Así estaba yo a punto de cerrar, con mi caligrafía cursiva de antaño, el saludo de una postal para mi mamá desde el Gran Cañón, en Arizona, cuando leo por las redes sociales que el flamante Congreso de la República resolvió no renovar la concesión del servicio postal a la empresa Correos de Guatemala, S. A. Estupefacción, incredulidad. ¿Qué hacer ahora con la postal? Entre lamento y confusión aparece el texto de Julio Serrano para expresar acertadamente ese vacío y limbo que muchos sentimos ante el hecho de que un país se quede sin correo. Y al parecer, la tal empresa reanudó operaciones temporales a partir de ayer.
Las cartas y el correo han sido parte intrínseca de mi vida desde que tengo memoria. Yo soy producto del siglo pasado, y una buena parte de mi historia fue escrita a puño y letra en cientos de pliegos de papel y postales. Sin esas cartas yo no habría podido conocer ni pedir posada en tantos lugares ni conservar amistades y amoríos. Palpar el sobre, coleccionar los sellos o descifrar la letra sobre papel. Todo esto tiene un encanto que el correo electrónico o el Facebook, aunque más fáciles de archivar, todavía no logran capturar.
Siempre he considerado que una característica de un país funcional o civilizado es que exista un sistema de correos eficiente y confiable. Un sistema postal es la muestra no solo de que un país es capaz de unir y conectar a sus habitantes, sino de que es capaz de manejar simultáneamente un sistema de ordenamiento territorial, cartográfico, vial, histórico y cultural, que viene a ser como el conjunto de las arterias vitales de un cuerpo vivo y sano, es decir, de una nación que, aunque por diversos senderos, fluye hacia un destino común.
El caso de los Estados Unidos es emblemático. En sus inicios como nación, entre los asuntos que dominaban el pensamiento de sus fundadores figuraba la creación y protección de una nueva ciudadanía y de un Gobierno federal robusto. Alexander Hamilton creía que, al imponer tributos para pagar la deuda por la guerra de independencia, los ciudadanos se sentirían parte del éxito y de la supervivencia del nuevo gobierno. Sus fundadores también estaban comprometidos en desmantelar el llamado ejército continental. Creían que el ejército en una sociedad libre es inconsistente con la democracia. Otra preocupación central que nos remite a nuestro tema era cómo integrar las distintas regiones y los distintos estados en una sola nación. Para Benjamín Franklin, un servicio postal público era esencial en esta labor. De esa forma, el servicio postal estadounidense sigue plasmado en la Constitución desde hace ya más de dos siglos.
No conozco los detalles de las negociaciones políticas que dieron pie a que se privatizara el correo, aunque recuerdo que la primera reforma data de finales de los noventa, con el gobierno de Álvaro Arzú, época en la que también empezaron a privatizarse las telecomunicaciones y otros bienes públicos en favor de una supuesta competencia y de la mejora de la calidad de los servicios. Pero ¿qué tan exitosos han sido los esfuerzos de privatización en Guatemala? ¿Han ayudado al país a alcanzar de manera integral sus objetivos de desarrollo o incrementado el bienestar de su población? ¿A quiénes han beneficiado estos proyectos privados? Es tiempo de reconocer que los países exitosos tienen sectores públicos y privados sanos y regulados. Sin ellos no hay nación viable.
En el ínterin, así como algunos políticos oportunistas desde la distancia tratan infructuosamente de refundar el Estado o se imaginan que pueden ser los padres fundadores de un nuevo proyecto nacional que por lo visto va a caer en costal roto, no vaya a ser que Guatemala no tenga quien le escriba.
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