba su idioma maya); tenía 23 años, esposo e hijos. Quienes la cuidaron no le permitieron estudiar. Se casó joven y es analfabeta.
A su hija Julia la encontró en 2001 con apoyo de la Liga de Higiene Mental, en un pueblo de Ixcán. Cuando los soldados se la llevaron tenía cuatro años. Choc la volvió a ver cuando tenía 23 años. Era muy parecida a su madre, estaba casada y tenía hijos. Tomás sabe que “un q´eqchí” crio a su hija, y por esa razón no se pueden comunicar.
“Ella ya no puede hablar ni k’iche ni castilla. Me reconoció, pero a través de un traductor”, explica Tomás. Hasta la fecha, no se pueden comunicar sin la ayuda de otras personas.
El reencuentro con Julia se demoró porque Tomás no tenía recursos. Siempre han sido pobres. Hacer un viaje de Uspantán a Ixcán, dos municipios del mismo departamento (Quiché) era algo impensable.
La Liga de Higiene Mental les ayudó y así fue como Julia conoció a sus hermanos. Cada dos años o cuando hay dinero, se visitan mutuamente. Choc llama por teléfono a Ixcán, pero no puede hablar con Julia. Solo le pregunta por ella a su yerno. A causa de la guerra, el idioma los divide.
Tomás insiste con dos dedos de su mano, que aunque encontró a sus dos hijas, todavía le faltan Magdalena y José. De ellos no hay noticias.
Garavito resiente que este “esfuerzo monumental” por encontrar a los que estaban perdidos pase desapercibido. Mientras que en Argentina se convierte en un evento con reconocimiento nacional, aquí no logra impacto. El Estado, por ejemplo, no es partícipe de estos esfuerzos. La iniciativa para crear la Comisión de Búsqueda de Desaparecidos fue presentada hace 12 años y aunque ya pasó dos lecturas en el pleno del Congreso, no hay quién la impulsé para que se convierta en ley.
[relacionadapzp1]
Por esa razón, el Tribunal que juzgó la desaparición del joven Marco Antonio Molina Theissen y los vejámenes a su hermana, Emma Guadalupe, incluyó la aprobación de esta ley como parte de las medidas de reparación a la familia, y a miles de buscadores persistentes. Esto quiere decir que el Congreso no puede evadir esta responsabilidad ordenada por un Tribunal nacional.
Lucía y su lista de 32 desaparecidos
Lucía Pérez de Paz todavía tiene lágrimas para recordar a los suyos. Era una adolescente de 17 años, recién casada, cuando llegó la amenaza a su pueblo. Como en otros casos, los sitió primero la guerrilla y detrás de ellos llegó el Ejército.
Tuvieron que internarse en la montaña. Eran víctimas, civiles, pero no estaban a salvo. Su esposo no quiso esperar a ver el desastre que se avecinaba. Le dijo que se irían a México, pero ella no quería marcharse sin sus padres y hermanas. Su padre, dolido por el asesinato de un hijo a principios de 1982, le dio la bendición y le pidió que siguiera a su esposo. Él no iba a huir, sino que se quedaría en la parcela, que era lo único que poseía.
Antes de irse a México soportó un par de años en la montaña.
Durante ese periodo de sobrevivencia, supo de la muerte de su papá. Le contaron que enfermó, que alguien del Ejército le inyectó algo y que tres días después falleció. Su madre y su cuñada fueron asesinadas por la guerrilla. El informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico describe que los subversivos quemaban y fusilaban a sus opositores. Quienes se negaban a apoyarles tenían que morir. Fueron los mismos guerrilleros los que regaron la voz de la muerte de las dos mujeres. Las hermanas de Lucía tuvieron que enterrar sus cuerpos.
Después llegó lo que tanto se anunciaba, a lo que tanto temían: el pelotón de soldados. “Los guerrilleros nos contaron que se los llevaron a todos en helicóptero”.
Antes de irse al exilio se escapó para ver su casa, pero no encontró a nadie. Vivió 13 años en México, pero retornó tras la firma de la Paz. Desde su regreso ha buscado a sus familiares. “Yo ya publiqué que estoy viva, que no estoy muerta, pero todo está en silencio”, asegura mientras se seca las lágrimas.
Estos son los nombres de los familiares de Lucía. Los primeros están muertos y de los otros no sabe el paradero. Ni cómo, cuándo o dónde murieron:
Victoriana Pérez y Carmen Velásquez, abuelas.
Felipe Pérez, su padre. El único que encontró en la parcela, porque ahí fue enterrado.
María Toribia de Paz, su madre.
Su hermano Rufino Pérez, asesinado en la aldea Xalbal en marzo de 1982.
Las hermanas gemelas, Genoveva y Carmelina. Sus hermanos Nicolás, Santa y Nato. Tomás Ruiz, su cuñado, y su hermana Margarita Pérez. Y sus sobrinos Aurelia, Marino, Berta y David.
Andrés Godínez, su cuñado, y su hermana Vicenta Pérez. Los hijos de la pareja, Juan, Matilde, Nicolás y un recién nacido del que nunca supo el nombre.
Miguel Carmelo, esposo de Cristina Pérez, su hermana. Y los niños Maina, Reina, Marcos y Alejandro.
Juan Mejía, esposo de su hermana Aurelia. Y sus hijos Santa, Noé y Olga.
Lucía se dice huérfana, porque después de nacer en una familia numerosa, debió aprender a vivir en soledad. Cuando llegó a México se deprimió tanto que pedía morir. Los médicos y enfermeras que la atendieron, le pidieron que cada vez que viniera el recuerdo de sus padres y hermanas corriera hacia sus hijos para besarlos y abrazarlos, y así recuperar el deseo de vivir. Hoy tiene siete hijos y 18 nietos.
La asamblea de familiares de niñez desaparecida se enfoca en levantar el ánimo a los dolientes. “Nada se soluciona con llanto”, les reitera Garavito. En medio del recuerdo, a través de diferentes actividades simbólicas se honra a los ausentes. Lanzaron globos al cielo, encendieron velas blancas. Pegaron pétalos de flores en la pared con los nombres de los encontrados y observaron un muro lleno de cientos de corazones de papel, con los nombres de los desaparecidos. Cantaron y bailaron. Porque al final esto también debe ser una fiesta. “¿Quién dijo que todo está perdido?, yo vengo a ofrecer mi corazón”, se escuchaba repetidamente en una canción.
Al cierre del evento, las familias se comprometieron a seguir con el proyecto. A no cesar la búsqueda. Se plantearon reactivar la Asociación de Víctimas de Desaparecidos. También le rindieron homenaje a Fermina Escalante, quien falleció atropellada el año pasado, durante la celebración de la asamblea. Y reconocieron a las organizaciones que colaboran con la búsqueda: la Fundación de Antropología Forense, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el Grupo de Apoyo Mutuo y el Centro de Estudios sobre Poder, Conflictividad y Violencia, la Organización de Víctimas de Alta Verapaz y el Comité Internacional de la Cruz Roja, que financió el evento. También los visitó, como todos los años, Adriana Portillo Bartow, quien vive en Chicago, Illinois, y persiste en la búsqueda de su padre, madrastra, cuñada, sus hijas de 9 y 10 años y una hermana de un año, desaparecidos en 1981.
Estas son algunas historias de los ausentes y de los incansables que los buscan.
Más de este autor