En estas últimas semanas nos han arrasado huracanes, también metafóricos y políticos. Mentiría si dijera que no se siente una opresión en el pecho: ya no es tanto por el golpe recibido ni tampoco por los desaciertos. Sabíamos muy bien que esto no iba por buen camino, sino por esa escalofriante sensación de naufragio crónico. Anoche me decían que los arrozales en Jutiapa quedaron completamente asolados. En otras regiones apenas si habían logrado doblar la milpa (ya había pinteado la tusa) cuando el vendaval y las lluvias persistentes de Iota la azotaron. La cosecha del frijol de segunda, el que se siembra en agosto, se está perdiendo en varios territorios. Hambre. El año 2021 es de hambre, más hambre.
Agradezco tener amigos y familia que puedan describirme qué está pasando en Quiché, Alta Verapaz, Izabal o Jutiapa. Es verdad que estamos recluidos en embarcaciones limitadas, hundiendo nuestras narices en los propios privilegios urbano-capitalinos. También es cierto que cada quien busca cómo sobrevivir en Guatemala, uno de los países con los peores indicadores para ver crecer a una niña o a un niño. Atreverse a hacerlo es un desafío cotidiano o, tal vez, signo inconfundible de locura. Decía Marguerite Yourcenar que hace siempre falta un toque de locura para cimentar un destino.
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Escucho a mi alrededor preguntas y críticas sobre cómo sostenemos aún la calma ante tanta insolencia, violencia y oprobio. No, nunca hemos estado en calma. Es impresionante, eso sí, cómo encuentran maneras de sobrepasar la infamia. ¿Cómo hacen para herir un cuerpo social que ya está roto? Olvidan, y olvidamos nosotros, de dónde venimos y que ese nosotros aún no es tal. Venimos, por decirlo con tan solo una distancia de 40 años, de la devastación, de la tierra arrasada. A ras del suelo. De ahí venimos, pero no vemos que son múltiples las rebeliones, que son miles las vidas que se han alzado, que han sido miles los machetes en alto, que han sido miles las personas que han dejado la piel en incontables espacios, que las uñas negras de tierra están negras porque siguen sembrando. El año 2021: hambre, pero no cualquier hambre. Es esa hambre de Knut Hamsun: «Nos hallamos privados absolutamente de todo que tenemos hambre de todo».
Somos pulpos al final de cuentas. Tenemos diferentes métodos de movilizarnos: la mayoría de las veces los pulpos caminan o se arrastran, pero también puede nadar y, cuando tienen que moverse muy rápidamente, utilizan propulsión a chorro. No nos veamos el ombligo. Aquí muchos se están movilizando a diario. A rastras, tal vez, pero se mueven. La analogía bastaría si no supiera también que el pulpo nos precede evolutivamente. Embelesada con un documental sobre la relación entre un buceador sudafricano y un pulpo, pensaba en esa simbiosis interespecies que deja una huella de por vida. Seremos criaturas solitarias, pero compartimos la capacidad tanto de escabullirnos a través de laberintos para preservar la vida como de encontrarnos a pesar de que nos hayan roto. Los pulpos tenemos tres corazones interconectados. Ya no es tiempo de dudar. Ya no. Es tiempo de encantos: la subversión de la clandestinidad entre pulpos danzantes.
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