En efecto, la gran mayoría de los guatemaltecos sabe, desde hace mucho, que la corrupción es parte del sistema y que la impunidad es la moneda que la garantiza. Sabe también que casi todos los políticos del presente imperfecto en Guatemala son, de una u otra forma, cómplices de ese sistema, al igual que muchos empresarios, maestros, arquitectos, médicos, ingenieros, estudiantes, agricultores, etc. Y para muchos ni siquiera presenta un dilema ético. Es simplemente la forma como el sistema funciona.
En términos disolutos, podemos entender la corrupción y la impunidad como una ventaja comparativa que permite externalizar costos e incrementar la posibilidad de obtener una ganancia, un beneficio e incluso un futuro más promisorio. Y eso lo sabemos todos. Y todos, de una u otra forma, directa, indirecta, activa o pasivamente, nos hemos beneficiado de la doble mancuerna corrupción-impunidad. Desde el chivo en el examen hasta el robo de activos del Estado, pasando por la mordida al policía, colarse en la cola del banco, recetar medicinas por comisión, escribir informes de consultoría al mandado y un casi infinito etcétera.
Claro, hay diferentes niveles de corrupción e impunidad que conllevan consecuencias y responsabilidades legales diferentes. No es lo mismo copiar en un examen de tercero básico que robarse millones de millones de las arcas del Estado con premeditación y alevosía. Sin embargo, a pesar de las diferencias, la mancuerna corrupción-impunidad (una no es posible sin la otra) necesita de tres factores esenciales: el que corrompe, el que se deja corromper y, el más importante y que tendemos a olvidar, el entorno sistémico político-social que permite que la corrupción sea un secreto, es decir, que sepamos que existe pero actuemos como si no existiera, como si fuera normal.
Es por ello que el problema de fondo en estos momentos no es quién robó qué, cuánto robó y cómo lo robó. Esto no es tan importante. Y los funcionarios de turno tampoco. PERO —y este pero es muy importante— SOLO sabiendo los números y los métodos y exigiendo que los funcionarios de turno asuman su responsabilidad y enfrenten las consecuencias de sus actos podremos lograr el objetivo real de esta coyuntura: sustituir un sistema corrupto sustentado en la impunidad por otro que no lo sea.
Por eso es que es vital exigirle a la Cicig llegar hasta el fondo del asunto para así saber de números, métodos y personas responsables. Y también es imperativo salir a las calles, compartir información y, sobre todo, no dejar de hablar, denunciar y demandar que todos los corruptos —funcionarios públicos y privados; políticos, empresarios y militares; mandos medios, burócratas y ciudadanos comunes— asuman su responsabilidad. Pero es aún más importante para el mediano y largo plazo exigirnos a nosotros mismos, como colectivo-pueblo-ente político, dejar de ser tan apáticos, pendejos y dobles caras. Toca asumir de frente nuestra propia complicidad en todo esto. Toca darnos cuenta de que, si seguimos viviendo viéndonos el ombligo, todo seguirá exactamente igual. Toca reconocer que cualquier cambio sustantivo siempre es colectivo, que siempre es con y a través de otros.
En última instancia, lo que se ha difuminado en estos últimos días es el límite de lo posible, aquello que permite que un secreto lo sea aunque lo sepamos todos. Y por eso no deberíamos sustituir ese límite por otro que vuelva nuevamente a definir y limitar lo posible. Por eso, nada de líderes y profetas con verdades ya definidas, menos aún de partidos u organizaciones políticas y sus programas armados de antemano. Quizá sea más bien la hora de vaciar lo político para poder después resignificarlo, el momento de buscar otros modos de hacer política, otras formas de organizar la vida en común. Siempre y cuando el proceso sea constante, horizontal, colectivo, abierto, y mantenga cierta cohesión y capacidad organizativa, lo demás vendrá por añadidura. La pregunta no es por quién votar en las próximas elecciones. La pregunta es qué hacer para no tener que hacerse esa pregunta.
Para lograr lo posible hay que empezar por pensar lo imposible.
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