La infancia de las personas de mi edad transcurrió durante la transición de los regímenes militares hacía el régimen de democracia tutelada. Las primeras imágenes de lucidez que tenemos se remontan a los estertores del conflicto armado. Fuimos educados bajo la idea de que esta transición hacia la democracia formal era mucho mejor que cualquier cosa vista durante los espantosos años de aquel Estado organizado por y para la burocracia de la muerte. Siendo esta una verdad poco controvertible, vivíamos confiados en este consenso de papel.
Mi primera desazón con esta ocurrió a los 17 años. No podía votar aún, pero escuchaba en silencio, con el ceño fruncido, en el asiento trasero del automóvil de mi familia, las animadas discusiones sobre el panorama electoral del año 1999.
«Es que con Berger es continuar con lo mismo, pero Portillo sería mucho peor», exclamaba alguien por ahí. Esta discusión no era muy diferente a la que hoy se da en la sobremesa en las familias capitalinas. Diferentes actores, misma lógica clasemediera del voto condicionado por el miedo.
«Qué mierda debe de ser una democracia en la que se le dé así un poder incuestionable a alguien durante cuatro años», pensaba mientras ignoraba, con toda la rebeldía adolescente del caso, aquellas tristes justificaciones para votar por el menos malo, que como Sísifo se convertirá inexorablemente, cuatro años después, en el peor de la historia.
Atrás fueron quedado los alegres años de los seminarios de cultura de paz de finales de los 90, las iniciativas de jóvenes para el fortalecimiento de la democracia, los cursos de formación política, todo el optimismo de la resolución y transformación de la conflictividad, para ver golpe tras golpe, estafa tras estafa, que esta democracia capturada no era necesariamente lo que se nos había prometido, al menos a mi generación.
El golpe de efecto que supuso el desbaratamiento de la red de corrupción en aduanas no ha hecho sino hacernos entender lentamente que la transición hacia la democracia fue, para los poderes del pasado, simplemente ceder en lo que deseaban ceder, guardando para sí lo que realmente les interesaba como estamento privilegiado por el conflicto armado. Pero en el ínterin fueron perdiendo ese poder hegemónico y se demostró así el afortunado acierto de Gramsci sobre la independencia de lo político. La plaza central no es hoy, ni por asomo, la plaza de Panzós en 1979, mucho menos la embajada de España en 1980. Las cámaras y las antenas bloqueadoras para amedrentar a la población solo causaron más indignación y un buen rato de burla. Es un triunfo nada despreciable de esa transición democrática que difícilmente podría ponerse en duda.
Sin embargo, esos poderes enquistados y construidos a partir de la lógica del Estado contrainsurgente han pervivido como una anomalía y se han hecho uno con el sistema de partidos políticos. Por primera vez el ciudadano guatemalteco percibe claramente que el sistema que legitima cada cuatro años, como el rey, va desnudo.
Hace casi 16 años hubo un consenso de resignar la necesaria transformación social por una serie de instituciones de cartón para transformar paulatinamente el conflicto, instituciones construidas sobre el territorio fangoso de la discrecionalidad y la convivencia con el poder paralelo. Tarde o temprano, dicho esquema acabaría por llevarnos a esta degradación sistémica. De estas y otras iniciativas biempensantes, cual experimentos de la isla del doctor Moreau, surgieron dipukids que anuncian cínicamente su transfuguismo comparándolo con el mercado de traspasos de futbolistas, candidatos a alcaldes que no tienen claro lo de su propia ideología y otros que afirman ser la versión buena del corrupto alcalde de Chinautla.
Pero siento que es tiempo de dejar de echarle la culpa de todos los males a esta transición. Como diría Edelberto Torres-Rivas, era la democracia posible, esa democracia capturada que ahora exige repensarse y liquidarse en favor de un nuevo pacto democrático. La acometida de finalizar esa transición les corresponde ahora a los ciudadanos: liquidar estas sinergias anómalas surgidas voluntaria e involuntariamente a partir del pacto político de 1985. Esta es una obligación de todo el que quiera ponerle un alto a la comitiva del circo que se acerca al pueblo cada cuatro años a ordeñar a la vaca hasta que esta se convierta en un Estado fallido. Solo cambiando las reglas del juego podremos evitar volver a ser los payasos este 6 de septiembre.
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