Una columna de humo y varias horas de pánico
Una columna de humo y varias horas de pánico
Durante varias horas, miles de habitantes del departamento de Escuintla sufrieron de pánico. Temían que la inmensa nube de humo y arena que se desprendía del volcán de Fuego alcanzara sus comunidades como lo hizo el pasado domingo en la aldea El Rodeo. La emergencia no pasó a más, pero el miedo se quedó entre los escuintlecos.
Escuintla entera entró en pánico el martes durante varias horas. Un incremento de la actividad del volcán de Fuego, que provocó la evacuación de varias aldeas, y las imágenes de una columna de humo avanzando a varios kilómetros de distancia, fueron los elementos que confluyeron para que miles de personas participasen en un éxodo angustioso y caótico. Las autoridades llamaban a la calma, aseguraban que no existía peligro para quienes se encontraban en la cabecera departamental, pero en vano. Esto tiene una lógica explicación: la gente tiene miedo. Cuatro días después de la trágica erupción del volcán de Fuego, que se ha llevado al menos 75 vidas por delante, las comunidades cercanas al siniestro sobreviven conteniendo la respiración. A ras de suelo no parece que haya un plan y, si este existe, se pierde por el camino. Alguien escuchó algo, se lo dijo a otro alguien y este a un tercero y el temor, tan atávico y tan real, hace el resto.
Durante varias horas, Escuintla entró en estado de shock y protagonizó una evacuación que nadie había ordenado.
Son las 13.30 horas y nada hace presagiar que todo aquel que se encuentra en las inmediaciones de San Miguel Los Lotes, la “zona cero” de la tragedia volcánica, saldrá corriendo ante el peligro de una nueva erupción. Los voluntarios, los bomberos, los policías, los militares, es decir, todo aquel con permiso para traspasar la cinta roja que los periodistas siempre quieren atravesar, van y vienen cubiertos de polvo.
Hoy no es un buen día. A pesar de los intensos trabajos, ya no se rescatan personas con vida. Y tampoco hay muchas perspectivas. Un bombero anónimo (“solo los voceros pueden dar información”), que abandona la escena con una bolsa de agua y la cara completamente ennegrecida, confiesa que en cualquier catástrofe de estas características hay un plazo de 72 horas. Tres días de esperanza para rescatar alguien que respira y no un cadáver sepultado. La siniestra cuenta atrás vence el miércoles. “Seguiremos los trabajos el tiempo que sea necesario”, dice.
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“Tenemos amigos enterrados”. Diego Walter Chitac, de 18 años, de la misma aldea El Rodeo, a la que pertenece la colonia San Miguel Los Lotes, la más afectada por el volcán. Habla de José Armando, alguien que estudió con él y a quien ya da por muerto y enterrado. El joven, al salir de la “zona cero”, lleva un gallo en sus brazos. No es el único. Al menos un centenar de animales fueron rescatados en la jornada de ayer, según Carlos Valenzuela, el oficial al mando de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred).
“Tenemos amigos enterrados. Mucha gente está enterrada en la casa”, dice Chitac, dejando caer la voz. El polvo lo cubre todo. Al fondo, las máquinas tratan de limpiar lo que antes fue una carretera. Las cuadrillas van y vienen. Y sacan más pollos y gallinas.
En una hora se puede pasar de una naturaleza muerta a pisar el acelerador en la huida de un enemigo invisible.
En el mismo grupo de Chitac, el que abandona Diego Tay, carpintero de 45 años, recuerda que Shuachinuc, su aldea, sufrió daños por una erupción volcánica en 1971. “Éramos pequeños cuando pasó eso”, dice. Ha venido “para ayudar a los compatriotas enterrados”.
Aquí solo acceden voluntarios, uniformados, periodistas y algún afectado que se resiste a permanecer en casa o peregrinar del albergue a la morgue.
Sentada en la ladera, Ana Miriam Peña, que sobrepasa el medio siglo, acompaña a su esposo, Alberto Espinosa, en la búsqueda de su hermano. Dice que tenía cuatro hijos pero que “supuestamente” ya no estaban en Los Lotes. “Me queda llamarles por teléfono”, afirma el hombre.
La mayor parte de las personas que se acercan hasta la “zona cero” aguardan tras el primer cordón, antes de una cuesta que lleva hasta lo que antes fue Los Lotes. Quienes demuestran que eran vecinos y que tienen bienes que salvar son acompañados, tras un permiso, por agentes de la Policía Nacional Civil (PNC). Aún en medio de la tragedia hay quien intenta sacar partido. Se han reportado saqueos. “Mucha gente está viniendo para ver sus cosas. El domingo, los ladrones hasta en carro venían”, dice Peña. “No es justo que se aprovechen en lugar de ayudar”, dice. El matrimonio permanece sentado. No pueden avanzar porque, aunque conozcan el terreno, este sigue siendo peligroso. Tampoco retroceden. Simplemente, se quedan ahí, confiando en que la silueta del hermano aparezca entre la nube de polvo.
Pasadas las 14:25 horas, todo cambia en la zona cero.
Estamos a punto de un momento de crisis que se contagiará irremediablemente a Escuintla.
Ni Peña podrá permanecer sentada ni Chitac terminarse el almuerzo tras el cordón de seguridad. Todos serán evacuados rápidamente.
Una columna de humo comienza a elevarse tras los árboles, que ahora son marrones por el polvo acumulado. En un primer momento, parece que le prestan más atención quienes se encuentran abajo, aquellos que han dejado atrás este paisaje lunar. Quizá es porque lo ven más cercano y pueden medir la magnitud de la amenaza.
Hasta que la intranquilidad llega a la cima.
Los uniformados se miran con preocupación. Alguien da la voz de alarma. “¡Whisky! ¡Whisky!”, se grita. “¡Evacuación!”, alguien traduce. Ya no hay parsimonia. Suena una sirena. Suban todos los que puedan a la parte trasera del picop. Salgamos de aquí. Enfilando el camino hacia Escuintla, en la parte izquierda, emerge la dichosa columna de humo. De lejos podría parecer la señal de un incendio, una fogata mal hecha que se fue de madre. Pero se mueve y estamos en las faldas de un volcán en erupción. Se trata de un lahar, ese término geológico que hemos aprendido con la tragedia. Hay palabras que aparecen con los hechos funestos, para luego regresar al diccionario de la expertiz. El lahar es una de ellas, aunque en estos momentos es algo muy real. Corre en paralelo a la carretera, como en las películas ambientadas en California en la que un tornado persigue a los buenos. Imágenes figuradas al margen, esto es una corriente de sedimentos y agua que se desborda por la ladera del volcán y arrasa lo que encuentra a su paso. Ahora, transcurre en paralelo a la caravana de picops y carros que han abandonado precipitadamente la “zona cero” del volcán.
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Ya hemos visto cuáles son sus efectos, así que todos escapan.
Todo se desarrolla pisando el acelerador. Los que llevan carrerilla, porque le han visto las orejas al lobo, explican la situación con el lenguaje universal de los signos a los rezagados, aquellos parados en algún arcén que realizan acopio de comida o agua. “Evacúen, evacúen”.
Así se organiza una caravana que alcanzará rápidamente Escuintla.
Hasta ese momento, todo está bajo control. Media hora después, el centro de la capital departamental será el escenario de una huida sin rumbo fijo, contradictoria, un ataque de pánico colectivo al que casi nadie acierta en ponerle un origen. Y, los que se atreven, dicen “lo escuchamos en el noticiero”.
Pasan las 15:00 horas y en el redondel de Escuintla comienza un goteo. Primero, algunas motos, un par de picops, gente corriendo. Al rato es un torrente. Todo el mundo huye en direcciones opuestas; algunos, enfilando la carretera hacia El Salvador. Otros, tratando de llegar a la autopista que conduce a Guatemala.
Nadie sabe cómo ha comenzado la voz de alarma.
Un hecho cierto es que la Conred ha ordenado el desalojo de varias comunidades del extrarradio de Escuintla, entre ellas El Rodeo, que ya está prácticamente evacuada por encontrarse en el centro de la tragedia, La Reyna, Cañaveral I y IV, Magnolia y Hunnapu. También se cerró la autopista Palín-Escuintla, que posteriormente se habilitaría únicamente en dirección a Guatemala.
Lo que nadie ordenó desalojar fue la capital departamental.
A pesar de ello, el centro de Escuintla se había convertido en el centro de una gran evacuación.
Algunos, porque llegaban de las colonias que sí habían sido desalojadas. Otros, porque creyeron escuchar en la televisión que había que hacer las maletas. Algunos, por mera repetición, por un “porsiacaso”. Al final, todos confluyeron en una carretera colapsada, con motos con cuatro pasajeros, picops en los que no cabía un alma y autobuses a reventar realizando maniobras imposibles para intentar adelantar al atasco mientras dos policías, dos solitarios policías municipales, trataban de regular el redondel de Escuintla. Uno de ellos, que no se identificó, aseguraba que no habían recibido orden de evacuar, que él estaba convencido de que el municipio era seguro, pero que entendía a sus vecinos y que, por si acaso, quedásemos pendientes de la carretera hacia El Salvador.
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La rumorología decía que la lava podía irrumpir en Escuintla en cualquier momento. Algunos aseguraban que miembros de Conred les habían dicho que era un hecho en media hora. Otros ampliaban el plazo hasta la hora. Mucha gente daba por hecho que si no salían de ahí tenían el riesgo de correr la misma suerte que los habitantes de San Miguel Los Lotes, la “zona cero” del volcán. Y el que no, pues marchaba por precaución.
La realidad es que hubo un desprendimiento de flujo piroplástico, otro de esos términos que hemos aprendido con la desgracia, y que la actividad del volcán se incrementó.
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Con su recreación de “La Guerra de los Mundos” en 1938, Orson Welles demostró cómo los medios de comunicación eran capaces de narrar una invasión alienígena y darle verosimilitud, hasta el punto de que miles de personas lo creyeron en New Jersey y Nueva York. En este caso la amenaza es real, es un volcán y se ha cobrado decenas de vidas humanas, así que basta una chispa para que la evacuación se ponga en marcha. Aunque desde que existen los registros no se haya anotado ni una sola vez que la lava haya alcanzado la cabecera departamental.
En medio del caos, ya con la tormenta acercándose a Escuintla y con cientos de personas en la carretera, Julio Sánchez, vocero de Conred, insiste en que el lahar no puede llegar a Escuintla. Dice que la población debe mantener la calma, que únicamente se han evacuado algunas comunidades por precaución. En vano.
“Venimos de Hunnapu y ahí ya no queda nadie”, dice María Gardea, de 34 años, que ha cargado un picop con el resto de su familia (padre, madre, hermanos, hijos) y los enseres que han logrado reunir. Llevan ropa para varios días, mantas, en una bolsa de plástico asoma una maquinilla de afeitar. El problema para esta familia se ha presentado en el centro de Escuintla, cuando el vehículo que les había dejado un vecino decidió pararse. “No sabemos qué le ocurre ni qué vamos a hacer”, dice la mujer, que espera que el dueño del carro, que tiene moto, regrese convertido en mecánico de emergencia.
“Según información de la prensa tenía que evacuar la parte norte de la ciudad, a ocho o diez kilómetros”, dice un hombre que maneja una motocicleta en la que lleva como paquetes a otras dos personas.
Es difícil explicar cómo el virus del pánico infecta a miles de personas a la vez. Son varias madres corriendo, mirando hacia atrás como si el monstruo estuviese pisándoles los talones. Son las motos que se acercan haciendo gestos de “evacuén”, como si el humo marrón fuese a aparecer tras las casas de un momento a otro. Es un camión de venta de helados que utiliza el megáfono para lanzar mensajes cristianos en medio del caos. Si esto es el apocalipsis, alguien debía lanzar la palabra de dios, aunque fuese en un carrito de helado.
“La gente se ha vuelto loca. Según dicen, la lava va a llegar a la ciudad, pero yo no me lo creo”. En medio de las sirenas, las bocinas y los vehículos con demasiados pasajeros, Wilson Sánchez, de 28 años, sale de trabajar en una tienda y camina hacia su casa. Su figura desentona, porque camina con paso tranquilo, sin la estridencia que le rodea. Es una excepción. A unos metros, las trabajadoras de un centro médico también observan el desarrollo de los acontecimientos con cara de circunstancias. “A nosotros nadie nos dijo que evacuáramos. Aquí hay un problema de educación, en el que uno dice algo y todos le siguen”, afirma una de ellas.
La cercanía de la tormenta añadía dramatismo a un Escuintla enloquecido. No obstante, el anochecer también trajo la calma y para las 20:00 horas el caos de tráfico que se registraba en el centro de Escuintla había dado paso a una circulación tranquila. Muchos ya se encontraban en el exterior del municipio, en albergues o casas de familiares.
Nadie puede garantizar que el pánico no vuelva a desatarse.
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