Olivia, sus hermanas, y la condena de Ríos Montt
Olivia, sus hermanas, y la condena de Ríos Montt
El mismo mes en que el general Ríos Montt accedió al poder, el ejército atacó el caserío de Chicajac, San Andrés Sajcabajá, obligando a la población a huir hacia las montañas. Olivia Quinilla y sus hermanas Petrona e Inesia huyeron por rumbos diferentes y no se volvieron a ver. Se dieron por muertas. Treinta y un años más tarde, se han reencontrado, casualmente, la misma semana en que el general fue condenado a 80 años de cárcel.
La juez dictó su sentencia y la sala, peligrosamente abarrotada de gente, explotó en júbilo. “¡Justicia! ¡Justicia!”, gritó la inmensa mayoría de los presentes, los cuales, ya de pie, aplaudieron y se abrazaron. Mientras una masa de fotógrafos asediaba al absuelto José Mauricio Rodríguez y al condenado Efraín Ríos Montt, acechando la mínima expresión en sus rostros ancianos, sus partidarios y familiares abandonaron en silencio la sala. Los que se quedaron empezaron a corear distintos eslóganes, hasta llegar al infaltable “El pueblo unido jamás será vencido”, de las manifestaciones de izquierda.
En ese momento, Efraín Ríos Montt declaraba a los periodistas que lo rodeaban que todo el proceso había sido un “show político internacional”. Su abogado defensor, Francisco García Gudiel, aseguraba a los periodistas que, gracias a los recursos en contra de la sentencia y del tribunal que se disponía a presentar, “los que ahora se ríen, tendrán mañana que agachar la cabeza y meterse la cola entre las piernas.”
Minutos después, la audiencia se puso a cantar. Primero el murmullo de unos cuantos. Luego, al unírseles más voces, un franco coro. Cantaron primero "Aquí sólo queremos ser humanos", poema de Otto René Castillo musicalizado por Fernando López, y luego “Sólo le pido a Dios”, del argentino León Gieco. Los ojos de la juez Yassmín Barrios se empañaron.
Nadie parecía querer salir de la sala de vistas del Palacio de Justicia. Hubo que esperar a que la policía y el personal del Sistema Penitenciario condujeran a Efraín Ríos Montt hacia las carceletas del cuartel de Matamoros para que la gente, a ritmo lento, saliera a celebrar en la explanada frente al Palacio.
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Apenas tres días antes, sobre las once de la mañana, en un caserío muy pobre cercano a la aldea Chicajac, municipio de San Andrés Sajcabajá, Quiché, Olivia Quinilla Pérez, a la que toda su familia daba por muerta, se reencontraba, 31 años después de su separación, con sus dos hermanas menores, Petrona e Inesia. Un acto público, humilde y, sin embargo, extremadamente solemne, en el que participaron la familia extendida de las hermanas Quinilla, el presidente del Cocode local, un pastor evangélico y varios otros pobladores.
Esta reunión fue posible gracias a una asociación llamada Aden (Asociación ¿Dónde están los Niños y las Niñas?), cuya misión es encontrar a los niños desaparecidos durante el conflicto armado. A los investigadores de Aden, doña Olivia Quinilla narró su historia.
Corría el año 1982. Olivia Quinilla, de cuarenta años en ese entonces, vivía con su esposo, Apolinario Ortiz y sus dos hijos. Sus padres y hermanos residían en una casa cercana. Agricultores todos, sembraban maíz y frijol. Rondaba ya la tragedia: los soldados llevaban un año haciendo incursiones, matando gente y quemando cultivos en distintas áreas del municipio.
En marzo de 1982, el mismo mes en que el general Efraín Ríos Montt accedió al poder mediante un golpe de Estado, el ejército llegó disparando a Chicajac. Al igual que la mayoría de los pobladores, Olivia huyó junto con su esposo y sus hijos, convencida de que sus padres y hermanos habían sido asesinados. La familia atravesó los páramos áridos del norte de San Andrés, vadeó el río Negro por la noche y llegó a la aldea de Macalajau, en donde se unió a otro grupo de población perseguida. En el caserío San Pedro, del municipio de Uspantán, descansaron tres días antes de caminar hasta La Guacamaya. Allí, población Ixil que huía de las aldeas de Chajul se sumó a ellos.
A los ocho días, prosigue el testimonio de Olivia Quinilla, sufrieron un nuevo ataque por parte de soldados provenientes de la finca San Francisco. Varias personas cayeron. Los que sobrevivieron, emprendieron una marcha que los llevó hasta las montañas del Ixcán. La familia de Olivia sobrevivió las primeras semanas gracias al pinol de maíz que llevaba. Al agotarse, tuvieron que comer hierbas recolectadas en el camino.
Nueve meses permanecieron en las montañas de San Juan Ixcán, hasta que en enero de 1983, los soldados los encontraron. Huyeron nuevamente hasta la aldea Cuarto Pueblo, donde, durante diez meses, sobrevivieron en condiciones inhumanas, sin alimentos, ni medicinas, aquejados por enfermedades y llagas en el cuerpo, acosados por el ejército. Las andanzas del grupo fugitivo terminaron cuando decidieron cruzar la frontera con México. Olivia y Apolinario vivieron en Campeche por once años, tuvieron tres hijos más. El más joven, Mario, los acompañó en su regreso a Chicajac.
Al firmarse la paz, en 1997, la familia de Olivia fue de las primeras en retornar a Guatemala. Viven ahora en Santa María Tzejá, en el municipio de Ixcán. Convencida de que nadie de su familia había sobrevivido, doña Olivia nunca quiso regresar a su aldea nativa. Hasta que los miembros de Aden le revelaran que sus hermanas Petrona e Inesia estaban vivas y deseosas de volverla a ver.
Por su parte, Petrona Quinilla narró a los investigadores que, en aquel marzo de 1982, durante el ataque militar al caserío, ella y su hermana Inesia, de 15 y 17 años de edad, lograron refugiarse en los montes aledaños. Sus padres no lo consiguieron: las balas de los soldados los alcanzaron en la huída. Otro hermano, Antonio, también fue asesinado, y hay dos hermanas de quienes hasta el día de hoy no tienen noticias.
Tres días después, replegados ya los soldados, las adolescentes regresaron a la aldea y pudieron enterrar a sus padres. Junto con otros pobladores del caserío, se refugiaron en un lugar llamado La Cumbre en donde pensaron que no los irían a buscar. Un mes y medio después, las patrullas de autodefensa civil descubrieron a los fugitivos. Pidieron clemencia, fueron interrogados, explicaron por qué estaban huyendo y, finalmente, les fue perdonada la vida. Pudieron volver a su aldea.
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El documento Memoria del Silencio, realizado por la Comisión de Esclarecimiento Histórico, deja constancia de la violencia que azotó al municipio de San Andrés Sajcabajá en esos primeros años de la década de los ochenta. Se reportan allí más de cien casos de ejecuciones arbitrarias, torturas, violaciones y desapariciones forzadas. Se describen también ocho masacres.
En dicho documento, el caserío Chicajac aparece mencionado en dos ocasiones: en un caso de ejecución extrajudicial y en otro de desaparición forzada. No aparece la masacre narrada por las hermanas Quinilla. Sin embargo, de las ocho masacres ocurridas en el municipio de San Andrés Sajcabajá durante el conflicto armado, cinco ocurrieron durante los cuatro primeros meses del año 1982, lo que demuestra que efectivamente, la familia Quinilla fue víctima de una ofensiva militar sistemática en contra de la población de esa área.
Entre las masacres referidas por la Comisión de Esclarecimiento Histórico, hay una, fechada del 7 de febrero de 1982, que ocurrió en Xeabaj, caserío inmediatamente vecino a Chicajac. En ese lugar, según el informe, miembros del ejército, comisionados militares y patrulleros civiles “quemaron alrededor de 75 casas, destruyeron milpas, árboles frutales y robaron bienes. Los soldados ejecutaron a Eulalio Pérez Baten, Fermina Mendoza Panjoy y a sus hijos Santos, Socorro y Marcelo Pérez Mendoza. Manuela Coj Portugués fue torturada y ejecutada: le sacaron los ojos, arrancaron la lengua y le clavaron una estaca que la atravesó matando a su bebé María Pérez Coj”.
“Los juzgadores hemos podido constatar que las incursiones violentas realizadas por el ejército reprodujeron los mismos patrones de conducta: muertes violentas de las personas con cuchillos o armas de fuego, incendio de las viviendas, inclusive con personas adentro de las mismas, muerte de niños, adultos y ancianos de forma indiscriminada que sembró el terror en las personas que lograron huir y sobrevivir en la montaña”, leyó la juez Yassmín Barrios antes de condenar a Efraín Ríos Montt a 80 años de prisión. Los testimonios de Petrona y Olivia Quinilla resuenan armónicamente con varios pasajes de la sentencia dictada por la juez el viernes 10 de mayo.
Ellas son quichés, no Ixiles, pero estas mujeres sufrieron la misma violencia que el Tribunal A de Mayor Riesgo, en un fallo histórico, calificó de genocidio y delito contra los deberes de la humanidad en contra de la etnia ixil.
La juez prosiguió: “constatamos el dolor de las víctimas, quienes tuvieron conocimiento de la muerte de sus seres queridos, y experimentaron la impotencia de no poder hacer nada para evitarlo, quedándoles únicamente la opción de huir a la montaña”.
Más adelante, la presidenta del tribunal se refirió al peritaje efectuado por Ángel Valdez Estrada: “este peritaje histórico sirve para determinar el dolor que experimentaron los ixiles al ser desarraigados, obligándolos a abandonar sus tierras, su mundo y sus costumbres, rompiendo el contacto con sus antepasados con el afán de quitarles sus referentes culturales”. Aludió además a las secuelas de la represión, las lesiones mentales que aún presentan los sobrevivientes de las masacres y los que pasaron meses o años escondidos en las montañas, víctimas de persecuciones constantes, terror, y estrés extremo.
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-¿Cómo se encuentra, doña Olivia, ahora que va a ver a sus hermanas? –, pregunta Manuel Celaya, coordinador de Aden, justo antes de empezar a subir la cuesta que nos llevaría hasta la casa de Inesia?
-Triste–, contesta la anciana menuda, vestida con un corte de tonos azules y morados y una blusa rosada decorada con encajes blancos alrededor del cuello. Sus manos y su rostro revelan la profunda angustia que está experimentando.
En Uspantán, nos unimos a la pequeña comitiva que acompaña a doña Olivia. En el camino, hablamos con Manuel Celaya, nativo de Nebaj, responsable de la mayoría de los reencuentros que ha conseguido la asociación.
¿Dónde están las niñas y los niños?, narra Celaya, fue fundada en el 2001 por siete familias que buscaban a sus hijos desaparecidos. En doce años de trabajo, ha logrado 157 reencuentros y documentado 640 casos de niñez desaparecida, algunos de los cuales corresponden a robo de niños por parte de oficiales del ejército. La mayoría son en el área ixil, pero han celebrado reencuentros en ocho departamentos de Guatemala.
-Un reencuentro me parece un momento muy personal, muy íntimo. ¿Por qué buscan convertirlo en un acto público?-, pregunto a Celaya.
-Eso lo deciden las familias. Si tienen religión, si son católicos, invitan a su grupo católico; si son evangélicos, les interesa que participe su pastor. Otros dicen, a mi me gusta tener las costumbres, y a veces ponen marimba o ponen un disco para bailar. También hemos tenido personas que no quieren que esté nadie más que la familia cercana. Es decisión suya y la respetamos, pero a nosotros como asociación, nos interesa que participe más gente, porque la juventud no sabe lo que pasó, y queremos que conozca y participe en el reencuentro.
-Después de el reencuentro, ¿las familias se siguen viendo? O al revés, como ya cada uno hizo su vida, después de 30 años ya se sienten como extranjeros unos a otros.
-Hay de todo. El objetivo de la asociación es que haya un enlace, porque sirve para sanar las heridas y conocer la verdad. La mayoría han tenido una excelente aceptación, a pesar de que el niño o la niña ya tiene a su propia familia. Las familias se visitan, y si es grande la distancia, se llaman por teléfono. Hay muchos casos, dependen las condiciones, en que se han apoyado: si el señor tiene, en algo intenta apoyar a su hijo. O al revés, si el hijo se ha superado, a veces les echa la mano a sus padres.
Conforme nos acercamos a Chicajac, el nerviosismo de Olivia se hace más patente. Desde una altura de donde se abarca buena parte de los territorios de Uspantán y San Andrés Sajacabajá, antes de bajar al cauce del río Negro, don Apolinario, marido de Olivia, menciona los nombres de lugares y aldeas que ya le son familiares. En cambio, el rostro de Olivia, se ensombrece cada vez más.
-Ya no se acostumbra a ver este lugar. Le da miedo. Dice que le tiembla el cuerpo. Le da nervios – dice preocupado Mario Ortiz, su hijo menor.
En su escaso castellano, Olivia confirma que siente “espanto”, que siente “susto”. Palabras mayores cuando las dice una persona indígena: el susto es una enfermedad mortal. Varios testigos presentados por el Ministerio Público durante el juicio contra Ríos Montt y Mauricio Rodríguez, hablaron de personas que murieron de susto en la montaña, huyendo de la tropa y las patrullas.
En una breve parada sobre el puente del río Negro, Olivia se niega a salir del vehículo. Su marido sí baja a contemplar el paisaje. Se sorprende de su color marrón oscuro, cuando hace treinta años era azul.
Unas horas después, llegamos al área de Chicajac. Dejamos los vehículos y empezamos a subir una cuesta empinada. En lo alto del monte, está la casa de las hermanas. Los nervios y la dificultad del camino obligan a Olivia a hacer varias paradas.
Llegamos a la cumbre. Aparece una pequeña casa de adobe, con techo de teja, rodeada por un patio. Sólo unos cuantos niños y perros nos reciben. Olivia, exhausta, temblando, se sienta sobre un bordillo de tierra. Parece no tener prisa. En realidad, el miedo la paraliza. Por fin, saca fuerzas de flaqueza, se levanta, y recorre los treinta metros que la separan del hogar de sus hermanas.
Entendemos por qué la casa luce vacía de gente, y nadie ha venido a recibirla: detrás de la vivienda, un grupo de unas veinte personas, con las hermanas Quinilla, espera pacientemente, como si se escondieran para darle una sorpresa.
Han arreglado el espacio para un día de fiesta. Tendieron una tela blanca para protegerse del sol, y han esparcido sobre el suelo hojas de pino y flores de buganvilia. Cuelgan por doquier guirnaldas de la misma flor. Sobre una pequeña mesa, han colocado hortensias y cartuchos.
Todos aguardan inmóviles, en silencio. Olivia, cabizbaja, se planta a unos metros del grupo. Inmediatamente, una mujer se le acerca. Viste un corte de tonos amarillos y una blusa, también amarilla, con vuelos blancos. Es Inesia. El amarillo y el rosado de las blusas se funden cuando las dos hermanas se abrazan. Sus ojos se llenan de lágrimas.
Inesia, en idioma quiché, habla con ella unos minutos. Luego se aleja de su hermana y vuelve con el grupo. Petrona, de blusa verde y delantal con franjas azules y moradas, se acerca y toma a su hermana mayor de los hombros. Hablan unos minutos. Petrona, a su vez, vuelve con los demás.
Empieza entonces el desfile de los sobrinos que Olivia no conoce: uno por uno se acercan a su nueva tía y, ante ella, agachan la cabeza con respeto para que ellas se las toque. Entonces se presentan, dicen unas palabras, y se alejan de nuevo. Olivia casi no dice nada, apenas asiente con la cabeza. La emoción es grande, pero contenida.
Después de las presentaciones, los discursos, los agradecimientos solemnes que nunca faltan en los actos festivos indígenas. Habla el presidente del Cocode, la autoridad local, y manifiesta su alegría por el retorno de Olivia. Se refiere de forma elíptica a los eventos violentos que forzaron su huída, como para no herir sensibilidades o para no recordar momentos tristes.
Luego, el pastor evangélico de la congregación de Petrona dirige la oración en un castellano titubeante, que confunde los géneros de las palabras. Antes, pregunta a Olivia si es católica, evangélica o “costumbre”. Olivia responde firmemente que es católica, pero igual se pone de rodillas cuando el pastor se lo pide. Todos se arrodillan y cada uno se dirige a su Dios. Una plegaria, una súplica, un lloro colectivo de increíble intensidad se eleva desde el patio de la casa. Más que una oración, es una catarsis general que está operando, tres décadas después.
Hay más discursos, de las autoridades locales, de Manuel Celaya, de otros familiares. Incluso los periodistas somos invitados a presentarnos y a dar algunas palabras. Antes de que los invitados se vayan, se reparte caldo de pollo y tortillas. Así termina la ceremonia. Olivia Quinilla debe volver a su tierra, a la tierra donde logró asentarse después de tanta huída. Su familia tiene previsto quedarse allí un día más antes de emprender la vuelta al Ixcán.
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Cinco días después, del reencuentro, dos días después de la condena, el domingo 12 de mayo, hablé por teléfono con Mario Ortiz, el hijo menor de Olivia Quinilla. Le pregunté cómo se sentía su madre.
-Ya está muy contenta mi mamá porque pudo ver a sus hermanas. Ahora están en contacto por teléfono. Ayer hablaron tres veces. Como el marido de mi tía Petrona ya murió, dice mi mamá que cuando juntemos dinero, la va mandar a traer para que se venga aquí con nosotros a Santa María Tzejá.
-¿Supieron de la condena a Efraín Ríos Montt?
-Sí, lo supimos por la radio. Qué bueno que lo sentenciaran. Mi mamá dice que está bien porque ellos fueron los que le hicieron daño. “Por él es que yo estoy enferma de los nervios”, dijo mi mamá. Ella está traumada por la guerra, y siempre que ve al ejército patrullando, le da miedo. Por eso estamos un poco contentos. Mire qué cosas, fuimos a conocer a mis tías, y cabal a los tres días, lo condenan a él.
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