Su escasa difusión, graves problemas de distribución, la ausencia de una política de Estado en relación con la industria editorial. Ello es apenas una breve enumeración de las dificultades y desafíos del sector. Desde la firma de la paz, un grupo de editores independientes se lanzó a construir un riquísimo catálogo que no solo recuperó a los escritores consagrados, sino que abrió camino a unas tres generaciones que llegaron para quedarse.
El mundo pasa por el sueño de los poetas, por su palabra y una alegría que no tienen, pero que se parece a la alegría. «¿A qué huele el mundo ahora?», se preguntaba Juan Gelman. Sin duda, a mañanas con porvenir, al sueño eterno de la infancia, a barro y crepúsculos con silencios llenos de sol. El mundo es ese libro donde todo está dicho y se reescribe día a día. Cada año, cada mes, se pronuncian las palabras de siempre, y en su irrealidad vemos el infierno de lejos, aunque, además, el paraíso es posible cuando la sangre piensa y la belleza azula ciertas tardes.
De esa cuenta, autores como Miguel Ángel Asturias, Mario Monteforte Toledo, Luis Cardoza y Aragón, Augusto Monterroso, César Brañas, Luis de Lión, Marco Antonio Flores, Carlos Illescas, Francisco Morales Santos, Luis Alfredo Arango, José María López Valdizón, Otto René Castillo, Roberto Obregón, Manuel Galich, Francisco Méndez, Manuel José Arce, Carlos Navarrete, Isabel de los Ángeles Ruano, Ana María Rodas, Julio Fausto Aguilera, Enrique Noriega, Francisco Pérez de Antón, Carlos López Barrios, Margarita Carrera, Luz Méndez de la Vega y Mario Roberto Morales, entre otros, se volvieron frecuentes en los catálogos de las editoriales nacionales. A ello se suman los escritores surgidos entre 1980 y 1995, como Víctor Muñoz, Adolfo Méndez Vides, Humberto Ak’abal, Franz Galich, Rodrigo Rey Rosa, José Luis Perdomo Orellana, Dante Liano… La lista es interminable.
Además, surgen nuevos autores con una obra sólida y de largo aliento. Entre ellos destacan Eduardo Halfon, Francisco Alejandro Méndez, Javier Payeras, Maurice Echeverría, Julio Serrano, Leonel Juracán, Luis Méndez Salinas, Paolo Guinea, Denisse Phé-Funchal, Carolina Escobar Sarti, Arnoldo Gálvez Suárez, Gloria Hernández y una larguísima lista que convertiría esta nota es un inventario interminable de talento, pasión y rigor por la literatura guatemalteca.
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La historia del libro en Guatemala es de larga data. Hace unos 400 años fuimos de los primeros países en el continente en montar una imprenta. Sin embargo, es obvio que no existe ningún estímulo para los esfuerzos editoriales. En las últimas dos décadas han surgido F&G Editores, Editorial Cultura (del Ministerio de Cultura y Deportes), Magna Terra, Catafixia, Metáfora (en Quetzalnenango). En conjunto atesoran el más variado registro de literatura guatemalteca.
En 1989 se publicó la Ley del Fomento del Libro. En ella se reconocen estos como bienes espirituales de la nación. También reconoce que «la finalidad del Estado es crear un sistema de apoyo a las editoriales» y establece el Consejo Nacional del Libro (artículo 3). En el artículo 4, inciso f, habla de asegurar una oferta variada. Y en el inciso g, de la promoción de bibliotecas. Nada de esto se ha cumplido hasta la fecha.
Lo que sí ha sido rentable es el negocio del libro de texto, ya sea de producción local o por importación. Entre el 2006 y el 2010 las importaciones ascendieron a casi 200 millones de dólares —según el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlac-Unesco), para 2012 Guatemala era el segundo importador de libros en Centroamérica—.
Con unos 32,000 centros educativos y unos 129,000 maestros, no existen políticas públicas sobre los libros, la lectura, la escritura y el fomento de nuevas bibliotecas. Por otra parte, las editoriales padecen doble o triple tributación. Es decir, pagan impuestos por producirlos, por venderlos y por distribuirlos. No existe una oficina de fomento y de facilitación de crédito barato para el sector independiente editorial, a pesar de que ha sido el que más le ha apostado a la publicación de novela, cuento, poesía, ensayo, biografía y literatura infantil.
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De acuerdo con datos de Raúl Figueroa Sarti, entre el 2003 y el 2007 (antes de la crisis económica global), los títulos registrados con el ISBN crecieron más de 300 %. Como lo señala el Observatorio de Cultura y Economía, existen dos datos cuantitativos para dar cuenta del volumen de producción de libros de un país: los nuevos títulos y las reediciones. En ese rubro, las editoriales independientes por mucho llevan la delantera en su apuesta por libros orientados a la idea de leer por placer —que es la base de toda formación humanística—.
Con datos de 2012, Guatemala registro 991 títulos con ISBN contra los 2,321 de Costa Rica ese mismo año. Por supuesto, la brecha es mayúscula si vemos la producción de Colombia en 2012: 30 millones de ejemplares. Más apabullante resultan los números de México en 2013: libros producidos por el sector privado, 145 millones de ejemplares, 43 de los cuales fueron adquiridos por el Gobierno. Agréguese a ello que el sector público editó 195 millones.
Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Honduras registran todos menos de 10 títulos por cada 100,000 habitantes. Argentina, por ejemplo, 67.3. Aún no están disponibles las cifras sobre lo publicado entre 2013 y 2018, pero con toda seguridad estamos muy lejos de los 27,751 títulos publicados en México en 2014, de los 75,942 de Brasil y de los 109,554 de España.
El abismo es enorme. Ante ese panorama solo queda batallar por un sistema nacional de creadores, una ley de fomento de la industria editorial independiente, así como por exenciones fiscales y subsidios para la adquisición masiva de libros para las escuelas públicas. Como sea, la crisis instalada desde 2015 no solo ha golpeado a los editores independientes. También clausura la idea de futuro. Dejar que los libros mueran es resignarse a que el país pierda su hondura, su alma, lo mejor de sí. Es, sin duda, sustraer la mejor esencia del humano y de la vida en el planeta. La Filgua 2018 confirma la terquedad de los editores y escritores: negarse a escribir desde el silencio, desde el polvo; es más sabio y prudente hacerlo desde la compleja ingeniería del ruiseñor y la sabiduría de quienes conocen los misterios del tiempo, desde la locura de los poetas y el frenesí de una flor abriéndose a la luz. En julio caerá la luz al revés y las palabras por medio de los libros nos abrazarán con su hálito de aires delgados y noches largas para conversar sobre lo leído.
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