Si no hay fuerzas ultramundanas a las cuales apelar, si brillan por su ausencia los elegidos por la divinidad, si es impensable invocar a un ente todopoderoso para imponer la propia voluntad y silenciar a los demás, entonces (¡quizá solo entonces!) tiene la democracia una oportunidad. Solo en un mundo desabsolutizado y desoberanizado encuentra esta un nido. Y es que de la imposibilidad de la democracia suelen ser responsables el dios absoluto y sus representantes: los delirantes mensajeros de sueños mesiánicos y aquellos que se hacen rodear de militares para hablar en nombre de Dios y de la verdad (casi siempre la propia).
Un mundo sin Dios parece ser uno bastante bueno. Sin ese dios engendrado en las fauces de ultraconservadores políticos de derecha, izquierda o centro; sin ese dios que perpetúa en el poder a parejas presidenciales; sin ese dios que moviliza a la aniquilación del enemigo (indígenas, catocomunistas, feministas, activistas ambientales y pro derechos humanos, oenegeístas, posmodernos, migrantes, artistas, etcétera); sin ese dios que alienta a sus elegidos a acabar con el orden constitucional (¡aunque ocasionalmente se arrepienta!); sin ese dios capaz de expulsar a comisiones internacionales contra la corrupción; en fin, sin ese dios incapaz de amor, la democracia tiene una oportunidad.
En ese mundo sin Dios habito desde hace más de un año. En un mundo tal, nueve años de educación formal han dejado de ser un privilegio, se desconoce la malnutrición y es sentido común reconocer a los otros como pares. Los asalariados pagan puntualmente sus impuestos, gozan del acceso gratuito a la salud y viven despreocupados de pagar mensualmente colegios absurdamente más caros que la universidad. ¡Incluso el capitalismo parece haber sido domesticado aquí! En este mundo sin Dios, los políticos jamás se venden a sí mismos como «ni corrupto ni ladrón», y menos se atreven a hablar «en nombre del pueblo» para destruir el poder del pueblo. En este mundo sin Dios existen el seguro por desempleo y la salud reproductiva, la equidad de género se ha convertido en horizonte y, para escándalo, incluso los recién llegados están autorizados a beneficiarse del bienestar sostenido por los otros. En un mundo sin Dios la vida florece, el amor como ágape infecta la cotidianidad y los almuerzos de los parlamentarios no ocupan la agenda noticiosa del día.
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En este mundo otro que habito se desoculta la dolorosa posverdad enunciada por Slavoj Žižek: solo un dios todopoderoso y soberano puede hacer que gente buena cometa crímenes horrendos. En este mundo parece tener lugar lo que John D. Caputo llama «nihilismo de la gracia»: la posibilidad de una experiencia religiosa postransaccionista y postsoberana. Según esta, si alguna vez ocurre algo así como un juicio final (Mateo 25, 31-46), a «los benditos» se les develará el misterio de haber servido «al Señor» sin haberse enterado nunca de haberlo hecho.
Consecuentemente, en este mundo sin Dios nadie parece estar en contra de Dios. No está prohibido creer en su existencia (tampoco es una obligación, y menos para obtener y mantener un empleo). Hay también numerosas iglesias, pastores y presbíteros (algunos célibes, otros con familia, algunos casados con personas de su mismo sexo, etcétera), pero ninguna o ninguno tiene la potestad de investir a las autoridades políticas. Ninguna o ninguno, por lo tanto, bendice la corrupción. En este mundo los dioses conviven apaciblemente, pues solo en un mundo sin un dios parecen tener un lugar casi todos los dioses. Un mundo sin Dios es uno plural.
Irónicamente, ha sido en este mundo sin Dios, muy alejado del primero-dios-centrismo centroamericano, donde su existencia ha dado paso a su insistencia cual «susurro de una brisa suave» (1 Re 19, 12). Y es que, como sugiere la experiencia del profeta Elías (escondido en una cueva mientras espera el paso de Dios), ni en el huracán ni en el terremoto, tampoco en el fuego, está Dios. Seguro que tampoco en la homofobia religiosa de Bolsonaro, en el racismo cristiano de los golpistas en Bolivia y mucho menos en la oración antirrepublicana de Bukele. Aguda razón tiene John D. Caputo: «Los conservadores confirman que la religión requiere creer en fantasías».
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