La última cena es una de las obras cumbre del polifacético Leonardo da Vinci. Él y su mural, plasmado entre 1495 y 1498 en un convento dominico de Milán, son muy conocidos; por ello, a lo largo de los años han sido utilizados en variedad de espacios, formales o irreverentes.
El festín de los dioses es un óleo de 1514, del también italiano Giovanni Bellini, y La fiesta de los dioses es creación del neerlandés Jan Harmensz van Bijlert, pintada en 1635. Mientras Da Vinci se enfocó en Jesucristo y sus más cercanos seguidores, los otros dos artistas usaron su ingenio para aludir a los dioses del Olimpo.
Indudablemente, el trabajo de Da Vinci es parte de la cultura popular en el mundo, pues su identificación es común debido a aparecer en libros, películas, series de televisión y artículos de consumo masivo, entre otros. Por lo contrario, los de sus homólogos no alcanzan ni se aproximan a la misma dimensión, sin que esto reduzca su calidad y relevancia.
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A propósito de la XXXIII olimpiada de la era moderna, evento que reúne a 10,714 atletas de 206 países distribuidos en 32 disciplinas, el esplendor propio de todas las subidas del telón se vio parcialmente opacado por el malestar derivado del número musical del cantante y actor Philippe Katerine. De inmediato, diferentes voces se pronunciaron contra la organización por ofender a la Iglesia Católica y a su feligresía.
«Resulta bastante claro que se trata de Dioniso y que llega a la mesa como el dios griego de la festividad y del vino», argumentó Thomas Jolly, director responsable del montaje, quien antes del pasaje habría explicado y aclarado que en nada se vinculaba con la icónica imagen de Da Vinci.
Vale apuntar que en La última cena prevalece un clima relajado entre Jesucristo y los cuatro grupos en que se divide su compañía, en tanto que en el original de Harmensz van Bijlert se observa a no menos de 20 personajes entre ángeles, dioses y terrenales que, principalmente, bailan, beben y comen en un área desordenada. En cuanto a Bellini, su escena es campestre.
Toda participación pública es susceptible de ser bien o mal calificada, según la perspectiva de quienes la presencian. El acto protocolario o momento de animación de una competencia deportiva no es la excepción, aunque no sea el tema central de las justas. De hecho, usualmente la polémica y el desborde de pasiones llegan por una decisión arbitral o la actitud de las y los atletas; sin embargo, en París se produjo un incidente extra cancha.
Dado que el despliegue inaugural de unos Juegos Olímpicos conlleva propuesta, planificación y ensayos que pasan por distintas manos, ojos e ideas, llama la atención que nadie de la organización al más alto nivel haya reparado en que Katerine y compañía levantarían olas, o tal vez las minimizó. Lo cierto es que de la noche a la mañana Harmensz van Bijlert cobró notoriedad y, muy probablemente, las visitas irán en ascenso en el museo Magin de Avignon que alberga el cuadro que está en boca de muchos.
Provocación, blasfemia, oportunismo, postura consecuente o, simplemente, olímpica confusión, la realidad es que el ambiente festivo que abrió una contienda mundial se empañó y el enredo virtual no dejó escapar la ocasión para hundirse en la ignorancia o motivarse a conocer más.
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