A principios del año recién pasado, las elecciones generales no se anunciaban con entusiasmo. Los analistas políticos conjeturaban acerca de la imposibilidad de cambios sustanciales, particularmente debido a que la creciente cooptación del Estado no auspiciaba certeza jurídica, ni para el proceso, ni para garantizar los resultados electorales. Tampoco confiaban en una ciudadanía que calificaban de apática, poco educada políticamente, susceptible de ser manipulada durante el proceso electoral.
A pesar del manoseo emprendido por la maquinaria del partido oficial y sus adláteres, contra todo pronóstico, el voto consciente de un número significativo de guatemaltecos, logró abrir un espacio de esperanza. A partir de allí, el pueblo estuvo dispuesto a defender los resultados, con entusiasmo, energía y sacrificio. Unos lo hicieron en las calles, otros, mediante recursos legales, cubriendo las noticias, debatiendo en los chats familiares, formando opinión respecto a la lluvia de acontecimientos y acciones atentatorias contra la decisión soberana del pueblo. No resulta exagerado afirmar que se gestó una guerra para evitar la toma de posesión de Bernardo Arévalo y Karin Herrera. Y no era para menos, la alianza criminal se estaba jugando la pérdida del poder absoluto que habían consolidado en los últimos años.
Este momento histórico nos permite comprender que la transición democrática y la posibilidad para que Guatemala enderece su camino es producto de la inclaudicable esperanza de la ciudadanía. El esfuerzo desplegado no fue para defender a un partido político o a un líder. Fue en defensa de los ideales democráticos y en rechazo a una clase política denigrada y corrompida. Pero la esperanza del pueblo no termina en la elección. El pueblo espera que, mediante la acción política, se pueda no solamente recuperar el país de sus captores, sino generar condiciones de bienestar, justicia e inclusión para la mayoría. Es una enorme expectativa.
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El triunfo ciudadano es mayúsculo: ganar una gran tajada de poder a la alianza criminal dotada de todo el aparato y los recursos económicos del Estado. Sin embargo, la complicada tarea del gobierno que recién toma posesión es convertir en acciones concretas y logros, los anhelos abstractos de un pueblo. Este es un desafío descomunal. El país se encuentra en una situación de ruina: aberrantes índices de desarrollo humano, penetración del crimen organizado a nivel institucional y territorial, carencia de elementos básicos para lograr el desarrollo, tales como educación de calidad o infraestructura. Hacen falta empleos, seguridad pública, acciones contra el deterioro ambiental y un largo etcétera. Guatemala es un país que no ha sido gobernado por largo tiempo.
Ante tal panorama, los guatemaltecos no podemos perder el norte. No podemos darnos el lujo de olvidar que la llegada al poder de Bernardo Arévalo es apenas una grieta que se abre en el muro implacable que, diligentemente, ha venido construyendo la alianza criminal que mantiene posiciones considerables de poder político y económico. Esta alianza cuenta con un número no despreciable de personas antidemocráticas, carentes de toda ética, muchos de ellos miembros de organizaciones criminales, capaces de cualquier cosa con tal de no perder sus privilegios, sobre todo el de impunidad. Ellos serán un frente abierto dedicado al desprestigio y el desgaste del gobierno. Además, el sistema de justicia está profundamente cooptado y el Congreso de la República provoca enormes interrogantes.
Brindar respaldo al gobierno en su batalla para recuperar la institucionalidad del país y hacer girar el rumbo en busca del bien común será necesario. Pero, ningún apoyo puede ser acrítico, o incondicional. Tampoco puede fundarse en actos de connivencia para respaldar u ocultar actos indebidos o errores. La gestación de una democracia incluyente implica la participación colectiva y, en esta coyuntura histórica, Arévalo necesita acompañamiento para lograr una gobernabilidad que será puesta a prueba a cada paso. Precisamente por ello, la auditoría social, la prensa crítica serán de enorme ayuda. Estos son los controles de la democracia y a todo gobernante bien intencionado, le sirven de brújula para no perder el rumbo.
Para mantener el apoyo popular que le será vital, el gobierno entrante debe actuar con apertura, transparencia y la capacidad para escuchar el sentir de la gente. La democracia implica la permeabilidad de quienes ejercen gobierno y, particularmente, del presidente de la república que representa la unidad nacional. Si la democracia es un gobierno para el pueblo, escuchar es una virtud necesaria. Tristes han sido las figuras presidenciales en Guatemala que creen que autoridad es prepotencia y capricho. Penosos los que han optado por la opacidad y los ataques a la disidencia y a la prensa. El expresidente Alejandro Giammatei fue un claro ejemplo, pues nunca supo entender que la autoridad se gana con respeto y terminó su mandato como uno de los más repudiados gobernantes de la era contemporánea.
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Para que Bernardo Arévalo llegara al poder el pueblo guatemalteco supo batallar con las armas institucionales. También supo hacer acto de presencia en las calles cuando el país lo necesitó. Nada más alentador que la emergencia de una ciudadanía madura y activa en Guatemala. Particularmente importante es reconocer el acto de resistencia de los pueblos indígenas que se mantuvo hasta la toma de posesión. Esta acción, bien articulada y consistente, demuestra que existe en los pueblos originarios de este país una organización social importante, capaz de defender los derechos civiles, pero también de negociar con el poder político.
También es un triunfo de la comunidad internacional ante el preocupante avance de propuestas autoritarias e incluso de gobiernos criminales en la región centroamericana. Su postura contundente frente a la absurda noción de «soberanía» de la alianza criminal, fortaleció la posibilidad de que Arévalo llegara al poder en respeto del voto de los guatemaltecos. La soberanía es del pueblo y los funcionarios de turno no pueden atrincherarse detrás de ese concepto, mientras socavan la institucionalidad y la democracia.
En este momento histórico, no podemos equivocarnos. Que Bernardo Arévalo llegue al poder es solamente el inicio de un camino difícil, complejo, en condiciones precarias, muchas de las cuales ni siquiera conocemos todavía. Muy lejos está el país que deseamos y, para arribar a ese destino que nos provoca esperanza, restan infinitas batallas, muchas de las cuales no podemos darnos el lujo de perder. Por estas batallas pendientes, debemos continuar un largo trabajo colectivo. Esto implica tender puentes, articular consensos, negociar. Pero también aprender a marcar los límites para comprender qué no es negociable. Articular la esperanza de un país será el desafío de los años por venir.