Estamos al final de un período altamente emocional en el cual la ciudadanía tuvo que abrir brecha, palmo a palmo, para llevar a Bernardo Arévalo hasta la toma de posesión. Ese día, dramático hasta su último minuto, elevó a niveles superlativos la dopamina. La imagen de Samuel Pérez colocando la banda presidencial a Arévalo, fue el sello que marcó una victoria ciudadana muy sentida.
Sin embargo, estamos ya en el «día siguiente» cuando la dopamina debe ceder el paso a la sobriedad de una realidad compleja. Podemos afirmar que estamos al final de una década perdida marcada por la perversión del Estado, auspiciada por sectores económicos corruptos. Esto comprende la destrucción institucional y una brutal corrupción, no solamente en su arista de apropiación del erario, sino también de otras de igual importancia como lo son el vaciamiento de sentido en la gestión política y el abandono de la función pública. La realidad del presente es un país en ruinas. ¿Por dónde empezar una gestión de gobierno que pretende abanderar el bien común?
Los problemas del país están interconectados y son estructurales. Su solución requiere de grandes transformaciones y no de modestos maquillajes. En medio de esa complejidad, existe una dificultad estratégica que clama por una solución rápida porque, de muchas maneras, está en la raíz de otros problemas. Se trata de la movilidad.
No hablamos solamente del obtuso congestionamiento de los centros urbanos donde actualmente vive la mayoría de los guatemaltecos. Hablamos también del caos vial en las carreteras del país que alarga de manera irracional cualquier traslado. Hablamos de la dificultad de transporte de mercadería y del comercio. Hablamos de la falta de acceso a la movilidad que tienen, en pleno siglo XXI, muchas poblaciones del país que permanecen aisladas y sin acceso a la mayoría de satisfactores. Hablamos de la ausencia de planificación, coordinación de esfuerzos y regulación del territorio.
En suma, nuestro problema de movilidad refleja la disfuncionalidad en la que ha caído una sociedad que ha carecido de liderazgos, de políticas a largo plazo, de sentido del servicio público y de la inclusión, de indiferencia al deterioro medioambiental y del anquilosamiento al que este conjunto de condiciones nos condena. Refleja a un Estado que no ha cumplido con el fin supremo que justifica su organización: la realización del bienestar colectivo.
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El tráfico se ha vuelto un factor importante de desgaste y de ralentización de los objetivos diarios. Incide en las interacciones sociales, con un franco deterioro de la calidad de vida. El problema apunta a otros subyacentes: los núcleos urbanos crecen de manera desordenada, con fuerte incidencia de intereses particulares, sin la atención de las autoridades locales para el desarrollo planificado.
Los problemas de movilidad de las ciudades se han trasladado a las carreteras. No se trata solamente del mal estado, sino también de problemas irresueltos como el transporte de carga, la falta de regulaciones a los dueños de transporte extraurbano, la interrupción de las vías. El resultado es un sistema vial que encarece y dificulta el comercio, hace en extremo peligroso y poco confiable el transporte público y convierte el turismo en tortuoso.
El problema de la movilidad nos afecta a todos. Y una de las soluciones a la compleja problemática que apareja es la inversión en infraestructura. Desafortunadamente, se trata de un núcleo de corrupción pues es una de las bisagras donde se unen la acción del Estado y los intereses de la empresa privada. Casos emblemáticos como el que se originó de los sobornos entregados por Oderbrecht apuntan a la connivencia entre altos funcionarios del Estado y las entidades de lucro. Sin embargo, en Guatemala hasta las grandes empresas fueron desplazadas por el clientelismo político.
En los últimos años, el flujo de dinero proveniente del organismo ejecutivo se utilizó sin ningún tapujo para el desvío de la función pública. Diputados y alcaldes fueron cooptados por el gobierno central por medio de la entrega de proyectos de infraestructura, sin más propósito que el de comprar su voto y su gestión política. Muchos de esos proyectos, terminaron en un gasto fallido, alimentaron la creación de empresas de cartón (propiedad de los propios diputados o alcaldes) y no sirvieron para satisfacer las necesidades del pueblo.
La función de representatividad que corresponde a los diputados al Congreso fue expropiada a sus electores. También los gobiernos locales se alinearon, desplazando la satisfacción de las necesidades de los vecinos para favorecer los proyectos que les eran de interés personal. Era el gobierno el que los manejaba con el dinero del erario para fortalecer su propio proyecto político y les aseguraba impunidad para todos sus desmanes.
Una de las muestras más bochornosas de esa práctica fue la asignación que el Congreso de la República autorizó al presidente Alejandro Giammatei por tres mil millones de quetzales previo a las elecciones generales y que, supuestamente, sirvieron para «aceitar» la voluntad de los alcaldes para unirse al partido oficial. El destino de tan monumental suma deberá ser esclarecido.
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Cuando Bernardo Arévalo se postuló, los sectores «conservadores» utilizaron la estrategia de infundir miedo con la fantasía de la expropiación de lo privado. Curiosamente, callaron durante la última década frente a la expropiación de lo público que ha destruido de manera progresiva el proyecto de país.
En las últimas elecciones, quedó demostrado que el objetivo común entre estos sectores y la hueste política corrupta era avanzar en su proyecto, irrespetando también los resultados electorales, último bastión por expropiar a la maltrecha soberanía popular.
La expropiación de lo público condena al caos social que resulta evidente en la disfuncionalidad de nuestros núcleos urbanos, del transporte, de la movilidad en las carreteras, de la planificación territorial. No existe tal cosa como el disfrute pleno y pacífico de los bienes privados, o de la propia vida, cuando el sentido de lo público se corrompe.
Por esta razón nuclear, la exigencia del pueblo en las últimas elecciones no fue solamente de «alternabilidad» en el poder. Lo que demandó claramente fue un cambio de paradigma. El país no puede darse el lujo de un gobierno «de transición», o de aceptar las migajas de una «democracia controlada». Devolver a lo público su sentido pleno es una batalla que es indispensable librar porque el país necesita movilidad. No solamente en el tránsito de bienes y de personas, sino en el camino hacia un Estado capaz de ofrecer satisfactores a la población para atender el presente, pero con la capacidad de edificar el futuro esperanzador.