Sin embargo, en el 2015, a pesar de los vítores y los aplausos, ninguno de los principales países contaminantes ofreció nada cercano a un plan adecuado para reducir las emisiones. De hecho, esta es la razón por la que Nicaragua decidió quedarse afuera.
El Acuerdo de París de 2015 fue uno netamente político, que sirvió solamente para demostrar cuán ridículos se pueden poner los políticos y los corporativistas del mundo cuando se visten con trajes de pingüino y se sienten los más generosos filántropos verdes con el dinero ajeno. La salida del polémico presidente Trump del Acuerdo de París la semana pasada es un ejemplo más de una larga línea de acuerdos ambientales que han sido firmados y que han fracasado uno tras otro.
Protocolo de Kioto (1997)
El Protocolo de Kioto buscaba reducir para 2012 las emisiones un 5 % debajo de los niveles de 1990, pero estuvo condenado desde el principio. China e India, que eran dos de los cinco principales contaminantes del mundo, se negaron a participar. El presidente de Estados Unidos era Bill Clinton, quien apoyó el tratado, pero ni siquiera logró llevarlo más allá del Congreso. Canadá ratificó el acuerdo, pero redujo sus recortes de los objetivos en un 25 % y finalmente terminó renunciando. Japón, por su parte, tampoco consiguió alcanzar las metas del protocolo. Solamente Europa logró el objetivo, pero esto se debió a que las emisiones contaminantes de los países de la antigua Unión Soviética se redujeron gracias a la implementación de las nuevas tecnologías occidentales, a las que por décadas fue imposible acceder en aquella nación.
Conferencia de Copenhague (2009)
La conferencia se realizó en una ciudad famosa por sus inmensos parques, sus torres y su gente en bicicleta. Esta conferencia solo sirvió para tener una debacle peor que la del Protocolo de Kioto. China e India participaron en la conferencia, pero lo hicieron solo luego de rechazar las propuestas de recortes que hizo Estados Unidos. Aquellos dos países asiáticos adujeron que los objetivos propuestos por el país americano eran una ridiculez en comparación con los millones de toneladas que este había emitido desde la industrialización. Desde 1800 Estados Unidos ha producido alrededor de 90 000 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono, según el Departamento de Energía de dicho país. El acuerdo de Copenhague resultó en una declaración de intenciones (léase puras palabrerías) en la que acordaron la necesidad de mantener las temperaturas globales dos grados por debajo de los niveles actuales mediante una reducción industrial.
Acuerdo de París (2015)
En vista de que los acuerdos anteriores no se habían concretado por las titánicas y diversas complejidades globales de nuestra modernidad, este acuerdo pretendió que, en lugar de imponer reducciones de emisiones legalmente vinculantes, cada país propusiera de buena fe su propio plan para reducir la contaminación. Se llegó al colmo de que ahora se permitió el uso de distintos sistemas de medición para los mismos factores, los que cada país decidiera, y se eliminaron sanciones y castigos para contaminadores. Con este acuerdo se tenía la esperanza infantilmente ambiciosa de que unos pocos países pondrían la presión suficiente en los demás para que compitiesen en la búsqueda de mayores y mejores reducciones de contaminación. Por ejemplo, Obama, a quien nadie criticó en esa ocasión, ofreció que Estados Unidos reduciría sus emisiones entre 26 y 28 % por debajo de los niveles de 2005 en 10 años (meta ridícula, cuatro puntos inferior al 30 % declarado en Copenhague en 2009).
Por su parte, China, el gran dragón, que crece y crece y contamina y contamina, se comprometió solamente a que alcanzaría, quizá, las emisiones máximas de dióxido de carbono hasta el año 2030. En esta ocasión India también se opuso a fijar un tope a sus emisiones, y ¡Rusia fijó un tope a sus emisiones que realmente implicaba un incremento de la generación de ese país de los gases de efecto invernadero!
Dejando a un lado los horrores del discurso de Trump, la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París debe leerse como una buena noticia para el planeta. Quizá ahora sí podremos tomar un tiempo para pensar en implementar soluciones reales y rentables, que no requieran imponer a cada país algún tipo de presupuesto tope de carbono. Quizá ahora sí podremos explorar estrategias de mitigación y adaptación y soluciones tecnológicas realmente globales que sirvan para desacelerar el calentamiento global antropogénico, así como prepararnos con soluciones para la inminencia del calentamiento histórico natural, que indudablemente continuará.
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