Me acuerdo de estar sentado en la plaza frente a Tribunales. Había fuego, un puñado de periodistas y un grupo de personas que poco a poco fue creciendo. Ahí estaba yo a un día de abandonar los 33 años. Casi el tiempo que duró la guerra, casi el tiempo desde que pasaron “esas cosas”. Llevaba mis audífonos, sintonizaba una radio de noticias. Transmitían en vivo.
El reportero decía que iban detrás de la camioneta que llevaba a José. Lo que hice fue estar atento a la llegada del carro de esa radio, así podría identificar la camioneta. Y así fue. José iba sentado al lado de la ventana que tiene vista a la acera. Adelante iba su inseparable hija. Su llegada pasó completamente desapercibida.
Le dio una mirada a la plaza donde la cola para entrar a la sala de audiencias se hacía cada vez más larga. Sé que si se le preguntaría si estaba nervioso, lo negaría. Como todo. Yo pensaba que la llegada de José a los tribunales causaría alguna escaramuza de esas que acostumbran los reporteros. Me equivoqué. Quizá lo esperaban dentro y lo coparían al subir los ascensores.
Antes de llegar a esa plaza había pasado a desayunar. Quería ver si en los rostros de la gente era posible observar gestos que delataran su pleno conocimiento de estar en un día que pasará a la historia. Bueno, así es uno que cree que ciertos días son inmortales y que por lo menos eso podríamos contárselo a nuestros hijos.
Pero pasa que a los pies de los edificios circundantes a la Torre de Tribunales, el Estado es la acumulación de resmas de fotocopias y formularios inútiles. Por cada visita a una ventanilla estatal, debemos llevar fotocopiado el peor de nuestros rostros. Una y otra vez. Sonreímos para las fotos de las reuniones familiares y cosas como ésas, pero no para los documentos que hacen constar que somos ciudadanos de este fantástico y maravilloso lugar.
¿Cuántos edificios estatales se podrían empapelar con semejante acumulación de rostros en blanco y negro? Como en esas paredes abandonadas donde a cada cuanto se renuevan los rostros de los que nunca aparecieron porque “a saber en qué cosas estaban metidos”.
Esa mañana de hace un año era el turno de los sin rostro, los que nunca pudieron empapelar muro alguno. Los que resistieron, los que resisten, y los que resistirán en la más completa indiferencia. Así como van las cosas, ésa pareciera una sentencia eterna. Pero también llevan otra y que pareciera condenada a divagar como fantasma. Un proceso que ocurrió pero que fíjese que no porque el proceso debe retrotrae…
Pero no. Sí ocurrió y nos toca hacerlo constar. Yo me imagino un edificio, un monumento, una calle, algún espacio público empapelado con los cientos de resmas de esa sentencia. Nada novedoso. Así se ha hecho en otros países, con monumentos dedicados a la memoria, a las atrocidades y en consecuencia, a la reflexión. Porque, ya deberíamos tenerlo claro, el olvido no es una opción.
Durante este año, que debió ser la época post-juicio, realmente ha corrido muy poca agua bajo el puente, es más se ha estancado. Esta etapa que, gracias a la máquina del tiempo instalada en la Corte de Constitucionalidad, se ha convertido en la etapa “pre-juicio”. Todos los tenemos en este tema y por eso no corre el agua. Como diría el lugar común, hay que liberar el dique. También eso nos toca.
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