La guitarra fue diligentemente reemplazada –léase, retirada sin mucha dignidad– al inicio de la siguiente canción, y la más pura esencia del Riot grrrl volvió a la carga. Sleater Kinney forma parte de esa escena de los años 90, en la que esta banda fue alabada hasta el éxtasis por muchos críticos, pero que, para mí gusto, nunca han sido mejor descritas que en la crónica de Laura Fernández en una columna que titula «Lo que queda del Grunge», publicada en El País en septiembre de 2019: «Un sonido que no va a perderse, sino que va a ir reinventándose sin miedo».
El frío comenzaba a hacerse sentir, como corresponde a cualquier noche a finales de noviembre en Ciudad de México, pero en mi cabeza estaba la conciencia plena de que eso apenas estaba empezando, aunque seguramente necesitará de la magia de otro mezcal (alegoría de sinónimos).
Era la segunda jornada del Corona Capital. Un festival cuya elección de cartel refleja, en cierta forma, la época de Spotify: un amplio espectro de estilos, épocas y repertorios, entre los éxitos más conocidos de cada banda, y sus nuevos álbumes.
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Pusimos camino hacia otro escenario, en el cual iban a tocar los Black Keys. La esencia del Blues rock en escena, que no defraudó con los largos y potentes riffs de la guitarra de Dan Auerbach, pese a la sensación de una falta de interés por decir un par de palabras en español –una de ellas un simple «gracias»–, como lo hicieron muchas otras bandas, que inclusive llegaron con alguna anticipación a México. Mención aparte en este índice para la presentación de The Hives, seguramente una de las mejores puestas en escena de todo el concierto.
Para alguien que viene de donde la música de los 80 sigue estando omnipresente, ver a un grupo de adolescentes con máscaras de Jarvis Cocker coreando «Common people» me hizo pensar que hay otras latitudes, en las cuales predomina un universo de la música que en algún punto se denominó alternativa. Pulp, en un proceso de reunificación, dio un espectáculo de quilates. El hallazgo parece confirmado al escuchar a la noche siguiente como la gente cantaba a todo pulmón un supremamente nostálgico Beetlebum, con Blur en escena.
La puesta en escena del concierto, en su totalidad, es una muestra de como se atienden desafíos logísticos de gran magnitud, y como se maneja una multitud que, de hecho, tiene una cierta etiqueta de comportamiento en masa, es decir, como apretujar 100,000 personas cada noche sin que nadie muera o se vea involucrado en una pelea en el intento.
Acabar la madrugada del domingo escuchando de The Cure con un Robert Smith que se parece cada vez más a un vampiro auténtico, de los de antes de la era de las series de streaming, puede resultar un recuerdo invaluable, si te quedas cantando «So I can sing, I can dance, and I can laugh, As if nothing ever changed, Without you, without you It could never be the same», mientras el auto se sumerge en las profundidades del circuito interior y la madrugada se pintaba del color de un vuelo de regreso en unas horas…
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